Extemporáneo: Acerca del mal.

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Vaya por delante mi reconocimiento y recomendación del libro “El fracaso moral de la humanidad” de Francisco Pereña (Ed. Síntesis), condición sine qua non para entender el problema del mal a través de los diálogos con cuatro figuras filosóficas clave, texto que, además de abordar el fracaso moral de los humanos, contempla otros recorridos de sumo interés sobre el sujeto y su capacidad para pensar y crear mundo.

 

 

En un principio me incliné por no hacer referencia al mal desde un punto de vista teológico o filosófico-religioso, puesto que desde esta posición, el mal suele venir de la mano de Dios, un Dios todo bondad que, a su vez, es creador de un ser humano cuya predisposición al mal no tiene límites, dando lugar así a un perpetuo galimatías que tanto la teodicea agustiniana primero como la Summa Teológica de Tomás de Aquino después -me atrevo a suponer por referencias ya que no he leído estos textos-, no consiguieron desvelar con sus largos y profundos desarrollos racionales. Máxime, si situamos el problema del mal en los tiempos actuales en los que el horror es insoportable.  Por eso, en este terreno de lo teológico, solo la fe, exenta de argumentos, facilita un cierre en falso al problema del mal bloqueando todo tipo de interrogantes y dudas.

Pero, pensándolo mejor, me detuve en el hecho de que el aparato psíquico del ser humano (voluntad, deseo y cuerpo afectado por la subjetividad), para la convivencia en común se apoya en cuerpos de creencias de todo tipo que le permiten construir realidades, mundos de certidumbre y sentido. Las creencias son el artilugio que nos permite espantar la idea de la muerte y, además, darnos un lugar de identidad, identidad de pensamiento, puesto que venimos al mundo sin ella. Desde el “somos de…”  o “pertenecemos a “, existimos en lo que a partir de Aristóteles se ha dado en llamar “la segunda naturaleza”, que no es otra cosa que la comunidad social.

En coherencia con lo dicho, considero que los dioses son una invención de los hombres. La diversidad de creencias religiosas y/o deidades creadas por los humanos mucho antes de la teología medieval así lo ponen de manifiesto. Y también que algunas de ellas ya andaban a vueltas con el problema del mal. El Teismo clásico, por ejemplo, que tendría su origen en la antigua Grecia (unos 1200 años a.C.), habla de un dios creador del universo que interfiere en la vida de los humanos, por lo que ya se planteaba el problema del mal. Así lo evidencia la Paradoja de Epicuro; ¿cómo un ser todo bondad, es compatible con la presencia del mal? El posterior cristianismo heredará este problema. El Ángel caído, el Demonio, será la morfología del pecado, del mal, como una manera de separar éste de la idea de un Dios Omnibenevolente. Cierto es que hay otras ideas religiosas como es el Deismo que habla de un dios exclusivamente creador (El Demiurgo de Platón, Artesano del universo), que se revela a través de la naturaleza y que no se involucra en la vida de los hombres, por lo que el mal quedaría por fuera de la divinidad.

Con estos comentarios lo único que quiero mostrar es que, desde la perspectiva de la teología o de la filosofía religiosa, el problema del mal, o bien desde el origen queda desvinculado de la deidad o, no siendo así, produce una ingente cantidad de disquisiciones y razonamientos que, como dije al principio, no resuelven el embrollo -particularmente en las religiones monoteístas cristianismo, judaísmo, mahometismo-, de un dios creador que interviene en la vida de los seres humanos. La Divina Providencia atrapada entre su infinita bondad y la producción del mal como uno de los efectos derivados de su creación.

Entender el problema del mal, en cualquier caso, tiene su complejidad. Colocarlo fuera de los vínculos con lo divino, situándolo estrictamente en el ámbito de los humanos y en relación a su libertad dándole una entidad puramente filosófica, ha sido un paso que Kant decidió dar (según consideración de Francisco Pereña) y con el que colaboró notablemente a su mejor entendimiento, por más que la idea de libertad, al igual que la de libre albedrío sean conceptos susceptibles de debate, dependiendo de la posición o disciplina desde la que se aborden.

Aun colocado el mal en el territorio de los mortales al margen de toda teología, la confusión sobre su autoría, presencia y motivos sigue apareciendo en el planteamiento de algunos pensadores. Tal es el caso de Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, donde manifiesta que Eichmann -uno de los principales organizadores del holocausto judío-, era un hombre normal y corriente como tantos otros, con lo que el mal se banaliza porque se diluye en la organización social, en la burocracia, etc. y lo de menos es quien lo lleva a cabo, quien lo diseña y ejecuta bajo la excusa de cumplir órdenes o de considerarse inmerso en la organización que lo produce. Un inevitable efecto nocivo del sistema que, cuando menos, minimiza la responsabilidad de los culpables concretos. Hannad Arendt, judía de origen, recibió muchas críticas de sus propios compatriotas e intelectuales que en absoluto estaban de acuerdo con disolver el mal en el anonimato institucional, pues, por ese procedimiento, Hitler también estaría exento de toda responsabilidad siendo que, además, fue elegido democráticamente Canciller de Alemania. En línea con lo anterior, tampoco estamos de acuerdo con la desproporción que formuló Rousseau dos siglos antes, al afirmar que “el hombre es bueno por naturaleza y solo el contacto con la sociedad le hace malo” porque, más allá de que en la naturaleza no cabe hablar del bien o del mal, estamos ante una especie de justificación moral de todos los hombres al margen de la posición social que ocupen y cargando las tintas de la maldad humana en la sociedad como tal. Rousseau se olvidó de la ética de cada sujeto, algo parecido a lo que hizo después Hannah Arendt con distinto argumento.  No es verdad que todo el mundo tenga un precio, al decir de una expresión tan conocida como engañosa. No se puede negar la existencia de una mayoría de seres humanos que no se corrompe ni atenta contra la vida de otros, aunque solo sea porque ni lo busca, ni se propone para ocupar un espacio social desde el que pueda ser seducido por el mal. Potencialmente todos los humanos podamos ser capaces de causar daños terribles a otros, pero la potencialidad no equivale al acto. Media la moral y la decisión de cada uno. Por supuesto, todo ello sin perjuicio de que no hay sujetos inocentes, lo que a todos nos sitúa en algún grado de complicidad con la maldad social. Pero banalizar, diluir el mal en el conjunto de la comunidad, es salvaguardar al ciudadano, al confuso concepto de individuo y negar al sujeto y su conciencia porque eso lo único que impide al sistema la opción del adocenamiento, del adoctrinamiento.

Consecuentemente, considero que el acto de maldad ha de ser identificado con nombre y apellidos, tanto el hecho concreto como el sujeto que lo lleva a cabo sin más considerandos. Insisto en esto porque, aun cuando se asigna y confirma el acto de maldad a un sujeto concreto, cosa que viene siendo así en los tiempos actuales, es relativamente frecuente estigmatizar, criminalizar, la llamada  enfermedad mental utilizándola como causa del mal. Demasiadas instituciones sociales muestran una inclinación interesada por demonizar la “locura” exonerando de responsabilidad al autor de la maldad, particularmente si éste tiene algún relieve social. De nuevo sorteamos el problema ético. El ser humano que produce mal, y hay muchas maneras de hacerlo -estoy pensando, como puede suponerse, sobre todo en el espacio de lo público-, no es un ser cualquiera, sustituible, ni tampoco el sujeto etiquetado torticeramente como un “enfermo mental”, pues solo del orden del 0,5% de la población total comete actos de violencia que tengan una relación directa con trastornos mentales severos. El ser humano que produce daños graves, sobre todo en la colectividad, aunque no solo obviamente, desea activamente la dominación de los otros, es decir, someterlos y manipularlos como objetos conforme a sus intereses y/o creencias, actitud que es muy coincidente con la posición de poder o la pretensión de llegar a ella. En absoluto es un “loco” que se sale de la realidad convenida.

En cualquier caso, quiero referirme a la posibilidad y capacidad de daño que reside en todos y cada uno de nosotros, para mejor entender por qué el mal cristaliza y se adueña del espacio de las relaciones sociales con una persistente vertiente trágica. Para ello, vaya por delante mi reconocimiento y recomendación del libro “El fracaso moral de la humanidad” de Francisco Pereña (Ed. Síntesis), condición sine qua non para entender el problema del mal a través de los diálogos con cuatro figuras filosóficas clave, texto que, además de abordar el fracaso moral de los humanos, contempla otros recorridos de sumo interés sobre el sujeto y su capacidad para pensar y crear mundo.

El organismo humano viene a la vida con una absoluta incapacidad para conseguir el alimento por sus propios medios, por lo que genera una descarga, el llanto, que es una demanda, una súplica, consecuencia de la alteración interna producida por el hambre. La acción específica para colmar el hambre solo puede satisfacerse a través de un otro exterior debido a esa indefensión originaria. Eso hace de nosotros seres radicalmente dependientes. Radicalmente significa que la dependencia del otro es constitutiva de nuestra vida. Esto conlleva algunas consecuencias esenciales, a saber:

¿Qué o quién produce la satisfacción en el nuevo sujeto? ¿El alimento o quien lo facilita? Como mínimo, tan importante es lo primero como lo segundo, pues no puede darse la acción específica, satisfacción del hambre, si no hay un otro que otorga el alimento. No hay satisfacción sin el otro materno que, según Freud, se convierte “en la fuente primordial de todas las motivaciones morales”, entre otras razones porque el nuevo ser está a merced de la posición de poder de ese otro. Tenemos, entonces, que quien facilita la asistencia es fuente de satisfacción. Así se incorpora la alteridad en el organismo humano.

En consecuencia, la acción específica solo es posible mediante un ser separado, un semejante que a la vez es un extraño y que, no obstante, nos proporciona la satisfacción como decimos. Una presencia constante, un cuerpo con el que, por ser diferente y estar separado de nosotros, no se coincide. Estamos, pues, ante un desacoplamiento del que emerge la desavenencia, incluso el rechazo por no poder escapar de la dependencia. El conflicto es insalvable, con su correspondiente agresividad de por medio, porque estamos obligados a entendernos con el otro sin que medie lenguaje ni código alguno.

Asimismo, esa separación, falta de coincidencia, crea una sensación de pérdida dando paso al deseo de la satisfacción originaria proporcionada por el extraño que nos asiste, que lleva a una percepción alucinatoria que es memoria de la pérdida. Si esto no fuera así, la acción específica en los humanos estaría en relación directa inequívoca entre necesidad y satisfacción, como ocurre en el resto de la naturaleza donde, cualquier ser vivo que sale al mundo, instintivamente pone su organismo en movimiento para nutrirse. No hay una demanda inmóvil como en el ser humano, que nace indefenso en términos motores y de funcionalidad cognoscitiva. Reconocido está como tal por la zoología y la biología desde hace más de un siglo.

Este proceso va a producir en el niño/a, un vínculo afectivo ambivalente (deseo/frustración) respecto al otro que nos satisface a la vez que nos trastorna, en un contexto de dependencia que no puede eludir. Dicho de una manera mucho más precisa, extensa y rigurosa en términos neuronales, este proceso está nombrado y desarrollado como Asistencia Ajena en “Proyecto de una psicología para neurólogos”. Un texto fundamental que Freud, como neurólogo, escribió en 1895 y lo expuso ante sus colegas científicos para dar cuenta de que, al margen de las consideraciones biologicistas excesivamente ceñidas a la problemática del sistema nervioso, hay otras de componente psicológico muy a tener en cuenta para entender el porqué de las alteraciones anímicas y fisiológicas de los lactantes y post lactantes en tanto que están en el marco de la insalvable dependencia, de tal manera que ese otro, esa Asistencia Ajena, con su cuerpo y subjetividad, se incorpora a nuestro vivir como una huella imborrable.

Todo esto va a propiciar diferentes “respuestas” en el niño/a que irán forjando su carácter, sus particulares modos de hacer la demanda afectiva: rechazo, deseo, miedo al abandono, etc. que, por otro lado, ahondarán el espacio de la necesaria separación entre el cuerpo materno y el nuevo sujeto llegado al mundo, con el que ya no hay posibilidad de coincidencia, de unidad. Por esas fisuras, entonces, va tomando forma también la insatisfacción. El bebé, por tanto, a la par que la satisfacción, experimenta una carga de insatisfacción que deriva en frustración y rechazo puntual hacia el otro del que depende ya que, según su sentir, falla en el tiempo y en la forma de atender la demanda exigida.

La huella de ese otro que nos asistió, queda así incluida en nuestro mundo, en nuestra vida interior, como una ausencia, como una falta, consecuencia de la separación de la función materna. Pero en ese tiempo de asistencia se han ido cimentando los modos del amor y de la frustración/angustia en cada sujeto. Angustia que deriva en agresividad con excesiva frecuencia y en posterior violencia contra el otro o contra uno mismo. Aquí es donde podemos ver cómo se configura la capacidad de daño que tenemos los humanos. Capacidad de daño que se pone en juego en las relaciones públicas y privadas. Entonces, el mal entre los hombres va a tener una relación directa con la condición de dependencia absoluta que nos sobreviene nada más nacer.

Pero además, al desplegar nuestros particulares modos afectivos atravesados, afectados, por la incorporación de los modos de ese otro que nos asistió y que es un ser distinto y separado de nosotros, se nos origina una alteración que no es otra cosa que una alteridad como ya avanzamos, un otro interno, que nos hace vivir en frecuentes desencuentros íntimos. No tenemos, pues, identidad propia, es decir, estamos escindidos, no somos una unidad, no coincidimos con nosotros mismos, dudamos de lo que somos y de lo que queremos. Eso conlleva un sentimiento de disconformidad existencial que se traduce en desacuerdos y desavenencias en nuestras relaciones y también, por supuesto, en agresividad. O sea, la existencia del humano está marcada por el conflicto intrínseco de la dependencia de un otro diferente a nosotros, cuyas huellas provocan un efecto de constante alteración. Sin darnos cuenta, intentamos colocar fuera ese conflicto interno que da forma a nuestra subjetividad. Lo desplazamos al vínculo con el otro u otros del exterior, en un vano intento de mitigar nuestro desasosiego. La temprana y supuesta “formación del yo”, con sus procesos de separación y represión, tampoco va a ayudar mucho en ese sentido, entre otras razones porque, como bien matizó Freud, el yo no es una instancia o lugar al que llegar porque no se puede hablar propiamente de maduración en el ser humano. El yo es una tendencia en la medida en que solo señalaría el momento en el que el niño/a percibe su cuerpo separado físicamente del cuerpo del otro materno, pero no la posibilidad de un sujeto sin la alteración de las huellas de ese otro que nos asistió. El humano no sabe vivir sin dependencias lo que, con demasiada frecuencia, da como resultado el daño y la violencia hacia los demás. He aquí una línea argumental que situaría el problema del mal estrictamente en el ámbito de la humanidad.

Si aceptamos que, según lo referido hasta ahora, no es posible establecer un vínculo con los otros que no conlleve daño en mayor o menor medida como efecto de la ambivalencia en la dependencia (momentos, situaciones, de amor y también de frustración/agresividad), entonces no hay más remedio que asumir la hostilidad que puntualmente volcamos fuera. Muchas parejas viven en un infierno y, cosa más terrible, otras terminan en tragedia (violencia machista), generalmente porque la variable de dominación y sometimiento del otro, entra en juego con resultado de muerte para la persona que quiere escapar de la exclusiva  posición de objeto único. No voy a entrar aquí en ningún tipo de patología psíquica que intente explicar estas barbaridades, porque sería, como ya he dicho en otro momento, irse por las ramas y demonizar los trastornos mentales para desviar la atención de lo que con mayor potencia, explica este tipo de tragedias y que no es otra cosa que la posición de poder en esas relaciones de dependencia. Cabe preguntarse, ¿por qué en ese binomio de la ambivalencia –amor/agresividad- es tan frecuente, tan emergente, la actitud agresiva? La respuesta viene del lado de la dificultad que tenemos para el despliegue del amor como proceso incierto en la persistente necesidad del otro. El amor implica la contención, la compañía no invasiva, la no idealización del otro, el respeto a una subjetividad diferente. Es una demanda que acepta la diferencia, la posibilidad de no ser atendida y, por ende, acepta la inseguridad por la precariedad afectiva en la que vivimos. Frente a esto, tenemos la facilidad con la que nos sale lo emocional sin control. No tenemos más que dejarnos llevar por esa alteración interior. Nos deslizamos por el camino de la confusión porque equiparamos el amor con la posesión del otro. Con o sin conciencia de ello, tendemos a establecer posiciones de poder, de dominación en diversos espacios de la vida privada o pública. El otro pasa a ser algo parecido a una propiedad, un objeto, por lo que nos resulta difícil entender que quiera tener vida y deseos propios. Nos inclinamos, entonces, a leerlo como abandono, desinterés por nosotros y ahí estamos retornando la frustración infantil y a la agresividad. La duda, la paranoia, el odio, etc., nos enganchan en exceso porque nos resulta mucho más terrible el sentimiento de soledad si el otro nos dice que no, sobre todo en lo que concierne al terreno de los afectos. El miedo a la soledad como forma de vida es una constante. Requerimos de un otro, pero no para que sea un sujeto que elija cómo vivir, sino un otro al que queremos marcarle las pautas para que no nos decepcione, no rompa los ideales construidos en la escena infantil de la que nos da pánico salir. Eso no se parece mucho al amor, por más que no nos queramos enterar. El amor acepta la libertad del otro y la soledad propia. Con esto no quiero decir que no haya, que no se dé el amor entre los humanos, aunque sea de forma cortocircuitada, momentánea y/o virtual y, por eso mismo, en reiterada búsqueda, pero sí diré que, lamentablemente, lo que hace estructura en el vínculo de las relaciones humanas es el miedo, el recelo, la desconfianza, todo lo fantasmático, porque salta por encima de cualquier forma de saber, de pensar, de decidir sobre nuestros deseos. Porque esquiva la compasión  y la comprensión del otro, no en un sentido religioso, beato, puesto que no estamos en el ámbito de la interesada caridad eclesial, sino porque estamos en el territorio de la solidaridad y entendimiento real con nuestro semejante. Así que, por efecto de lo descerebrado que es el hecho de que predomine la tendencia a la agresividad y la violencia como destino de la frustración que el otro nos produce, unido al pánico a la soledad (el odio ata, el amor no), entonces, bien entrados ya en el siglo XXI, no es en absoluto absurda la idea de que estemos en los albores de una, más que posible, probable extinción como especie. Esto no es apocalíptico, ni profético, ni ningún otro tipo de arenga sectaria. Es de una lógica que solo niega la ceguera de la ignorancia que se ha hecho la dueña del mundo, usando entre otras, la bandera del positivismo más patético. Desde hace ya bastante tiempo, más de una corriente paleontológica alejada por supuesto del simplón darwinismo reinante, considera que el ser humano es una especie errática que terminará en una vía muerta y la naturaleza, aunque maltrecha por causa de esta especie, seguirá su curso libre del profundo e irremisible desvarío del homo sapiens.

En línea con lo que argumenté al principio, no quiero terminar este artículo sin subrayar la íntima, la inseparable relación entre el mal y la posición de poder en el espacio de lo público, de lo político. Es un espacio donde el mal no para nunca.

En los tiempos modernos porque, entre otras razones, el desarrollo tecnológico que, sobre el papel, tiene las mismas posibilidades de ponerse al servicio del bien y del mal, los poderes económicos se han ocupado  de que, en términos efectivos, siempre haya un despliegue tecnológico con una capacidad de facto para hacer el mal, para matar, infinitamente mayor a la opción de colaborar con el bien siempre tan solitario, carente de brillo y con escasa resonancia social porque, queramos admitirlo o no, además, el mal nos fascina mucho más en tanto en cuanto es mucho más mórbido. Por eso todos los medios de comunicación sin excepción lo utilizan para hacer dinero. En términos de la realidad que producimos, se deduce que el ser humano no necesita amigos para vivir. Lo que necesita es enemigos por mor de una identidad que, al no ser posible de nacimiento porque no tenemos un instinto-guía como los otros animales, construimos una identidad cuya esencia es ir contra el grupo con bandera distinta a la nuestra; religión, color de piel, pobreza, etc. Matamos por cuestiones de una identidad ficticia y lo hacemos a través de un constructo que es un puro artificio -el Estado-, la auténtica arma letal que nos sirve para justificar legalmente el comportamiento de manada depredadora y criminal que más explica la posición y actitud del grupo, sobre todo del grupo dominante, del grupo o grupos de poder.

Y, al margen del potentísimo y costosísimo enfoque que el poder y el dinero le dan a la tecnología para producir muerte y miseria en los tiempos modernos, tenemos el secular concepto: “el fin justifica los medios”. Matemos que, si es por el bien común (siniestro comodín), por erradicar o prevenir el mal para la colectividad, estará más que justificado y Dios (ese dios diseñado desde la retórica sofista de las altas togas eclesiales y judiciales), nos perdonará y nos otorgará la vida eterna. No queremos enterarnos –no interesa a los poderes, siempre acéfalos para lo que no sea la dominación y el dinero-, que haciendo el mal no se arregla el mal. No funciona como las vacunas. Si al cuerpo social le inoculas la violencia, ésta no solo no se erradica sino que se quintuplica.

En sus diálogos sobre La República, Platón decía que habría que poner al frente de la Comunidad a las personas que no quisieran estar al mando de la Cosa Pública (el gobernante filósofo). Aunque sea una contradicción, tiene toda la lógica del mundo porque Platón veía que quien se ofrece para gobernar, para mandar, está tentado por su vertiente o propensión a manipular a los demás y, en consecuencia, a hacer el mal sin ningún tipo de cuestionamiento. La violencia más terrible siempre viene de la manipulación de los otros, de usarlos como objetos sin ninguna ética. Esa es la perversión del poder. La cúspide de las instituciones sociales, incluida la eclesial, está salpicada de sujetos que se mueven en el mal como única compañía o referente de actuación. Allí se refugian y todas sus energías se les van en mantenerse ahí como sea. Digo se refugian, porque se ponen al amparo de las leyes que ellos mismos articulan para los demás. Al amparo, significa directamente incumplir la ley o, en el mejor de los casos, moverse entre sus intersticios -que ellos conocen muy bien porque la han diseñado-, para burlarla sin descanso. Solo cabe el mal y su reproducción. No paran de guerrear entre ellos y, mientras pelean sin límite por la posición hegemónica, no pierden de vista el sometimiento de la población porque el fantasma que les quita el sueño es el de la movilización social, que vendría de la mano del sujeto de la ética, del sujeto, no del conocimiento, sino del sujeto que piensa. El único capaz de desobediencia.

Qué hacer, pues, con el problema del mal en el mundo de los humanos, en el único mundo que cabe hablar de ello. Es un interrogante que no tiene una respuesta fácil y muchísimo menos una solución a la vista. Según Plutarco, (citado en el texto de F. Pereña referido en este artículo), es necesaria la existencia de un enemigo exterior, para evitar que la discordia interna destruya el propio espacio de pertenencia. ¿Cómo evitar semejante desplazamiento para que el humano aborde su propio conflicto interior? He aquí una pregunta que directamente tiene que ver con la capacidad de cada sujeto para cuestionarse, pensarse, y atreverse a dudar de su propia existencia. Solo eso y nada menos que eso.

Teo Fiunte

Agosto 2023

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