Un hombre ante una mujer

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Algo nos confundió desde el principio, nos hizo creer que los hombres éramos los representantes de la plenitud, y vosotras, las mujeres, representantes de la falta, que nosotros colmaríamos vuestras carencias, y que vuestras debilidades eran la confirmación de nuestra plenitud. Así, se “resolvía” la diferencia, nos transformábamos en complementarios, y ¡por fin¡ ahuyentábamos la soledad. ¡Menuda trampa¡. A ambos sexos, nos aseguraron, además, que cualquiera que fuese nuestro lugar en el reparto, siempre sacaríamos una porción de goce

 

Publicado en la revista Diván el Terrible (nº 28 febrero 2005)

(El fragmento clínico que se expone es una ficción resultante de una multiplicidad de casos).

 

Marta, de cuarenta años, relata en una sesión lo siguiente: Estábamos Pablo y yo en la cama después de haber hecho el amor, le digo que me lo había pasado muy bien,  y que esto del amor, lo deberíamos practicar más. A mi pregunta de, qué tal se lo había pasado, él respondió: “Bien”. Le dije que podía decir algo más ¿no?, que hablaba tan poco de lo que él sentía…Entonces, cogió mi mano, la llevo a su pene y dijo: “Bueno, cariño, no te quejes, yo ya te hablo con esto”.

Pasados unos años, Marta trae a sesión una carta que le dirige Pablo, de la que lee varios fragmentos. Él comenzó un psicoanálisis hace algunos años.

A continuación, reconstruyo dicha carta, a la luz de mi escucha psicoanalítica.

“Querida Marta:

…En realidad pensaba que tampoco hacían falta tantas palabras. Odiaba que tus preguntas, tus elocuentes silencios, desvelaran mi vulnerabilidad. Empeñado en sostener intacta mi fortaleza, recibía tus palabras como golpes bajos, que me dejaban mudo, impotente. Aprendí desde niño que cuando una mujer te quiere, no ve tus defectos, y si los ve, calla, se comporta como si no existieran. Tú, no, tú hablabas.

Carlos, mi amigo, dice que las mujeres sois unas eternas insatisfechas, que incluso, cuando lleváis razón, siempre sois inoportunas. Sospecho que no,  que en realidad, es la verdad la que siempre es inoportuna, y algunas veces, es a vosotras, a quien elige de mensajeras. Nosotros, los hombres, ya sabes, llevamos siglos matando mensajeros.

Algo nos confundió desde el principio, nos hizo creer que los hombres éramos los representantes de la plenitud, y vosotras, las mujeres, representantes de la falta, que nosotros colmaríamos vuestras carencias, y que vuestras debilidades eran la confirmación de nuestra plenitud. Así, se “resolvía” la diferencia, nos transformábamos en complementarios, y ¡por fin¡ ahuyentábamos la soledad. ¡Menuda trampa¡. A ambos sexos, nos aseguraron, además, que cualquiera que fuese nuestro lugar en el reparto, siempre sacaríamos una porción de goce.

En adelante, el mundo se dividiría en víctimas y verdugos, blancos y negros, ricos y pobres, listos y tontos, adultos y niños… Y para colmo, a nosotros, los hombres, nos otorgaron el “honor” de ser los Representantes de la Especie Humana. ¡Total nada¡.

¡Maldito desamparo, padre primordial de todos los vasallajes¡. ¡Qué pertinaz empeño infantil en construirnos siempre, padres omnipotentes, amos absolutos de todas las respuestas¡. ¡Qué difícil es encontrar ese punto necesario, inexcusable, de rebeldía, sin destruirnos en el intento¡

Bueno…, me estoy asustando, siento vértigo. No estoy seguro de poder estar a la altura de lo que ahora escribo, pero en fin, ya veremos…Confiemos en que al menos, alguna puñetera vez, sea verdad eso, de que nunca nos bañamos en el mismo río.

Te quiero ¿sabes?. Ah¡, y no te enfades cuando, a veces, me comporte con algunos amigos como si esto que escribo, no lo hubiera pensado jamás. Es sólo una cuota que pagamos los hombres para sostener nuestro Club.

Un beso, y muchas gracias por ser una “eterna insatisfecha”.

Pablo

 

Ana Martínez Rodríguez. Psicoanalista. Madrid