El miedo y la muerte (2)

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Spinoza compartirá con Rousseau la idea de un pacto social que consistiría en una cesión de soberanía que sólo posteriormente sería pervertida por la crueldad y el miedo. En nuestra época, en el siglo pasado, un entusiasta Kropotkin se escandalizaba por el hecho de que el progreso científico y de prosperidad de la humanidad no fuera acompañado de similar progreso moral, de “apoyo mutuo”. La maldad imperante en las relaciones sociales sólo la podía entender por haber sido pervertidas tales relaciones por la verticalidad del poder. Para Kropotkin no hay mayor esclavitud que la propiedad privada y su garante, el Estado. Piensa así que la desaparición del Estado es condición indispensable para acabar con el sistema de esclavitud de la propiedad privada, que es lo que impide la cooperación y la solidaridad entre los sujetos. Queda así claro para Kropotkin que el obstáculo para la buena relación entre sujetos es externo, es la causa externa que pervierte y envilece la “esencia”, que diría Spinoza, del “ser” del hombre. Y ese agente externo no es este o aquel Gobierno sino la existencia misma del Estado. De ese modo, la bondad del hombre se construye sobre la maldad de las instituciones colectivas Por certera que pueda ser la crítica de Kropotkin al Estado, siempre resulta, sin embargo, peligroso pretender edificar la sociedad sobre el presupuesto de la bondad del hombre. Es más prudente no olvidar que somos seres tan desvalidos como malvados y peligrosos.

Sin embargo, esa reiterada posición no puede ser tachada sin más de utópica, puesto que es requerida siempre y cuando se considere que el estado de daño en el que se instalan las relaciones de los sujetos no es del orden de la necesidad, no se corresponde con ninguna esencia. Y así es, en efecto, no es del orden de lo necesario, o esencial, el que tales desvalidos y malvados sujetos se dañen en sus relaciones de dependencia mutua. La mutua dependencia no tiene porqué ser traducida en daño mutuo en vez de en “apoyo mutuo”. Habrá entonces que explicar por qué ese daño se da de manera tan constante.

He escrito sobre la angustia, el miedo, la falta radical de identidad que es el sujeto y cómo el daño es el resultado de una afirmación de identidad que se recibe desde la construcción de un enemigo externo que concebido como amenaza garantiza así nuestra identidad colectiva como grupo. He escrito ya suficiente sobre ello. Así lo considero. Por eso, siguiendo con la servicial compañía de nuestro amigo Spinoza, vemos en él una clara ilustración de lo que digo.

Siendo Spinoza tan riguroso en su proclama del “estado de razón”, como orientación ética contra toda ley externa, ha de poner en cuarentena el miedo y la esperanza para que ese “estado de razón” no se vea perturbado por dichas pasiones tristes que únicamente conducen a la esclavitud. La libertad, como espacio ético, consiste en librarse de la esclavitud del temor y del miedo. El “estado de razón” es, como dice Spinoza, una guía, mejor que estado ya definitivamente alcanzado, que orienta nuestra actividad hacia una potencia que no busca su afirmación en el reconocimiento del otro sino en el conatus, o deseo de vivir como afirmación de la vida en cuanto potencia vital de cada uno. “Nadie se esfuerza por conservar su ser a causa de otra cosa”, enuncia la Proposición 25 de la IV Parte[1].

Sin embargo, el miedo te hace depender de un orden extrínseco, sostenido por ese miedo y esa esperanza de protección “externa”. El fantasma sadomasoquista es el eje vertebrador de la formación del yo y, a su vez, de la formación social, como organización del miedo y de la esperanza. El fantasma sadomasoquista construye un orden “externo” en torno a una figura de protección (de entrada, las figuras parentales) que es a su vez figura de temor. Sólo quien tiene poder de daño tiene poder de protección. Este es el germen de lo que Spinoza llama “estado civil”, en suma, del Estado como organización del poder y del daño conjuntamente. Encontramos así en Spinoza una cierta confirmación, o, si se quiere, una manera de abordar el miedo y la esperanza que vendría a ilustrar lo que entiendo por fantasma sadomasoquista.

Dice la Proposición 63 de la IV Parte: “Quien se deja llevar por el miedo y hace el bien para evitar el mal, no es guiado por la razón[2]. El miedo va en Spinoza estrechamente ligado a la esperanza, puesto que, como ya había establecido en la “definición de los afectos”, “no hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza…quien está pendiente de la esperanza y duda de la efectiva realización de una cosa…se entristece…mientras está pendiente de la esperanza, tiene miedo de que la cosa no suceda. Quien, por el contrario, tiene miedo…tiene la esperanza de que esa cosa no suceda”[3], y ambas, el miedo y la esperanza, van con tristeza[4].

No sé por qué razón  tiene Spìnoza tanta aversión a la tristeza, siendo, sin embargo, a mi entender, un afecto que no hace de la angustia necesariamente temor y daño, mientras que la alegría y la gloria, por el contrario, se suelen traducir en jolgorio beligerante y cruel. Creo que tiene una versión de la tristeza ligada a la melancolía, a la desvitalización.

La Ética culmina en la V Parte, o Libro quinto, con un elogio de la libertad como unidad entre pensamiento y vida, que se conjugan y fusionan en el desafío de vivir en una soledad alegre donde todo acontecer está considerado como causa sui, abandonando cualquier idea de causa final, causa sui en la que la potencia de acción está ligada al “ser” de cada uno. “La potencia de un efecto se define por la potencia de su causa, en la medida en que su esencia se explica o define por la esencia de su causa”[5]. Así reza el axioma segundo del Prefacio de la V Parte. A esa correspondencia Spinoza la llama necesaria, para así poder afirmar que la vida en cuanto decisión es la potencia de quien no toma el acontecer como mero orden externo sino como el acontecer mismo de la vida que se muestra siempre por fuera de dicho orden, que ese orden, que el sistema, que la organización colectiva, en suma, va a dejar siempre fuera. Por eso mismo no me parece que necesario sea un buen término, puesto que a mi entender la posibilidad, lo que no está programado, se aviene mejor con la contingencia de un sujeto sin causa final y sin identidad de origen. El sujeto es, así pues, su acontecer.

Que Spinoza  quiera concebir el miedo y la esperanza sólo como orden externo, como si la causa sui fuera el terreno donde el amor divino es el mismo que siente el alma en su enardecimiento vital, le conduce inevitablemente a los terrenos de la utopía. Para lo cual ha de colocar el miedo y la esperanza en el campo de la organización social del poder basado en la arbitrariedad de la ley. Ha de hacerlo así aunque sólo fuera porque “nadie está obligado a observar los pactos si no fuera por la esperanza de un bien mejor o por el miedo a un mal mayor”[6]. Esto ya los incluye, el miedo y la esperanza, en los entresijos de la servidumbre colectiva.

A continuación desarrolla la idea del pacto o contrato social, conforme al cual alguien “transfiere a otro parte de su poder…y en la misma medida parte de su derecho”. De ese modo, el soberano que fuere adquiere “el supremo derecho sobre todos y con el cual puede obligar a todos por la fuerza o contenerlos por el miedo al supremo suplicio…”[7].

La utopía spinozista cae en la contradicción de dejar para el sabio el amor intellectualis Dei, donde amor, conocimiento y vida se fusionan como figura de la felicidad suprema, mientras  que deja para el resto, para la multitud la necesidad del temor para su sometimiento, aunque fuera bajo la forma que se consagraría como despotismo ilustrado, “a fin de ser conducidos con mayor facilidad que otros a vivir al fin bajo el gobierno de la razón”[8]. ¿Podía ignorar Spinoza que pensar el orden social sobre la idea de la superioridad, aunque sea en su caso del sabio, no conduce más que a un ejercicio de la crueldad sin escrúpulos, a la imposibilidad de cuestionarse y, por tanto, a la impunidad? El miedo y la esperanza, de los que habla, es el único sostén del poder, no hay otra superioridad en ese terreno que el ejercicio de la fuerza. Otra superioridad posible, por fuera del poder, es la que resiste a las proclamas del enaltecimiento colectivo.

Vemos, pues, que el amor intellectualis Dei impide que la utopía spinozista cuestione el Estado, y le lleva a proponer un tipo de superioridad construido sobre la idea de un amor sin angustia, sin contingencia y, por tanto, sin posibilidad. Pero el amor, que nace del fracaso del sexo, es carnal y está afectado desde dentro por la angustia y el anhelo de sentir una donación que transmite la vida a quien está en el permanente temor de perderla. El sufrimiento de Tolstoi por no poder amar a toda la humanidad no lo camufla en ninguna promesa de salvación. Eso le lleva al cuestionamiento del Estado, el cual no sólo no podría sostenerse sin el miedo sino que se presenta bajo la bandera de la promesa de salvación.

Ciertamente no hay que buscar la bondad del hombre en contraposición a la maldad del Estado, pero hemos construido la maldad del Estado para protegernos de nuestra maldad, y el resultado ha sido que instauramos un sistema de destrucción sin retorno, en el horizonte de la destrucción misma de la humanidad. Para Spinoza la vergüenza forma parte de las pasiones tristes, ¿pero no debería ser la vergüenza, por el contrario, lo que nos preserve de la ignominia del poder? Sin embargo, la alegría puede resultar muy peligrosa a causa de su genuina tendencia a la insensibilidad.

El amor intellectualis Dei impidió a Spinoza llevar la utopía a los terrenos de lo divino en el sentido que encontramos, por ejemplo, en Píndaro. No es precisamente el deísmo que se está abriendo paso en esta época de Spinoza, sino la experiencia del exilio de la naturaleza que da lugar primordial en la Antigua Grecia a la hospitalidad y a la creación, como experiencia de la belleza y del amor. Lo divino está en cada detalle de la naturaleza, como rastro de una pérdida que se muestra en el silencio del susurro de los árboles o en el del temblor del cuerpo del deseo. La palabra es el rastro de la ausencia. Ese sentir la vida y esa ausencia nos hace clandestinos y desobedientes de por vida.

                                                           IV

Hobbes, prácticamente contemporáneo de Spinoza, abandona toda dimensión utópica al dar al miedo el estatuto de pasión o de afección fundamental del hombre. Por descontado que admite el origen mítico de un pacto o contrato social mediante el cual cada uno cede y transfiere su derecho a alguien que deviene por medio de esa renuncia en Soberano. Tal renuncia se hace gustosamente por miedo. Hobbes señala así con contundencia el núcleo del fantasma sadomasoquista como sostén del Estado omnipotente y omnipresente.

Sin embargo, a mi parecer, lo más interesante de Hobbes es su punto de partida, el que explicaría por qué los hombres ceden o transfieren su poder a un Soberano. Ese punto de partida es la igualdad. Quiero subrayarlo. Lo que está de entrada es la igualdad, no la desigualdad. El pequeño capítulo 13 de su Leviatán se titula: “De la condición natural de la humanidad en lo concerniente a su felicidad y a su miseria”. Este rimbombante título es, sin embargo, escueto y estricto. Comienza así: “La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades de cuerpo y de alma, que aunque pueden encontrarse en ocasiones a hombres físicamente o mentalmente más ágiles que otros, cuando lo consideramos todo junto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan apreciable como para justificar que  un individuo reclame cualquier beneficio  que otro individuo no pueda reclamar con igual derecho”[9]. Nadie es pues superior a ningún otro ni, por tanto, inferior a ningún otro. Sin embargo, dice Hobbes, esto no quita para que cada uno reclame por vanidad sentirse superior a su semejante, como también cabe que pueda sentirse por miedo inferior a sus semejantes. No se puede decir mejor. No obstante, Hobbes no atiende a esta pequeña cuestión: si es verdad que de entrada hay una igualdad que podemos califica de natural, ¿Qué estatuto podemos dar a lo que estropea dicha igualdad, es decir, a la vanidad y al miedo a los que se refiere? ¿Tendrían ese  miedo y esa vanidad también el carácter de naturales?

Hobbes no se hace la pregunta, aunque la manera en que se refiere a la inamovible permanencia tanto del miedo como de la vanidad apuntaría a que el estropicio de la igualdad es a su vez también natural ¿Por qué, si no, la igualdad que Hobbes llama natural, entre todos los hombres, conduce siempre, fundamentalmente por el miedo,  a la desconfianza, a la rivalidad y, en última instancia, a la guerra? ¿Por qué esa guerra de exterminio empuja a arrebatar lo que supuestamente se quiere al otro? Resulta de ese modo que lo que se quiere arrebatar al otro es en realidad la vida, puesto que la angustia traumática proviene del hecho de sentir la vida no sólo en la radical dependencia del otro sino que esa misma dependencia da el carácter de expropiada a la propia vida.

Hobbes no se extiende sobre ese punto. Sólo subraya, de modo insistente, que la rivalidad convierte a cada uno en enemigo del otro, lo que conduce necesariamente a la guerra, al exterminio de unos y otros, de unos contra otros. Al final del capítulo citado dirá, así sin más, como conclusión, que “entre las pasiones que llevan a los hombres a buscar la paz”, está en primer lugar “el miedo a la muerte”[10].

Si el miedo a la muerte está en el fundamento del poder del Estado, podemos decir, volviendo al asunto de la igualdad, que es de lo que trata dicho capítulo 13, que dicha igualdad lo que señala es la igualdad en la más absoluta precariedad, lo que llamo angustia traumática debida a la expropiación de la vida por esa presencia del otro en el hecho mismo de vivir de un sujeto que se define por esa expropiación y el extravío que conlleva. El concepto de pulsión, que he tomado de Freud, es el nombre tanto de la expropiación como del empuje imparable a la vida. Puesto que ambos se dan a la vez, la expropiación y el empuje imparable a la vida, esto puede conducir al empuje a arrebatar la vida del otro, como si esa vida, como si ese otro me hubiese quitado la vida que me falta. Malentendido reiterado del sujeto que más que de “natural” nos llevaría a hablar de pérdida de la naturaleza, de pérdida de la conexión de vida con la naturaleza, en suma, de exilio de la naturaleza.. El sujeto lo es pues del trauma.

Ahí estaría el origen de la guerra y, como expliqué en Cómo pensar la clínica del sujeto[11], del deseo sexual como expresión genuina de ese afán y empeño no sólo por alcanzar la vida en el otro cuerpo sino de arrebatársela. El sexo para el hombre no es una actividad del instinto, regulada por ciclos, es el ansia que empuja  a conseguir la vida en el cuerpo del otro. Esto hace que la sexualidad vaya ligada con tanta frecuencia con la agresividad, al menos cuando el fracaso del sexo no se orienta hacia el amor, es decir, hacia la donación de la propia fragilidad, de la propia falta  como motor de un deseo que se dirige a la falta del otro. La igualdad a la que se refería Hobbes no sería otra que la de la común carencia.

Pero, en efecto, si esa fragilidad y esa carencia están vividas desde la angustia de abandono, desde el miedo a ser excluido de la vida, que se expresa de manera radical en el miedo a la muerte, entonces  aparece lo que M. Klein llamó envidia destructiva y de ese modo el miedo será a su vez expresión de la propia destructividad. No es casual que Freud, que tanto había abusado del carácter pareciera que indeleble de la sexualidad como sadismo y masoquismo, repartido entre  los papeles masculino y la femenino, terminara por decir al final que el objetivo de una “cura” sería el de separar la sexualidad de la agresividad.

A la expropiación de la propia vida que está en el modo de existir del sujeto, lo he llamado vacío pulsional, por lo que tiene ese empuje a la vida de falta de identidad, de demanda y de abismo. Al empuje a la vida lo he llamado exceso pulsional, por lo que tiene de afirmación de la vida como identidad, la cual se consigue a través de hacer del otro mi enemigo, por decirlo en los términos de Hobbes, es decir, un objeto perseguidor, que paradójicamente me asegura como viviente. El resultado será, por tanto, que, cito a Hobbes, “los hombres no encontrarán placer, sino, muy al contrario, un gran sufrimiento, en el convivir unos con otros allí donde no haya un poder capaz de atemorizarlos”[12]. Es una buena formulación del fantasma sadomasoquista: el temor, lo que se teme es por ello mismo la referencia de mi protección. Me parece acertado que Hobbes hable al respecto de miedo a la muerte, pues es el miedo definitivo a quien se le da atribución de poder absoluto. El poder absoluto es en definitiva el de dar o quitar la vida.

Sin entrar en disquisiciones históricas, como es  el asunto de los dos cuerpos del Rey, el mortal y el inmortal, me referiré a la experiencia clínica que permite dilucidar cómo la angustia de abandono aparece constantemente en los sujetos por el temor de ser excluidos de la vida de los otros, en suma, de ser excluidos de la vida. La angustia de abandono deviene en lo que por utilizar la expresión de  Winnicott podemos llamar miedo al derrumbe, miedo a la catástrofe, permanente estado de alarma que hace de los sujetos seres peligrosamente asustados. El estado de alarma es una vivencia del tiempo a partir del temor.

Cuando el estado de alarma se produce por decisión de los gobernantes, del Estado (no olvidemos que el Estado vive de un estado de alarma permanente), provoca la mayor indefensión infantil. Cuando tal declaración del estado de alarma, como el que ahora padecemos, va ligado a la mayor confusión y desconcierto de parte de los propios gobernantes, la angustia por la indefensión hace que retorne aquella inestabilidad yoica de la primera infancia, cuando el yo corporal es aún inestable y la homeostasis corporal es del todo insegura, y entonces se clama por un protector mientras más dañino más poderoso. Esta es la base del Estado policial al que con tanta facilidad, digamos que con alivio, se someten los súbditos

 Lo dice también Hobbes cuando afirma que el estado de guerra permanente  “de cada hombre contra cada hombre”, no se manifiesta sólo “en el acto de luchar” sino en esa “voluntad de confrontación violenta”, que, añade, es lo que  construye la dimensión temporal mediante el estado de alerta que esa “voluntad de confrontación” crea a través del miedo. Pone Hobbes el ejemplo del tiempo atmosférico que no se da por un aguacero aislado sino por una tendencia convertida en amenaza. El tiempo, por tanto, existe como amenaza de lo que se teme. Quizás también podía añadir Spinoza el tiempo de la esperanza que no es otro que el miedo a que no suceda lo que se espera o más precisamente que suceda lo que se teme, que es propiamente el tiempo visto desde la amenaza. El tiempo es, pues, el tiempo del miedo, del miedo a la muerte, puesto que la muerte es la amenaza suprema que hace del desvalimiento del sujeto una angustia por perder la vida, es decir, no la vida como pérdida, que sería el motor del deseo, sino la pérdida de una vida cuyo dueño es el otro.

Es sorprendente la contundencia, que parece ser simple, con la que trata Hobbes esta cuestión del tiempo. Parece un experto, como ahora se dice, que parece conocer muy bien el miedo, puesto que es el único modo para él de entender el tiempo. Es un tiempo que teme el acontecer, un tiempo presidido por el miedo de que acontezca, que encuentra su referencia última en el acontecer de la muerte, pero acontecer vivido desde la amenaza de que ocurra. La muerte se expresa, pues, como miedo a la muerte, no como condición mortal de la vida del deseo. Reducido el tiempo a ese miedo al acontecer, ha de suspender la vida, convertida en amenaza, entregándola a la figura suprema de la protección que es el poder absoluto del Estado autocrático. Este es el tiempo que nos propone Hobbes, el del miedo y la angustia de abandono, el de, como dicen los versos de Auden, Children afraid of the night / Who have never happy or good (niños asustados en la noche/que no fueron ni felices ni buenos).

Eso es lo que sostiene al Estado, el miedo, la voluntad de daño como organización colectiva, bajo la perversa consigna de la promesa de salvación. ¿Por qué, se pregunta Hobbes, renunciarían los hombres a su libertad si no fuera por el miedo a perder la vida, miedo que esconde el afán de arrebatársela a los demás? La servidumbre voluntaria, a la que se refería De la Boetie, se da a cambio de conservar la vida. Es una vida en la que el tiempo se confunde con la parálisis ante la amenaza. El miedo se confunde con la fatiga que necesita a la ira para insuflar un poco de aliento a esa parálisis. El repetido dicho epicúreo primus in orbe Deos fecit timor es perfectamente aplicable al Estado. Sin el miedo, sin el terror, término que Hobbes usa con largueza, el Estado no existiría. De ahí que ansíe un poder absoluto que dé a la esclavitud el aire de la protección.

Hobbes defiende sin ambages el poder absoluto del Estado y, en consecuencia, la esclavitud del súbdito. El Estado, dice, es quien establece lo que es o no justo. Adam Smith criticará esta tesis hobbesiana con el único objetivo de quitar al Estado el poder sobre las transacciones comerciales de los individuos en su libre y beneficiosa competencia.

Allí donde Spinoza clama por la libertad frente al régimen “monárquico”, Hobbes toma la libertad sólo como objeto de renuncia ante el miedo a la muerte. La muerte no es la “muerte liberadora” de la que habla Séneca, no es el descubrimiento de la pasión de vivir que mueve el cuerpo mortal y que los dioses homéricos envidiaban en los humanos. Convertida en miedo es únicamente esclavitud, y la famosa “riqueza de las naciones” de la que hablará Adam Smith no es posible, para Hobbes, sin un Estado fuerte y absolutista. El Estado es la mano visible que gobierna la libertad mercantil, la que sostiene, en suma, la mano invisible del Mercado.

Al menos, Hobbes no se engaña con la libertad mercantil, como tampoco considera posible que el egoísmo pueda convertirse en virtud.[13] No es que el egoísmo no exista, sino que el miedo lo contiene y lo somete a la organización social que el Estado gobierna.

Resulta curioso que partiendo de la igualdad natural de los hombres, desemboque en la mayor atroz desigualdad que supone el Estado absolutista que propone. Esa igualdad de la que parte Hobbes, no es la igualdad de derechos naturales, es la igualdad de una carencia, de una fragilidad radical que proviene de la vida alterada, es decir, de una vida des-regulada en su código interno, una vida desconcertada que se juega en los terrenos del litigio contra los demás, contra aquellos de quienes se depende, y que será para Hobbes el fundamento del Estado. Si hay alguien a quien poder temer, Hobbes dirá que estamos salvados. No es que el poderoso, el Soberano, sepa vivir o que el Rey no esté desnudo, pero la gran mentira, la mentira necesaria a la que se refiere Platón en el Libro III de La República, es el vestido con el que cubrimos la desnudez del Rey y de ese modo también la nuestra. No se pide al Soberano que sepa, únicamente que mande. No se pide al súbdito que entienda sino que obedezca. Así fue siempre, y cuando el orden capitalista habla de libertad es un mandato de compra-venta.

                                                           V

Los ideólogos del libre cambio tomarán de Hobbes  la idea de la malvada y antisocial tendencia de la condición “natural” del hombre. Pero van a tomar dicha idea como clara ventaja para la actividad comercial y, en suma, para la riqueza de las naciones. La “plena libertad de mercado” decidirá el precio natural, decidirá su valor[14]. Esta contradicción es muy propia de la lógica del valor que se está inaugurando. Decir que el Mercado decidirá el “precio natural” de las cosas es una contradicción in terminis. Si es natural, ¿cómo puede ser a su vez efecto de una decisión? Esto apunta al corazón del orden capitalista, un orden dado como natural y la vez arbitrario, un orden que se basa en la libertad y que ejerce la mayor esclavitud a la imperiosa necesidad de acumulación de capital y de explotación de todas las fuerzas productivas, la principal de ellas la fuerza de trabajo.

No fue solo Mandeville el que establece que las indecentes pasiones del hombre conseguirán la “prosperidad pública”, sino que el mismo A. Smith, que se toma por moralista, nos dice en el Libro IV que el individuo “al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad con mucha mayor eficacia que si de hecho intentara fomentarla”[15]. Esta es una idea común a todos los ideólogos del creciente sistema de libertad mercantil: sea usted egoísta, que así contribuirá mejor a la prosperidad nacional. Es una idea tan connatural a dicho sistema que aún hoy mismo es un axioma indiscutible.

De esa forma todas las pasiones amorales (o pasiones tristes que diría Spinoza), tales como la mentira, el engaño, la avaricia, el egoísmo, la rivalidad, la insolidaridad, la manipulación y desconsideración de los demás, incluso el orgullo, se convierten en este terreno de la actividad mercantil en virtudes, o al menos en ventajas, y son condición fundamental de la prosperidad pública. Ahora ya no se trata de la inmunidad del Soberano, que pedía Hobbes, ahora es la impunidad de todo el conjunto de las actividades  mercantiles, lo que queda fuera de la moral.

Probablemente esta posición pudo verse favorecida por el protestantismo, al menos en cuanto que inaugura una práctica religiosa “privada”, de un rigorismo moral muy estricto en las relaciones privadas, en la práctica del sexo, o de los afectos, o de las propias manifestaciones religiosas colectivas, y que, sin embargo, en el campo de la actividad económica termina favoreciendo el egoísmo como virtud, ya sea porque la pobreza, por ejemplo, puede ser considerada como culpa del pobre. De hecho, recordemos que estos días se repite la cantinela de la desidia de los países del Sur frente al supuesto rigor de los países del Norte. No se ven así como insolidarios y, por tanto, como “inmorales”, sino, por el contrario, como cargados de razón por un supuesto rigorismo moral.

Si pongo este ejemplo es para ilustrar cómo ese diabólico proceso moral disociativo se mantiene desde los orígenes del capitalismo. La “amoralidad”, inherente al sistema, va a la par de un supuesto rigorismo moral. Se someten a él y son sus más fanáticos practicantes. Es una relación con la ética, construida sobre la disociación, es decir, el más “amoral” comportamiento en los negocios, se compagina, a su vez, con un rigorismo moral que descalifica a quien se mueva en los terrenos de la afectividad, es decir, del amor, de la solidaridad, de la humildad o de la generosidad, o de quienes, mensajeros de la desgracia, como dice el poema de B. Brecht, testimonian de la pobreza, la locura, el exilio o la humillación.

La virtud del egoísmo, que va tan bien para los negocios, ha convertido esta sociedad en una curiosa sociedad a-social, tanto a-moral como a-social, cuyo valor supremo es la propiedad privada y el atrabiliario y esperpéntico consumo de mercancías.

Continúa

[1] P. 277.

[2] P.316

[3]  III Parte, p. 239.

[4] Proposición 47, IV Parte, p. 302.

[5] Prefacio, axioma  2, V Parte, p.343.

[6] Tratado teológico-político, XVI. Alianza Editorial, 1986, p. 337.

[7] Ib. Pp. 337-338

[8]  Citado por Gebhardt, en Spinoza,. Ed. Losada, p. 134.

[9] Leviatán. Alianza Editorial, 1989,  p. 105.

[10] Ib. P. 109.

[11]  Ed. Síntesis, Madrid 2019.

[12]  P. 106

[13] Es cierto que Adam Smith preferirá hablar de self-love, amor propio, en vez de selfihness, con el fin de usar un lenguaje más presentable.

[14] Adam Smith: La riqueza de las naciones, Libro I,. Alianza Editorial, 2003, p. 106

[15]  P. 554