El asesinato de la psiquiatría comunitaria (I)

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Se formule así o no, lo que la psiquiatría comunitaria sabe es que respecto al sujeto psicótico o similar o se le ayuda a partir de un espacio de encuentro o se le recluye en el manicomio (o en espacios que lo reproducen con distintos nombres en servicios sociales o sanitarios).

 

 

Este texto fue escrito en el verano del 2008 a raíz de la destitución del equipo de Salud Mental del Área 9 de Madrid. Se han suprimido algunas detalladas referencias al funcionamiento del Área. El texto sigue teniendo una desagradable actualidad: las cosas han ido a peor.

 L’exceptionnel ne grise ni n’apitoie son meurtrier. Celui-là, hélas! a les jeux quíl faut pour tuer (Lo excepcional no embriaga ni causa lástima al asesino. Este, tiene, ay, los ojos que hacen falta para matar)

                                               René Char.

¿Qué es la psiquiatría comunitaria?

La psiquiatría comunitaria tal como fue concebida por G. Caplan (Caplan G. 1966) en los años sesenta, tomaba la “comunidad social” como causa de la enfermedad mental y como espacio de su curación. De ahí que figurara en el título como “psiquiatría preventiva”. La prevención parte del axioma de la causa eficiente y del efecto universal y necesario, pues en caso contrario poco habría que prever o prevenir a no ser que se anulara el campo entero de la posibilidad. La prevención supone un modo de intervención que anticipa el acontecimiento y, por consiguiente, lo externaliza hasta el punto de considerarlo enteramente ajeno al sujeto de dicho acontecer. Caería en similar “externalización” el tomar la contingencia como mero azar igualmente externo al sujeto, aunque en este caso fuera imprevisible. Pero si la contingencia atañe al sujeto en sí mismo, es decir, en su propio acontecer subjetivo, eso quiere decir que el sujeto será de por sí imprevisible y también susceptible de modificación interna, aunque no sólo los acontecimientos sean externos sino el mismo comportamiento, puesto que el sujeto no coincide por entero con la objetividad de su comportamiento. De ahí que la apuesta terapéutica suponga como tal apuesta, pascaliana si se quiere, la posibilidad imprevisible del sujeto. Subjetividad y prevención se contraponen. El error de G. Caplan es haber querido atribuir a la condición “social” del sujeto humano el carácter de causa eficiente, desconociendo que el origen traumático del sujeto reside en su dependencia del otro, dependencia que carece de código o de guía y razón natural, y es por tanto un extravío que la sociedad, la organización colectiva, pretende a la vez compensar y borrar. Subjetividad y prevención se contraponen porque el sujeto está inadaptado y el loco es la expresión más extrema de esa inadaptación por su fracaso como miembro de la organización social, del reconocimiento hegeliano. Atacar su inadaptación es atacar su subjetividad. De ahí que lo más interesante de la psiquiatría comunitaria no sea su perspectiva preventiva ni su ingenua idealización de la “comunidad”, sino el haber podido inspirar un modo de concebir la locura ajeno a los mitos del genetismo. De la psiquiatría comunitaria se ha dicho repetidas veces que es exclusivamente un modelo asistencial, que no interviene, por tanto, en el debate etiológico de las distintas escuelas, ya se trate de la psiquiatría biológica o de esa mezcla titulada psiquiatría biopsicosocial, o ya se trate de la psiquiatría de orientación o profesión psicoanalítica, y eso a pesar de sus prejuicios “sociológicos”. Como dice Manuel Desviat, la psiquiatría comunitaria ha construido su propuesta como “oferta de servicios en función de las necesidades de la sociedad y los límites de una práctica que debe recuperar una psicopatología que dé cuenta del porqué y del devenir de las enfermedades mentales, que sirva para definir su campo de competencia, su finalidad terapéutica, preventiva, rehabilitadora” (M. Desviat en Norte de Salud Mental, nº. 31, p. 50).

Ahora bien, resulta contradictorio querer definir la psiquiatría comunitaria exclusivamente como modelo asistencial y a la vez como propuesta sobre la definición misma de la enfermedad mental y los modos de tratamiento. Sin embargo, no parece posible un modelo asistencial sin una concepción determinada de la enfermedad mental, aunque esa relación entre “modelo asistencial” y concepción de la enfermedad mental no suponga obligadamente un alineamiento etiológico que obsesionado por la ley causal se desentiende del sujeto del trastorno o “enfermedad”. Conviene precisarlo, ya que una de las críticas dirigidas a la psiquiatría comunitaria por parte del doctrinarismo “psi”, ya sea de profesión biologicista o de profesión psicoanalítica, ha sido una supuesta  desidia teórica o de investigación. Es una  crítica  hipócrita porque la psiquiatría comunitaria, a pesar de lo dicho anteriormente, no discrimina según el criterio de escuela. Y en cuanto a la investigación, la psiquiatría biológica se ha limitado a aplicar los programas de los laboratorios sin ningún tipo de investigación autónoma, y el psicoanálisis es pura repetición de la misma jerga durante años y años. Pero, en efecto, el “modelo asistencial” que inspira la psiquiatría comunitaria, aunque no profese, con buen sentido, ninguna etiología, implica una concepción de la “enfermedad mental” o del trastorno psíquico que interpela a la dimensión subjetiva, psíquica y social, del paciente.

                               Concepción de la enfermedad mental e ideología política.

Al tratarse de asistencia clínica en el ámbito social y público, resulta que se da una relación de implicación entre una determinada concepción de la “enfermedad mental” (habitualmente acompañada de militancia etiológica) y una ideología política. La llamada psiquiatría biológica, por ejemplo, como escuela, es decir, no las investigaciones que lleva a cabo la neurobiología, sino la profesión ideológica y, por tanto, conclusiva y concluyente sobre lo que debe ser la enfermedad mental y el modo de tratarla, suele ir acompañada en nuestra época de una profesión de fe política que aboga por el liberalismo económico, el individualismo político y la versión del mercado como “mano invisible” de una ley natural que gobierna y regula los comportamientos y las relaciones humanas. La psiquiatría biológica como escuela tiene una concepción médica de la “enfermedad mental” que excluye el tratamiento multiprofesional y se confía exclusivamente al tratamiento farmacológico, y desde el punto de vista asistencial su propuesta es “hospitalocéntrica” y, en definitiva (ya que la psicosis severa resulta resistente, como se suele decir, eufemismo de incurable) manicomial. La psiquiatría comunitaria, sin militar en ninguna escuela etiológica, concibe la “enfermedad mental” como trastorno psíquico, perteneciente al campo de lo psíquico y no de lo exclusivamente genético. Lo psíquico toma en consideración lo subjetivo, la condición subjetiva del viviente humano que consiste en su dependencia y en su separación del otro. Ya considere que el sujeto tiene un origen traumático por su vulnerabilidad o extravío de la vida instintiva, o que el sujeto es un producto de experiencias que deben organizarse en la vida social, ya sea que tome el vínculo social como espacio de curación o, por el contrario, producto del conflicto psíquico, en cualquiera de los casos sabe que el sujeto se está haciendo presente en la enfermedad  mental o trastorno psíquico, y que como ya dijera el fisiólogo del siglo XVIII Xavier Bichat en sus Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte, la vida propiamente humana es la vida au de-hors y no la meramente vegetativa o vie en dedans. El trastorno psíquico afecta a esa vie au de-hors y en ocasiones la impide por entero. El sujeto busca al otro porque no consigue tener el espacio “social” de encuentro que supla su condición traumática.

Se formule así o no, lo que la psiquiatría comunitaria sabe es que respecto al sujeto psicótico o similar (por similar indefensión como los casos que podemos nombrar como obsesiones graves, histerias disociativas o trastornos del límite) o se le ayuda a partir de un espacio de encuentro o se le recluye en el manicomio (o en espacios que lo reproducen con distintos nombres en servicios sociales o sanitarios). La farmacología aplicada como impedimento a la manifestación misma de la desconcertada subjetividad, puede buscar el reducirle lo más posible a la vida vegetal, que diría Bichat, eliminar su vie au de-hors por disparatada. Si la psiquiatría biológica toma el delirio como principal expresión de la enfermedad, la psiquiatría comunitaria debería tomar el delirio como un intento de “curación”, de vie au de-hors, y uno de los errores de la psiquiatría comunitaria ha sido precisamente haber coincidido demasiado con la psiquiatría biológica en la consideración del delirio y de otras manifestaciones de la “enfermedad mental”, favoreciendo así la idea común y “comunitaria” del delirio y de la inadaptación del loco como simple expresión de la “enfermedad” y no como revelación de la sinrazón del empeño social. Pero del psicótico aprendimos justamente que todo sentido es persecutorio, que no hay vínculo social que no se fragüe sobre un delirio compartido de persecución y que toda filiación es insuficiente para dar una identidad, la cual requiere, como el sentido, la presencia del adversario para adquirir, mediante ese ardid, la imagen de una realidad cierta. Sólo que el psicótico pretende dotarse de sentido e identidad por medio de un delirio de persecución y de filiación que, por no ser compartido, muestra a la luz su sinrazón y su sinsentido. Y eso en el caso de que tenga aún la capacidad de delirar. Pero tal capacidad de delirar suele ser considerada por la psiquiatría como síntoma no de actividad subjetiva de creación de sentido, sino de mayor gravedad de la enfermedad. La psiquiatría toma a su cargo, en ese caso, el mandato social de la crueldad: que el sujeto quede del todo anulado al servicio del buen orden o jerarquía social. Por eso es inevitablemente una psiquiatría autoritaria, ególatra, basada en la mera autoridad médica y en la desconsideración del sujeto de la “enfermedad”.

Origen de la psiquiatría comunitaria.

No es simple coincidencia el que la psiquiatría comunitaria naciera en una coyuntura histórica muy precisa: después de la II Guerra Mundial y en el oleaje antifascista y antiautoritario que reniega de la presencia de la ideología genetista  en la violencia y crueldad racista y xenófoba que había dominado la primera mitad del siglo pasado. Es un momento en el que lo que se suele llamar humanismo o pretensión quizás ingenua de considerar al otro no como enemigo sino como semejante, predomina ante la experiencia del terror provocado por la selección nacionalista que busca en última instancia su raigambre en la genética o en la configuración cerebral. Una vez sufrida la experiencia de la crueldad paranoica del nacionalismo, el miedo entonces no ignora la debilidad y quiere buscar al otro no para cargarse sino para descargarse de razón y ahuyentar así la destrucción. El loco podría así ser una advertencia de la paranoia criminal que guía el ejercicio del poder. Ese es el momento histórico que está tras el origen de la psiquiatría comunitaria. El loco, mon frére, como lo llamó Baudelaire, se hace cercano y la profesión “psi” muestra la faz del  amor y de la compasión, que apenas había podido comenzar a aflorar en sus orígenes.

Como ya advirtió Kandel, puede que esa actitud no favoreciera la investigación neurobiológica, incluso supuso una sobrevaloración de la capacidad de “integración” del loco, dando un valor de “normalización” a la comunidad que de ninguna forma tenía ni tiene. Ahora sabemos que la familia suele ser una escuela de chantaje sentimental, endeudamiento y crueldad, y que el vínculo social se sostiene en la paranoia de la identidad. Eso no puede hacernos olvidar que el loco (por utilizar un término genérico para referirnos a quien más que rechazar padece de manera radical su aislamiento del lazo social) es ante todo un sujeto en su genuino y originario fracaso y en su radical inadaptación. El que una sociedad determinada pueda aceptar esa inadaptación, de modo que el loco pudiera ser tomado como parte inintegrable de ese grupo social, poder soportar así el sentimiento de ridículo respecto al carácter de inconsistencia del sentido y de la identidad que el lazo social procura, sentimiento del ridículo que esa aceptación conlleva, es al menos un momento de humildad que sólo rara vez se produce, pues el orden social suele ser engreído y desprecia al loco como testigo insoportable de la falacia de sus proclamas y como resto inútil de lo que el mercado no puede ordenar, lastre improductivo y, por ello, predestinado a su exclusión. La psiquiatría comunitaria no debería haber confundido su consideración de la subjetividad del loco con el empuje  a integrarlo.

La estrecha relación que se da entre el modo de organización social, el tipo de poder político dominante, la concepción de la “enfermedad mental” y el modo de tratarla, revela que el “objeto” de estudio y tratamiento es un sujeto afectado de raíz por el fracaso  del vínculo con el otro. Se elija la razón etiológica que se quiera, el resultado es un sujeto en su radical fracaso como ser que toma posición para poder afirmarse como ser. El loco mostraría en su desnudez la definición nietzscheana del hombre como “animal todavía no afirmado” que anhela alocadamente una afirmación que se convierta, para que no se desmorone a toda velocidad, en certeza. Retahíla de certezas que enhebra así su “no afirmación”. El metabolismo de la dopamina o la forclusión del Nombre-del-Padre son ridículas proclamas que pretenden ocupar el lugar de la causa eficiente para así eliminar toda  pregunta.

De la psiquiatría como disciplina a la anti-psiquiatría.

La relación entre organización política y concepción de la “enfermedad mental” tiene en España su particular incidencia. El cuestionamiento del manicomio y quizás un exceso de confianza por colocar al sistema social imperante como causa etiológica del trastorno psíquico, dieron lugar en Europa al movimiento antipsiquiátrico. La propia disciplina de la Psiquiatría se consideraba como un instrumento de dominio coercitivo sobre las conciencias de sus súbditos. La Psiquiatría como disciplina estaba vista, al modo foucaultiano, como un orden represivo al servicio del poder surgido de la modernidad capitalista. La Psiquiatría toma como objetivo un saber disciplinario sobre la sinrazón, para así dar la razón al orden social.

Tal idea no se puede considerar del todo disparatada, a pesar de que en sus orígenes la Psiquiatría surge como efecto de lo que la Ilustración suponía de proyecto social que tomaba al sujeto humano, su libertad y su autodeterminación como objetivo fundamental del pensamiento y del quehacer modernos. No hay que olvidar que la Psiquiatria se inicia con la liberación de los enfermos encerrados y encadenados en Bicêtre. Posteriormente, sin embargo, a medida que la Psiquiatría era conquistada por el discurso médico, pasó a convertirse en una disciplina que para proteger su razón médica debía buscar en el organismo cerebral, por vía infecciosa o no, la causa del trastorno. Pero tampoco se ha de olvidar que desde Pinel a Falret y desde Kalhbaum a Kraepelin, la desazón del oficio de psiquiatra siempre se hacía presente por la contradicción o conflicto moral entre la razón médica y el tratamiento, digamos humanista, para referirnos a la dimensión subjetiva que se hace siempre presente al abordar el aspecto terapéutico que exige tomar en cuenta la posibilidad del cambio. Hay textos conocidos de Falret y Kraepelin al respecto. Quien tenga interés en el asunto puede leer, por ejemplo, las Lecciones de Falret publicadas en la colección Clásicos de la psiquiatría, de la editorial DOR. Cuando la razón médica se instaló como único modo de pensar el trastorno psíquico y esa desazón iba desapareciendo con el desarrollo de los psicotropos, o al menos se disimulaba (puesto que es difícil que un psiquiatra pueda en su práctica dejar de experimentarla), el sistema de exclusión se extendió como una plaga y sólo quedaba un lugar para el loco resistente: el manicomio, espacio de exclusión y de ignorancia, tanto ignorancia como denegación, que el loco desapareciera del campo de la percepción social, como ignorancia de lo que sea el sujeto del trastorno psíquico. La Psiquiatría pasa a instituir un orden denegador y segregador. Por ese motivo, no puede sorprender que el movimiento que quiere romper ese orden se llame a sí mismo “antipsiquiátrico”. La Psiquiatría de manos de Laing y Cooper, de Basaglia y los franceses, pasa a llamarse Antipsiquiatría.

En España es un movimiento a la vez contra la institución manicomial y contra la dictadura franquista. González Duro, Sánchez Lázaro, Juan Casco y otros han investigado sobre este tema y todos en su diversidad coinciden, sin embargo, en el hecho más o menos subrayado en sus textos de la vinculación del manicomio y la psiquiatría oficial con el franquismo, y lo que el movimiento antipsiquiátrico suponía de lucha antifranquista. Un psiquiatra de la época franquista tenía entera libertad para declarar a cualquiera incapacitado, pura y simplemente porque la familia de postín de turno así lo consideraba y necesitaba. Pero carecía de toda libertad para dar de alta no ya a un psicótico propiamente dicho sino incluso a alguien que había varado en el manicomio conducido por la ley franquista de vagos y maleantes.

La Antipsiquiatría, como rechazo del orden disciplinario del saber médico acerca de la locura, suponía una consideración no médica de la “enfermedad mental” y a la larga un modelo de asistencia y de tratamiento. Por el momento era una forma de tomar posición respecto a la existencia misma de la Psiquiatría. Se podía haber dicho: ¡acabemos con la psiquiatría¡ Se dijo incluso. Pero quienes lo decían eran los propios psiquiatras, incluso sólo tenía un cierto valor de denuncia si eran los psiquiatras quienes lo proclamaban. Ironía que es una prueba más del poder médico que, después del poder eclesiástico, había adquirido en nuestra sociedad el carácter de quien salva el cuerpo y el alma. La salud era la forma secularizada de la salvación. De ahí que el médico tenga siempre el aura de esa mezcla de científico y de chamán, tan propia de una época que toma la racionalidad como propaganda publicitaria: el placebo científico suple el ungüento sacramental. El silete, theologi in mundo alieno, que proclama la organización del poder político, requiere la palabra del médico en su lugar. A partir de la medicalización de la locura, el lenguaje médico tiene una rápida extensión como recurso metafórico para hablar de la sociedad. Se habla, por ejemplo, de la enfermedad de la época o del diagnóstico de la situación o del síntoma, por no hablar del abuso del síndrome: de abstencionismo, de consumo, posvacacional y por qué no del sábado o del domingo. Se ha abandonado el lenguaje del derecho o de la historia para referirse a la sociedad y se ha sustituido por un lenguaje médico abusivo que es como un manto de ignorancia que elude el análisis de la sociedad, del conflicto social, de lo que Marx había nombrado como “lucha de clases”.

En el campo de la psiquiatría, el poder médico se había mostrado sobre todo en España únicamente como poder coercitivo. La toma de posición de parte de los psiquiatras contra ese tipo de psiquiatría va a desembocar en la propuesta de un cambio radical del modelo asistencial.

                                                               Papel de la AEN

Ese movimiento tiene la limitación en los años 70 de la lucha política antifranquista. Nadie podía pensar entonces en aplicar en nuestro país, por ejemplo, la experiencia de Laing. Cuando Franco Basaglia, el representante de la lucha antiinstitucional en Italia, viene a Madrid en 1972 es prácticamente una visita clandestina. ¿Cómo luchar contra la psiquiatría oficial? La muerte de Franco va a facilitar las cosas. En 1977 se refunda la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) y la Revista de la AEN, en la que convergen todos aquellos que habían estado implicados en el movimiento antipsiquiátrico, o que estaban interesados en el fenómeno de la locura: sociólogos, filósofos, antropólogos y, por supuesto, psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas y otros trabajadores del campo de la Salud Mental.

La Revista de la AEN tenía la intención, diacrónica e intotalizable, de ayudar a crear nuevas formas de inteligibilidad de los fenómenos clínicos y a construir, en todo caso, un marco que favoreciera un cambio en el modelo de asistencia. El movimiento antipsiquiátrico estaba presente en todo el país y el cambio en el modelo asistencial, lo que entendemos por Reforma Psiquiátrica, comienza a instalarse en Andalucía, Asturias, Galicia y otros lugares.

En diversas Comunidades Autonómicas se implanta el modelo de lo que se llama Salud Mental Comunitaria. La psiquiatría comunitaria no es posible fuera de la Sanidad Pública. Ya sea que el objetivo consista en reparar eso que Gehlen, siguiendo a Hegel, llamaba “segunda naturaleza”, es decir, el orden social que suple o compensa la perdida de vida instintiva, o en que el “enfermo mental” pueda tomar posición de sujeto, y por tanto no de reclusión, en un espacio social determinado, lo que ambas cosas implican es que sólo lo público es garantía, o hace posible esa presencia del loco en la sociedad, puede que como inadaptado pero no como recluso. La clínica privada tiene en común con el manicomio el apartamiento del psicótico del espacio público. Gehlen podría haber dicho, si lo hubiese tenido en cuenta, que el psicótico padece de quiebra de esa segunda naturaleza que normaliza, aunque sea de manera crítica, el vínculo y la vida social. Lo que sobre todo la psicosis muestra es la precariedad del vínculo social, la terrible necesidad de aseguramiento que tiene, y que tanto favorece su crueldad interna.

                                                               La locura y el papel del “psi”.

Pues bien, una de las manifestaciones más precisas, aunque quizás no sea tan aparatosa, de esa crueldad es la que se ejerce contra el psicótico como marginado o inadaptado social y que consiste en denegarlo, que no se vea, como si no existiera. Si el delincuente ataca el lazo social, lo hace a la cara y se crea un enfrentamiento que fortalece el lazo social, pues el delincuente justifica y consolida la necesidad del ejercicio de la fuerza. A pesar de la formal desproporción entre el orden social y el delincuente, creo que éste forma parte de lo que Sánchez Ferlosio llamaría “simultad” o coincidencia de las partes opuestas o enemigas, trabadas en un espacio común que dota de pertenencia y de identidad. No habría sociedad sin sus delincuentes. La delincuencia forma parte de la identidad social, del modo como la sociedad construye su moral normativa como justificación de lo que excluye para su propio permanecer ontológico. El loco, por el contrario, carece de “simultad”, es un des-quiciado o carente de lugar. No es ni aliado ni enemigo, sino figura inquietante que rompe las reglas de juego de los lugares en disputa. El loco, un exiliado de la temporalidad, denuncia, sin embargo, la criminal “eternidad” de la sociedad, su concepción del otro como acomodo y compinche. El loco no es compinche de nada. Es un mal consumidor y un mal votante. Por eso, las políticas llamadas de seguridad ciudadana tienen siempre un éxito electoral y un rápido consenso. Las de Salud Mental son poco mercantiles. El loco no ataca el lazo social, lo cuestiona, revela su razón paranoica y su delirio de filiación nacionalista, su desidia moral, revela el sinsentido de progresivos intentos  de organización, todos condenados al fracaso ético, es decir, la disposición que tiene toda organización social a recurrir al crimen cuando el tiempo ha roto su “simultad”. El loco lo cuestiona sin saberlo, sin proponérselo, pasivamente, por su propio desquiciamiento, pero de modo tenaz y contundente. Es como diría Max Weber un paria que, según el primer rasgo que Weber le atribuye, carece de ciudadanía, de los derechos civiles. Borrado políticamente, ni es un capital electoral, ni una moda psicopatológica (como, por ejemplo, para algunos la fibromialgia o la drogadicción o no digamos el síndrome del consumidor compulsivo, el bebedor compulsivo, el conductor compulsivo, el practicante compulsivo del sexo, etc.). No, no es una moda, no sirve como noticia periodística a no ser que hubiera un asesinato de por medio. Están condenados a la invisibilidad. Si la “mano invisible” del mercado gobierna el mundo de lo visible, su impotencia con la locura condena a ésta a la invisibilidad. La “mano invisible” del mercado se emparienta de esa manera con la crueldad del Deus absconditus. Es una molestia para todo tipo de poderes. Si el poder médico viene de un saber sobre el cuerpo de modo que el sujeto se confía a él como garante de la salud y de la salvación, en este otro campo de lo “psi” ese poder carece de vínculo con el saber científico, por lo que queda reducido a la sentencia de excomunión del loco. Lo hará al servicio de una ciencia que toma su rasgo más característico el no cuestionarse a sí misma, el no desdecirse. Para lo cual, el loco ha de callarse, ser reducido al silencio psicotrópico.

Pero el paria es también, por decirlo ahora con palabras de H. Heine, “la voz de la humanidad sufriente cuya alma lanza un grito que llega hasta nuestros corazones” (Sämtliche Schriften I). Palabrería, dirán los hombres de negocios y los que confían en el mercado (como por ejemplo los agentes de la Comunidad Autónoma de Madrid que afirman que para resolver, por ejemplo, el problema de la atención primaria hay que abrir el mercado de los profesionales o reciclar nuevos profesionales de modo rápido y que luego las exigencias del mercado y de la competencia equilibren los desajustes). El psiquiatra convertido en aliado del loco, y no en clérigo de su excomunión, no por idealización de la locura, sino por deseo de saber y por una compasión que empuja a actuar, a crear un espacio terapéutico donde el loco pueda respirar, ese psiquiatra es igualmente un loco, pues ha roto, quizá sin saberlo, la sincronía jerárquica del poder social. ¿Va a despreciar el poder especial que la sociedad y sus agentes le otorgan como experto de la locura? A manos del experto se entrega el desastre que el experto hará desaparecer como pueda. No le va a resultar fácil renunciar a ese poder médico del que el psiquiatra participa y del que recibe su autoridad. ¿Qué es o quién es sin él? Pero también debería saber que es una impostura, que únicamente se le quiere para que cree una zona invisible para estos fantasmas que recorren nuestra sociedad. Deberían saber que su poder es la máscara de su servilismo.

En su inspiración, la psiquiatría comunitaria rechaza ese servilismo a que obliga la tarea del psiquiatra carcelero. Es cierto que no pudo desembarazarse del todo del poder de corrupción de los laboratorios farmacéuticos y que, incluso, se puede decir que terminó favoreciendo el negocio al extender el consumo de psicotropos a toda la población a través de la atención primaria. A pesar de ello ha inspirado un modelo asistencial en el que el loco es inapropiable, deja de ser un objeto de pertenencia del hospital psiquiátrico. Esa inspiración vino alentada por el rechazo a la impostura psiquiátrica, al poder psiquiátrico, un rechazo que movía la voluntad de acercarse sin protocolos y con la desnudez del deseo a los excluidos, que de pronto se hicieron visibles. Allí estaban con sus caras derrotadas y sus gestos ya inútiles, cosificados en su opacidad. Fue el momento de verlos lo que moviliza el deseo de acudir. No habría que pasar por alto el hecho de que quienes comienzan en nuestro país esa tarea inspirada en la psiquiatría comunitaria no son simples funcionarios, tampoco se refugian en la Universidad, toman la iniciativa por su cuenta, una vez que la dictadura se ha quebrado aunque todos sus poderes, judiciales, policiales, militares y, por supuesto, psiquiátricos permanezcan ahora en la sombra esperando tiempos mejores que ni ellos mismos sabían que iban a llegar tan pronto y que iban a ser tan favorables.

Ahora, en ese momento, estos poderes parecen callar, mientras estos nuevos psiquiatras, con la “atención creativa” que Simone Weil pedía para amar al prójimo, y realmente hartos de que los “enfermos mentales” estuvieran incluso segregados del Servicio Nacional de Salud, comienzan a actuar con creativa atención. Francisco Chicharro, entonces un joven psiquiatra de Leganés, recordaba hace poco (revista Norte de Salud Mental, nº 31) cómo tuvieron que empezar a actuar por su cuenta ante el desinterés de las diversas Administraciones. “Por ejemplo –cuenta- cuando aún coexistían en la Comunidad de Madrid tres redes paralelas de asistencia (Insalud, Comunidad y Ayuntamientos) los profesionales que trabajaban en el Area 9 (Leganés y Fuenlabrada) decidieron hacer una integración de recursos de facto, de forma que un psiquiatra del Insalud hacía guardias en un hospital de la Comunidad, con el consiguiente mosqueo del administrador cuando le llegaba la relación de guardias y no sabía cómo pagarlas, o que psicólogas contratadas por el Ayuntamiento se incorporaran a todos los efectos al equipo infanto-juvenil… y como la cosa funcionaba, con el paso del tiempo los políticos sanitarios no pudieron hacer otra cosa que dar carta de naturaleza a esa integración de recursos” (p. 7). Al menos el poder político no era entonces un obstáculo ante la entusiasta iniciativa de quienes se habían propuesto sacar a los locos de su encierro y darles espacios diversos de estancia y tratamiento. El movimiento y el espacio propician la entrada del tiempo en sus vidas abotargadas e inmóviles. El espacio empieza siendo un espacio físico, y ese espacio había que crearlo, en un primer momento, ocupándolo.

                                               Reforma psiquiátrica y poder político

La llamada “psiquiatría comunitaria” era un nombre de ese espacio de subjetividad en el que el hecho social no era una mera institución sino un modo de vida, un modo de vida no sólo para los pacientes sino un espacio vital para todos. De ahí que todo aquello sólo se pudiera sostener en la confusa maraña del momento únicamente por quienes comprometían su deseo en ello.

El resto ni se enteraba, ni se inmutaba. El resto eran aquellos que se desentendieron de la Reforma Psiquiátrica dentro incluso de la Sanidad Pública. Se refugiaron en la Universidad y en sus secretas y costosísimas clínicas privadas donde los ricos no se mezclaban con los pobres, pero eran aniquilados con precisa crueldad como sujetos. Pero en ese resto de desentendidos también estaban los políticos, las diversas administraciones y la prensa, los mal llamados “medios de comunicación”. Eran los años que iniciaban el funcionamiento democrático del Estado, de esa manera tan particular llamada transición política, siempre tomada como ejemplo indiscutible, que nadie pusiera en duda tamaña proeza, fruto en gran medida de un pacto entre políticos de diverso tipo, franquistas y no franquistas, y periodistas. Ese pacto ha marcado el fenómeno político español de manera indeleble. Los políticos actúan para los periodistas y viceversa. Cada día los periodistas decidían qué había sucedido o iba a suceder. Eso creó rápidamente el sentimiento general de desencanto, como entonces se llamaba a la pérdida hemorrágica del entusiasmo inicial producido por la caída de la dictadura. La democracia española ya nació vieja, nunca fue joven, ya estaba decidida de antemano, los mismos policías, los mismos jueces católicos o falangistas que habían ejercido la persecución franquista, ahora trufados con algún juez no franquista, y todos legitimados por ese pacto entre políticos y periodistas por el que se instituye la democracia en España.

No sorprende entonces que la Reforma Psiquiátrica, los cambios que estaban llevándose a cabo en una práctica hasta entonces meramente coercitiva y carcelaria, no estuvieran muy presentes en la prensa. A veces algún periodista, animado entre bambalinas por la psiquiatría franquista entonces callada y por su tradición estalinista, alzaba la voz de alarma por lo que podía suponer el loco en las calles de la ciudad, no se quería ningún riesgo. Sería hermoso y muy democrático que desaparecieran los manicomios, pero a condición de que el loco siguiera siendo invisible, que no se le viera. Haga lo que le parezca, pero quíteme al loco de mi vista, a ese marginal que pone en ridículo el sistema social del que vivimos. Era una tarea típica de la época, mostrar y ocultar a la vez.

La Reforma Psiquiátrica tuvo pues poco apoyo político institucional o, si a veces lo tuvo, sin definida continuidad. La Ley General de Sanidad de 1986 terminó siendo, ante el auge de las competencias autonómicas, una mera proclama de buenas intenciones. Quizá una excelente ley, pero que sin competencias de parte del Ministerio de Sanidad, carecía de lo fundamental: poder instituir y hacer de la Reforma un asunto del Estado. Las Comunidades Autónomas no se comportaron nunca como partes del Estado sino como Asociaciones locales reivindicativas, pero a la vez con capacidad autónoma para decidir e incluso legislar. Un contrasentido. La tan reclamada integración de recursos se resolvió dando todos los recursos a la administración autonómica. La Ley General de Sanidad proclama los principios de universalidad, equidad, y respecto a la “asistencia psiquiátrica” hace homenaje a lo “comunitario”. Pero, de hecho, su desarrollo está sometido a los avatares autonómicos. Como ya señaló M. Desviat, aparecen “desigualdades entre Comunidades Autónomas y desigualdades en las propias Comunidades y aún en las grandes ciudades” (ib. p. 47). Vivir en números pares e impares de una misma calle permitirá el acceso a una asistencia muy desigual. Habrá quien se empadrone en una Comunidad Autónoma de las llamadas ricas para poder gozar de mejor atención en Salud Mental. No existe ningún pacto de Estado que equilibre o contenga las desigualdades crecientes. Ser, por ejemplo, hoy madrileño y “enfermo mental” es una maldición añadida de la que pueden librarse por el momento los habitantes de otras Comunidades Autónomas.

En esas condiciones la Reforma Psiquiátrica sólo se podía mantener durante un tiempo por la voluntad de los profesionales que eligieron mantener su compromiso con la sanidad pública. La ética de lo público es la antítesis del ritual burocrático y del mercantilismo de los recursos públicos. Se podría decir que es una vocación, una decisión sobre lo que orienta un modo de vida, de ganarse la vida, de gastarla y darle probablemente el único sentido posible: el del deseo de cada cual, que respira por la kantiana “conciencia del otro” y que en el caso de la práctica “psi” debería ser contundente, pues si el loco no es tomado como otro, como sujeto, es entonces obligado ocultarlo, quitarlo de la vista, aniquilarlo. Lo que vino a resultar paradójico fue que este proyecto de una psiquiatría comunitaria pública estuviera demasiado desprotegido de apoyo de parte de profesionales suficientes  para ahondar en la dimensión clínica y psicoterapéutica de la Reforma. La escasez de recursos económicos y la falta de compromiso de muchos profesionales favorecieron que el sostén clínico del modelo de asistencia se basara demasiado en los neurolépticos. Comenzaba una época de enriquecimiento para todos: los laboratorios y los profesionales “psi” de todo tipo: psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas y otros “psicofontes”.

 

Madrid, septiembre 2008

Francisco Pereña

Este texto continúa en El asesinato de la psiquiatría comunitaria (II)