22 de enero de 2015
Freud recibe la ideología de la homosexualidad del siglo XIX como patología… Está contaminado de un prejuicio de la época, “pero el psicoanálisis se debe a la clínica y no a los prejuicios. Los prejuicios se deben a las leyes. Y todo viene a confirmar que el psicoanálisis sin una buena teoría de la pulsión está condenado a ser una normativa social”…
El debate gira alrededor de la doctrina clásica sobre el complejo de Edipo y su articulación freudiana con el complejo de castración. A partir de varias reflexiones planteadas por F. Pereña sobre el tema, se suscitan preguntas y distintas aportaciones de otros participantes.
Introducción al debate por parte de F. Pereña
Pereña parte de una cuestión que considera fundamental para la clínica: la relación entre demanda y deseo. La demanda sólo se puede articular si se da al otro como tal demanda, no como reclamación. Dicha donación de la demanda permite que se articule como demanda inconsciente y límite interno de la pulsión. De esa manera la pulsión se puede satisfacer de su límite y no sólo de su exceso, para que así esa satisfacción no sea destructiva. ”Dar la demanda al otro” es la condición del deseo, es decir, que el vacío pulsional no se tapone sólo con la agresividad o con la queja. La demanda se convierte en falta, por eso es la condición del deseo.
Por otro lado, F. Pereña insiste en la desorientación de la clínica psicoanalítica que ha situado el conflicto psíquico en el complejo de Edipo y no en el ámbito de lo pulsional. Muchos autores postfreudianos salvaron el escollo situando el conflicto psíquico como conflicto del sujeto con el otro, aunque para ello dejaran de lado el concepto freudiano de pulsión.
El complejo de Edipo articulado al complejo de castración está regido por la diferencia anatómica de los sexos que se rige por leyes normativas, de tal forma que el otro de la pulsión desaparece a favor del otro del complejo de Edipo, no el otro de la sexualidad y la radicalidad pulsional, de la presencia del otro en el cuerpo. Lo ilustra con el problema de la concepción que ha mantenido el psicoanálisis sobre la homosexualidad y que “aún no ha abordado en serio”. Todos los que estudiaron la sexualidad en la antigüedad coincidieron en la diferencia de actividad y pasividad, masculino activo y femenino pasivo, independientemente de la diferencia anatómica de los sexos. La homosexualidad ya aparecía en la época cristiana como “pecado contra natura” conectado a la idea de la reproducción. Freud recibe la ideología de la homosexualidad del siglo XIX como patología, partiendo de las teorías psiquiátricas sobre el degeneracionismo y los estudios de Havelock Ellis. Freud está contaminado de un prejuicio de la época, “pero el psicoanálisis se debe a la clínica y no a los prejuicios. Los prejuicios se deben a las leyes. Y todo viene a confirmar que el psicoanálisis sin una buena teoría de la pulsión está condenado a ser una normativa social”.
“¡Hablemos de Edipo y no del complejo de Edipo¡ El funesto destino del Edipo de Sófocles no es sólo la tragedia de Sófocles… Al final de Edipo rey, Edipo dice aquello de “no temáis, podéis tocarme, yo estoy lleno de males, pero los males son míos”. Es decir, “son males que me han sucedido a mí y me tengo que hacer cargo de ellos”. Luego el tema de Edipo en todo caso es un tema a considerar respecto del final de un análisis y no el complejo nuclear de las neurosis.
A.Martínez y P. Ruiz intervienen a propósito de esta reflexión para plantear que no sólo es un tema de final de análisis, sino también del inicio. Hay una referencia precisa en el caso Dora de Freud cuando interviene para preguntar a la paciente sobre su participación en los hechos de los que se queja. En cualquier caso, es necesario que el sujeto se cuestione y no sólo se queje o cuestione a los otros. La tragedia de Edipo es entonces interesante a considerar como final de análisis y principio del final, dure lo que dure toda terapia, añade F. Pereña.
Mujer, madre, deseo femenino
Aparece el debate sobre el deseo femenino a partir de algunas preguntas formuladas por J.M. Redero sobre el complejo de castración como punto articulador de la diferencia sexual y de la determinación edípica de la neurosis en la clínica psicoanalítica, según la doctrina clásica freudiana.
Martínez y P. Ruiz plantean que no se puede seguir manteniendo el “falocentrismo” freudiano, trasfondo esencial del complejo de castración. Ideas como la “envidia de pene”, “la ecuación fálica”, la “privación fálica”, etc. son productos de otro prejuicio de la época del que no se libró Freud, sino que además lo tomó para construir su teoría. Afortunadamente, gracias a muchos autores postfreudianos, a las numerosas aportaciones sobre estudios de género, así como a tantos psicoanalistas interesados en los desarrollos teóricos del feminismo, hoy podemos afirmar que el abordaje de las diferencias sexuales es cultural y que la clínica psicoanalítica sólo se puede ocupar en estas cuestiones de la singularidad subjetiva. En todo caso, la clínica muestra algunos conflictos de las mujeres y de los hombres con algunas particularidades que sí pueden ser interesantes para debatir.
Se consideran entonces otros temas clínicos de máximo interés como son: la relación entre la mujer, la madre y el deseo femenino.
Pereña hace referencia a un famoso texto de Tiresias en el que habla del deseo o de la capacidad de desear, de sentir, de la idea de la sensibilidad y la entrega de la mujer, pues ni el hombre ni los dioses son capaces de esa entrega. Habla de la charistós como la capacidad de la mujer para dar sin pedir nada a cambio (la charis es gracia y charistós donación). Para los griegos esta sería una característica del deseo femenino. La donación mantiene la dimensión del sujeto en el objeto del deseo.
¿Deseo femenino que puede estar en un hombre?, pregunta A. Martínez, a lo que responde F. Pereña que sobre todo no está en todas las mujeres. A. Martínez añade que realmente un buen indicador del deseo femenino en la madre es que no intente apropiarse del hijo. A lo que F. Pereña responde con otra idea muy interesante para la clínica, a saber, las madres-niñas, es decir, aquellas que son más hijas que madres: “cuando no se ha hecho la experiencia del deseo, de la donación, tu hijo es un tapón de la angustia, del vacío pulsional. El hijo lo es del deseo sexual… Ahora bien, esa experiencia (la de la donación como cuidado y como deseo) se da también en el hombre, si se articula la demanda inconsciente. Si no el hombre se representa en el fascinum (el pene en erección) y desconoce la charis”.
A Martínez señala el problema acerca del “compromiso amoroso” por parte de los hombres, algo que actualmente se escucha como conflicto entre las parejas con mucha frecuencia. F. Pereña responde que “el hombre nunca ha entendido del amor, ni antes, ni ahora, por estar inmerso en una cultura de la pertenencia a la comunidad política en la que lo que está en juego es el cambio de pertenencia, no el amor”, y explica cómo los dos enemigos fundamentales del deseo son la apropiación y la alienación. Si el primero puede estar más del lado de las mujeres, el segundo se corresponde con la vida del hombre en la escena pública: “El hombre no se ha planteado la cuestión del amor, sólo la del poder y la pertenencia y en consecuencia la de la apropiación de la mujer”.
Idealización, dependencia infantil y “objeto único”
Ruiz plantea la relación entre idealización y dependencia infantil. “La pregunta de por qué las mujeres han idealizado e idealizan a los hombres es fácil de responder: en la medida en que buscan su identidad o la pertenencia a través de un hombre. Aunque es un fenómeno que para nada ha desaparecido, es cierto que ha disminuido con la emancipación de la mujer es muchos aspectos, el problema es que persiste en la vida sentimental de muchas mujeres. Pero con independencia de este factor, la idealización tanto de la mujer hacia el hombre como viceversa tiene una relación con la dependencia infantil. Dependencia infantil que se reproduce en la pareja, al igual que en la transferencia analítica. Por otro lado, es muy interesante la idea sobre el “objeto único” que ha introducido F. Pereña no sólo para pensar estas cuestiones, sino también para pensar el hecho de que muchos padres conviertan a sus hijos en sus objetos únicos. El objeto único respondería al empuje a construir como fuere un objeto adecuado y completo de la pulsión. Para ello ha de desaparecer la dimensión de la falta que constituye el deseo y de ese modo surge el afán de apropiación estrechamente ligado a la angustia como ansiedad.
Pereña apunta la idea de aquellas madres en las que el vacío pulsional coincide con ellas mismas, se produce un empuje compulsivo a convertir el hijo en “objeto único” para tapar el vacío y la angustia consiguiente. Las madres para las que funciona el hijo como objeto único son madres que pueden parecer menos angustiadas pero sólo a condición de que no surja el conflicto de la separación. En este sentido, las teorías del apego han contribuido mucho a entender qué tipo de apego se produce en la relación entre madre e hijo, aunque tanto para la madre como para el padre el hecho mismo de la maternidad y de la paternidad confronta con el vacío pulsional, de ahí que puedan explicarse las distintas crisis que pueden aparecer en ese momento.
Ramírez apunta cómo en la clínica se pueden encontrar casos de crisis graves y duraderas en hombres a partir de su paternidad.
Sobre la psicosis y el “objeto único”
Surgen nuevos interrogantes sobre la relación entre psicosis y “objeto único”. El psicótico tiene inevitablemente que delirar para construirse como objeto único. O eso o el vacío pulsional. No hay otra manera de taponarlo que mediante una construcción delirante, porque en caso contrario el psicótico se desorganiza. J. M. Redero se pregunta entonces por el sueño: “¿no estaría el soñante como “objeto único” en su sueño? El delirio es autorreferencial, pero el sueño siempre está construido alrededor de uno”. F. Pereña habla de la condición alucinatoria del sueño y como en la alucinación se trata más de la fragmentación del objeto que de la construcción del objeto único.
22 de Enero de 2015
Piedad Ruíz.
Psicoanalista. Madrid.