El miedo y la muerte (1)

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“El miedo es constante en la vida de los hombres. Es una de las expresiones del dolor y forma parte del tejido pulmonar con el que respiramos y con el que nos asfixiamos. Desde que nacemos, el desconcierto del miedo se traduce en amenaza. El yo corporal vive en permanente amenaza de desestabilización”.

El miedo y la muerte

Francisco Pereña

                                               We must love one another or die. W. H. Auden

El miedo es constante en la vida de los hombres. Es una de las expresiones del dolor y forma parte del tejido pulmonar con el que respiramos y con el que nos asfixiamos. Desde que nacemos, el desconcierto del miedo se traduce en amenaza. El yo corporal vive en permanente amenaza de desestabilización. Cualquier variación de la estabilidad homeostática nos angustia y nos convoca la muerte. Ansiamos lo que ahora llaman “estabilizadores del ánimo”, como el bebé al que cualquier variación del estado corporal le angustia y le irrita. Y, sin embargo, nada más temible que el estado narcisista de plena quietud. Ansiamos una quietud que a la vez tememos. Somos como intrusos en la vida, todo el tiempo temiendo ser sorprendidos. Si la pandemia que hoy nos tiene confinados de esta manera tan infantil y policial, ha exacerbado el miedo a la muerte es por la angustia que supone el no conseguir una definida localización asesina de la amenaza.

Sabemos, a este respecto, que no es la primera ni será la última pandemia. El avance en el estudio y en las medidas de control de las enfermedades contagiosas no impedirá la presencia de nuevos virus, teniendo en cuenta la constante y parece que irreversible destrucción del medio natural en el que vivimos y del que vivimos. Contra lo que pudiera parecer más coherente, el miedo nos hace más peligrosos para nosotros mismos, al haber convertido la conservación de la vida en su amenaza.

El miedo toma y seguirá tomando el protagonismo que siempre tuvo y que en estos momentos se muestra más abiertamente como miedo a la propia muerte. La repetida dificultad de convertir la muerte en posibilidad de vida, tiene el resultado de convertirla en miedo y, como tal, en mera amenaza de la vida. No quedaría así otra opción que la agresividad y la hostilidad como intento de localizar la amenaza de la muerte fuera de nosotros, en algún agente externo.

La extrañeza por el daño que con  tanta perseverancia se hacen los seres humanos entre sí, ha sido una pregunta repetida a lo largo de todos los tiempos. ¿Cómo es posible que seres tan desvalidos se dañen entre ellos en vez de ayudarse y apoyarse mutuamente? Esta pregunta  aparece en las más diversas propuestas de organización social, tanto para construir la defensa del Estado (por ejemplo Hobbes) como para reclamar su desaparición (por ejemplo, Kropotkin).

¿Seríamos capaces de pergeñar una explicación que no desfigure la atroz pregunta que se repite cada vez y para la que no acabamos de encontrar una respuesta y que tenga la fuerza suficiente como para modificar la insistente presencia del daño y, por tanto, del miedo en los vínculos entre humanos? ¿Podemos afirmar sin más que la naturaleza del hombre, su esencia, está ya determinada por el modo de existencia conforme al cual el daño es el modo de perseverar en el “ser” del hombre?

                                                           II

Parecería una pregunta descabellada, pero que la quiero retomar en los términos en los que la planteaba Spinoza en su propósito de encontrar una inmanencia que diera a los humanos, o que les devolviera, una relación con la naturaleza que la Ley yahvista habría pervertido, vínculo con la naturaleza cuya permanente perversión o destrucción Spinoza no consigue explicar.

Plantea Spinoza, por ejemplo, la cuestión de que el Bien y el Mal, como todos los valores, son no sólo ajenos a la naturaleza humana, sino que responden a la “ilusión teológica” o moralista que pretende situar lo bueno y lo malo por fuera de la inmanencia natural del hombre. El Bien y el Mal son nociones abstractas, al margen de la realidad concreta de la naturaleza o esencia particular del cuerpo. Un cuerpo está afectado por otros cuerpos y en esa relación, que constituye la vida del cuerpo, será buena aquella afectación que permita que “las partes del cuerpo humano se conserven” (Ética, IV, Proposición 39)[1], es decir, la perseverancia en el ser del cuerpo que no es otra cosa que el hecho de que la relación entre reposo y movimiento conserve el cuerpo. Tales afectaciones son buenas ya que promueven la potencia del cuerpo, mientras que las afecciones que perturban esa relación entre reposo y movimiento han de ser consideradas como malas. Lo bueno y lo malo no se definen, pues, en relación a valores abstractos del Bien o del Mal, sino a afecciones concretas útiles para la “conservación” del “ser” concreto del cuerpo.

Quizás por esa razón Spinoza suele referirse al veneno como ejemplo o idea de un cuerpo extraño que con su afectación daña la conservación natural del propio cuerpo, entendiendo lo de cuerpo propio como el modo o la manera en que la existencia y la esencia se adecuan para la permanencia de una naturaleza concreta y determinada. La naturaleza es el horizonte del pensamiento spinozista en su búsqueda de una inmanencia total, es decir, en la que los modos de existencia se adecuen a una esencia determinada como tal esencia.

La cuestión de los criterios éticos para definir los afectos parte de esta premisa. Como dice la Proposición segunda de esta IV Parte, “padecemos en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, sin las demás partes”[2]. Por esta razón, la Ética no coincide en Spinoza con la Moral de la Religión o de la Monarquía, en suma, con la Ley externa a la naturaleza, sino que proviene del padecimiento o afectación de “causas exteriores” a causa del desajuste que cabe entre la existencia y la esencia en los seres finitos. Proviene pues del estado de fragilidad o de precariedad de la esencia, o naturaleza, humana, la cual al verse afectada de tantas y tan diversas afecciones, se ve obligada a discriminar los sentimientos o afectos.

El criterio de dicha discriminación ha de ser sobre si las afecciones se adecuan o no a la naturaleza y favorecen la potencia de acción que trama el tipo de relación entre los modos de existencia y la esencia  De ahí deduce una distribución genérica de los afectos entre “pasiones tristes” y “pasiones alegres”, siendo las tristes aquellas que merman la potencia de acción por ser dañinas a nuestro ser, a la permanencia o perseverancia en el ser, mientras que las alegres, por el contrario, acrecientan nuestra potencia de acción y, en consecuencia, “la conservación de nuestro ser”[3]. “La alegría nunca es directamente mala, sino buena, mientras que la tristeza es directamente mala”, enuncia la Proposición 51 de la IV Parte.

El criterio de lo bueno y de lo malo se establece en función de la utilidad para nuestro ser, en función de que potencie o no la acción que liga nuestra existencia, o los modos de existencia, a la esencia, hasta el punto de que en la polémica con Blyenbergh llegará a decir que si en efecto el crimen perteneciera a nuestra esencia sería pura y simple virtud, puesto que no hay valor moral por encima del carácter ético de los modos de existencia en sus múltiples relaciones con la naturaleza o esencia de cada uno. El mal, como tampoco el bien, no se da en el orden de las esencias sino en el ámbito de las relaciones, a excepción de Dios donde esencia y existencia es la misma cosa.

De ahí su máxima Deus sive Natura. Spinoza señala acertadamente un problema concreto y preciso, como es el que los criterios morales que el hombre se ha dado a lo largo de su historia, están subordinados  a las diversas formas  de una Ley externa que nos aparta de nuestro “ser” natural. Pero no resuelve la pregunta sobre la persistencia de dicha Ley y la razón por la cual su dominio es constante. ¿Se trataría simplemente de un error, de la equivocada persistencia de afecciones contra natura?  Es como si Spinoza se deslizara sin más hacia el campo de una sociología que describe comportamientos y no razona, no piensa, sobre ellos

Spinoza, que daba estatuto de veneno a aquellos cuerpos externos que atacan la naturaleza del propio cuerpo, podría decir hoy que el coronavirus de la COVID 19 es un mero organismo exterior que daña la naturaleza del contagiado hasta incluso aniquilar la duración de su existir, como alteración radical de la relación entre reposo y movimiento. “La muerte del cuerpo sobreviene cuando sus partes quedan dispuestas de tal manera que alteran la relación entre reposo y movimiento”[4]. ¿No nos conduce esta idea hacia una inocencia victimista?

En esa misma Proposición 39 habla Spinoza de un poeta español que fue atacado por cierta enfermedad  que le llevó al olvido de su propia vida, de modo que no creía ser el autor de las piezas teatrales que había escrito[5]. Viene así a situar la memoria como un modo de existencia que conserva la relación entre reposo y movimiento. Curiosa apreciación que atribuye a la memoria la identidad de un cuerpo. Una vez más vemos la fragilidad y la precariedad de la esencia. ¿Cómo es que la memoria puede perturbar la relación con la naturaleza propia del cuerpo si no es porque dicha relación está perturbada en origen?

Pero la Ética spinozista es una especie de Ética inmunológica que presta el protagonismo a las relaciones con “cuerpos extraños”, con lo cual nos introduce un punto de confusión. ¿Supondrán entones las “pasiones tristes” un estado inmunológico deficitario? Esta reducción de la pasión triste a enfermedad parece sugerirla también sus alegatos contra la tristeza y la melancolía, cuyo culmen, el suicidio, lejos de ser un acto de un sujeto no sería más que un acto que se corresponde estrictamente con el pleno dominio de “causas exteriores ocultas” que afectan de tal modo el cuerpo  “que éste se reviste  de una naturaleza contraria a la que antes tenía y cuya idea no puede darse en el alma”[6] . ¿Por qué contraria? ¿No sería más bien la contrariedad lo más propio, si por ello  entendemos el hecho de que el “ser” del hombre es contradictorio e incierto? La contradicción, decía Heráclito de Abdera, es nuestra característica más genuina, sea para sentir o sea para pensar, para amar o para odiar.

Pero en la tarea de limpieza que se ha propuesto Spinoza no queda lugar ni para la tristeza ni para el dolor. Vislumbra un mundo nuevo que considera más humano, regido  por una libertad fundada en el orden natural y no en el “monárquico”. No puede ver la dignidad y la nobleza del dolor y de la tristeza, porque sólo contempla el horror de la servidumbre a la que los hombres se someten por el temor y por la búsqueda de protección en el Poder Soberano, en la Ley externa. Quiere una ética autónoma frente a la heteronomía moral. Dicha autonomía sólo puede sostenerse en la inmanencia total del sujeto, con lo cual viene a caer en la tentación de dar un fundamento al sujeto que ignora la falta de fundamento que “es” el sujeto. La angustia es para Spinoza una pasión triste y el dolor aparece enteramente confundido con el daño. Para ello, lo mejor es concebir tales pasiones tristes como consecuencias de “cuerpos exteriores” que atacan la frágil y precaria esencia, pero esencia al fin y al cabo, del hombre.

¿Cómo podemos despreciar el dolor en cualquiera de sus manifestaciones, incluido el miedo, que delata nuestra fragilidad y nuestra dependencia? En ello se muestra la estrecha relación que hay entre el dolor y el amor. El misterio del dolor y del amor los  mantiene fuera de su confusión con el daño. Es lo que preserva su lugar sagrado. El dolor es lo más enigmático y es el sentir mismo de la vida. Despreciarlo es un ejercicio de vanidad que sólo la necesidad spinozista de inmanencia podría “justificar”, o ni siquiera. Siempre que aparece el desprecio del dolor hay que echarse a temblar por lo que va a venir a sostener ese lugar.

Es curioso que a la hora de enumerar Spinoza las pasiones tristes que confunden y “envenenan” nuestra naturaleza, encontramos la tristeza, la melancolía, el odio, la culpa, el temor, la esperanza, la desesperación, la envidia, la humildad, el arrepentimiento, la compasión, la vergüenza, la crueldad, la ambición, la gula, la embriaguez, la avaricia, etc. ¿No son demasiadas?

¿Cuáles serían las pasiones alegres más allá de la alegría misma, del deseo y del amor? ¿Por qué lo malo es tan amplio y complejo, mientras que lo bueno es simple a la vez que utópico? Creo que Spinoza está pendiente ante todo de desembarazarse de todo aquello que tenga el menor atisbo de sometimiento. No lo localiza únicamente en el miedo, como hizo Epicuro y como hará Hobbes, sino que abre el abanico de las pasiones tristes para introducir un nuevo espacio de lo alegre sin sombra alguna de dolor o de tristeza, y donde el amor no tenga el aire pestilente de la compasión o de la pena. Desconcertante y peligroso desprecio del dolor.

Aprendió del platónico León Hebreo la fusión entre el amor divino y el conocimiento por su implicación en la eternidad del Deus sive Natura. En esa fusión divina el amor no es contradictorio sino únicamente alegre, único y eterno por fuera de la tristeza y del miedo que es lo que hace a los hombres serviles. Frente a la servidumbre, la libertad no es atributo de la voluntad, es decir, no se ajusta a ley o modelo externo, no tiene causa exterior sino que viene determinada por la esencia y su potencia de acción, por su conatus, no por regulación externa. La libertad como voluntad es una ilusión de la conciencia que cree en la acción voluntaria y no determinada, mientras que la libertad como pasión alegre es determinada en su esencia y su adecuación a modos de existir conformes con dicha esencia.

El amor intellectualis Dei es el amor con el que Dios se ama eternamente a sí mismo. Es la figura del amor único, incondicional y no contradictorio. El alma no solicita ser amada por Dios sino que forma parte de ese amor único, expresión sublime de adecuación entre la esencia y sus modos. El amor como compasión o como dolor, como “memoria del dolor”, por recordar de nuevo a Esquilo, está vilipendiado por ser una pasión triste que actúa contra la propia determinación de la naturaleza concreta del hombre. El amor intellectualis Dei es, así pues, un amor único, eterno, que no conoce el fracaso ni la angustia de abandono. Se basta a sí mismo frente al resto de las pasiones tristes  que conducen la fragilidad del hombre no hacia su vínculo con la naturaleza sino hacia la servidumbre.

Contra el antiguo estoicismo, no toma a esa naturaleza propiamente como principio cósmico, que niega la libertad digamos individual. Spinoza está ante los atisbos del descubrimiento del individuo y del ciudadano. La libertad de comercio, de la que su Holanda natal será la gran abanderada, no tenía aún el estatuto de “mano invisible” que gobierna por su cuenta las relaciones entre dichos ciudadanos. Para Spinoza, el amor, la esencia y la libertad forman una unidad no contradictoria.

Ahora bien, ¿dónde encuentra Spinoza las pasiones tristes si no es en el mundo de los humanos, en el más íntimo secreto del corazón del hombre? ¿Por qué si no, como polemiza Byenbergh, no cabría pensar incluso en una esencia a la que como tal esencia le fuera propio el crimen o el veneno, o, en todo caso, la tristeza, o la angustia y el miedo? ¿No es en el universo de los hombres donde únicamente se dan las pasiones tristes? ¿No son los hombres, como reitera el Tratado teológico-político, los que se someten a la superstición para protegerse del miedo, siendo que precisamente así lo alimentan? ¿Acaso cabría hablar de superstición en el mundo animal, especie en la que la relación entre esencia y modos de existencia es claramente más adecuada que en el hombre, y no sólo más adecuada sino que sin tarea ética alguna se comportan de manera adecuada a la susodicha determinación natural? ¿No llevaría entonces razón Kant al ligar el mal, la existencia del mal, con la libertad?

Pero, como dije, el empeño de Spinoza es otro. Es un desafío contra la esclavitud de la Ley judía y el régimen monárquico que basaba su dominio en el establecimiento de leyes arbitrarias que esclavizan a los súbditos. Recordaré al respecto el habitualmente citado párrafo del Prefacio del Tratado…: “Ahora bien el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar a fin de que todos luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación, y no consideren  una ignominia sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre”[7].

El desafío ético de Spinoza era un desafío político contra el rigorismo judío de la Ley y la autocracia del régimen monárquico. Spinoza clama por una libertad que nos acerque al libre comercio de ideas y de mercancías. Su propósito es, pues, pensar una inmanencia total en la que Dios quede incluido como esencia infinita que coincide eternamente con su existencia. Peligrosa eternidad, sin duda, de la que se querrá apropiar el sistema de producción de valor que va a ir instalando el libre comercio. Por el momento el desafío de Spinoza es contra un poder basado en la servidumbre que coincide más con la ilusión de la voluntad que con el modo de existir conforme a una esencia determinada. Es a lo que llama razón.

La razón spinozista es, en ese aspecto, común con los estoicos, pues consiste en conectar y actuar conforme  a la razón que trasciende a los individuos, y es el principio mismo del orden cósmico y universal sin sometimiento alguno a cualquier ley “externa”. La razón, pues, no se rige por el orden extrínseco o ley que se basa en el temor, sino por el orden natural, intrínseco, que desarrolla la potencia de amor, una vez liberada del temor servil. Empeño indudablemente emancipatorio. Pero, ¿acaso el miedo y la esperanza que, según Spinoza, van juntos, perduran exclusivamente por la maldad de la ley “externa”?

                                                           III

Cuando, por el contrario, yo me refiero a lo que llamo inmanencia rota hablo de una falta de trascendencia pero que se muestra precisamente como falta en la misma inmanencia. Podría decir que inmanencia rota va de la mano de trascendencia vacía. Es decir, por inmanencia rota quiero nombrar el “pecado original” que es a su vez un nombre del exilio de la naturaleza o pérdida de la relación de adecuación y correspondencia entre el existir del sujeto y la condición original de su origen perdido, en el que la pérdida misma y su dolor es el origen. En el origen mismo está lo que, siguiendo la terminología freudiana, he llamado alteración pulsional, o vida alterada por cuanto esa pérdida originaria es un extravío del sujeto, de tal modo que el sujeto mismo no es otra cosa que ese extravío, lo que no le deja otra opción que orientarse por un otro exterior que cubra el vacío de su pérdida de origen. Ese otro exterior es así a su vez lo más íntimo.

Se podría decir entonces que la angustia y el  miedo son las pasiones más propias del sujeto como “esencia”, por decirlo de ese modo, determinante del humano. Es la alteración que en su radicalidad ya no es tanto falta sino vacío. Ya Epicuro daba al vacío el estatuto de falta y razón del movimiento. La angustia que primero es vacío pulsional tiene, como falta, la posibilidad del deseo o, en caso contrario, la desvitalización. No estamos, pues, ante un extravío sobrevenido por el abuso de la ley externa gobernada por el sadismo esclavista sino que cabe pensar, por el contrario, que el poder sadomasoquista se sostiene en el anhelo de protección de parte de seres extraviados, angustiados y asustados por su propio desvarío, de forma que la organización social no es tanto la que crea el miedo y la angustia sino la expresión de ese miedo y de la superstición como exorcismo del temor. La multitud es terrible cuando carece de temor, dirá el propio Spinoza para justificar el que los profetas predicaran la humildad y el arrepentimiento, dos pasiones tristes, como iniciación de los digamos espíritus débiles, en el gobierno de la razón.

La lucha por la libertad que emprende Spinoza contra el servilismo de la religión revelada se desliza hacia un deísmo que terminaría siendo más acorde, de entrada,  con el libre comercio. Comienza así una cierta confusión entre libre-pensamiento y libre comercio pero que en esos momentos es una clara propuesta de liberación de un régimen proveniente de una religión basada en la Ley externa, y a la vez incontrovertible, que atenazaba la sociedad de la época y le impedía la prosperidad económica. Frente a esa opresión de la Ley va a buscar la libertad, el fundamento de la libertad, en la propia inmanencia. Por ello, mediante lo que llama “guía de la razón”, va a situar la libertad como entendimiento de la necesidad, ya que para él el campo de lo contingente y de lo posible está expuesto a la arbitrariedad de la ley.

Spinoza aún no lo sabe, pero está abriendo paso a que otros, como, por ejemplo, Adam Smith (y por supuesto Mandeville) tomen esa misma idea de libertad como espacio que permita el mejor funcionamiento de la “mano invisible del Mercado”, a saber, que la libertad es el marco en el que la venta de la fuerza de trabajo así como la libre circulación de las mercancías van a permitir compaginar el interés privado con el mayor beneficio colectivo, cosa que el sistema capitalista pretenderá convertir en armónica relación entre libertad y necesidad, de modo que, terrible paradoja, el propio sistema capitalista, convertido en necesario, es a su vez el espacio mismo de la libertad.

La idea de libertad aparece en la modernidad vinculada con la necesidad. Es cierto que Spinoza no lo dice así, pero su rechazo de la arbitrariedad del Dios trascendental, abre el camino a un tipo de inmanencia que se cierra como total en la conjunción entre mercancía y prosperidad, tanto económica como moral. Por primera vez el egoísmo va ser considerado como virtud, de modo similar a cuando Spinoza, desde una posición, sin embargo, utópica, considera lo útil como criterio ético, ya que lo útil es la buena relación entre la esencia y sus modos de existir.

B. de Mandeville llegará a decir, con su habitual desparpajo, que ninguna mayor virtud que el “vicio privado”. La caridad, la humildad, la compasión, la culpa, el miedo, etc., serán para Mandeville, como lo fue, por otras razones, para Spinoza, no ya tanto, o no sólo, “pasiones tristes” sino obstáculos, provenientes de los prejuicios religiosos basados en el miedo a la libertad y a la prosperidad pública. “Los vicios privados hacen la prosperidad pública”, reza el subtítulo de su obra La fábula de las abejas. Ahora ya conocemos la enorme capacidad destructiva que tiene el universo cerrado y total de la producción mercantil, la destrucción del propio hábitat humano. La COVD 19 que padecemos estos días ilustra lo que digo, que la destrucción del medio natural de los organismos y microorganismos hace de la especie humana un organismo expuesto a constantes ataques. Los avatares del despiadado desarrollo del capitalismo han demostrado que los vicios privados no hacen precisamente la prosperidad pública.

Resulta así paradójico que aquello que para Spinoza era el comienzo de la ética, el librarse de la moral de la ley “externa”, termine en el encomio de la mentira como virtud del comerciante. Aquel comerciante que tuvo información sobre el naufragio de un barco, que transportaba algodón de Jamaica, había naufragado en las costas de La Española, y que compró todo el algodón del mercado londinense para venderlo a los pocos días triplicando su precio, no era considerado un sinvergüenza o un amoral, como sería en las relaciones entre personas, sino que era tomado por un inteligente y sabio comerciante. La COVID 19 supone en estos momentos una destrucción de los modos de existir concordes con la “esencia” del hombre, por decirlo en términos spinozistas, ya que destruye el conatus de la vida. ¿Cómo ha sido posible, se podía preguntar Spinoza, que aquella alegre propuesta de libertad de ideas y de comercio haya podido desembocar en tamaña extensión del daño?

Lo que comenzó como un anhelo de emancipación y de libertad va a volver a provocar de nuevo el mayor daño, ya que en esta ocasión lo que se va a poner en juego es la supervivencia misma de la humanidad. Siempre que levantamos una bandera de progreso y de emancipación va a comenzar a fraguarse de nuevo el mayor daño, la imperiosa necesidad de crear un espacio vertical fraguado con el sometimiento y la violencia,

¿Es así necesariamente? No podemos hablar de necesidad si la cuestión no es la “esencia”, ya que la esencia supone una determinación de los  modos de existencia. Spinoza cree librarse de la Ley yahvista, pero para ello ha de olvidarse de la historia como historia de salvación, olvido que no sólo parte del judío y excomulgado Spinoza, sino de todo un movimiento religioso, que encarnará ante todo el calvinismo, para el que el cristianismo no es una historia de salvación sino de rigorismo inquisitorial y de miedo a la muerte.

Cuando insisto en esa idea de inmanencia rota, especialmente en la perspectiva ética de un campo de relaciones que no se regiría tan alegremente por la correspondencia entre esencia y modos de existencia, estaría proponiendo el tener que abordar, a partir de la inmanencia rota y la trascendencia vacía, la angustia radical del extravío de vivir que situaría el conatus spinozista en un tipo de vínculo entre sujetos desacertados y gobernados por el miedo. El miedo, por tanto, no proviene exclusivamente de fuera.

Puede que el miedo sea indecente pero anida en el corazón de la vida de un sujeto para el que la presencia y la ausencia del otro marca el ritmo de sus alegrías y de sus tristezas. Sabía bien Spinoza que el miedo sostiene la esclavitud que los gobernantes alientan bajo la forma de promesa de salvación, como señalaba el citado Prefacio del Tratado… Pero sólo cabe hablar de sumisión o esclavitud del lado del “ser” del hombre, no del mundo animal, es decir, sólo cabe hablar de esclavitud a partir de la angustia a la que adviene el sujeto. La esclavitud es el sometimiento a un orden extrínseco porque no hay orden intrínseco, lo que llamamos instinto, que nos guíe en el hecho de vivir.

El temor y la esperanza, par de términos que acertadamente Spinoza dice que van juntos, son los que soportan el “estado civil” u organización social. Pero, ¿cabría pensar en un modo de organización social, o de cooperación social, que no estuviera gobernado por el miedo? Decir que el miedo y la esperanza, como pasiones tristes que son, no se corresponden con el “ser” o esencia del hombre, es porque para Spinoza hay una esencia que a pesar de su fragilidad permanece más allá de los ataques de ese miedo, o de esa tristeza, o de esa esperanza. Cree así Spinoza que el miedo y la esperanza han sido producidos por un tipo de organización social sometida al poder absoluto de un malvado Gobierno religioso y político. En suma, no considera que la angustia convertida en temor construye el fantasma sadomasoquista que organiza ese monumento cotidiano a la protección y al daño, que se dan conjuntamente al confundir la figura de la protección con la de quien posee la capacidad de daño.

Continúa

[1] Ética. Alianza Editorial, 1987.

[2] P. 259

[3] P. 263

[4] Proposición 39, IV Parte, p. 295

[5] p. 296.

[6] P. 275

[7]  P.64-65