Sujeto versus Individuo (3)

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La cuestión del sujeto ha sufrido muchos avatares y hoy una clínica del sujeto entra en contradicción con una ideología que, como sabemos desde Adorno y Horkheimer, está referida a un ideal de Razón meramente “instrumental”, es decir,…

Tercera y última parte

Francisco Pereña

Marzo 2011

 

            IV

La cuestión del sujeto ha sufrido muchos avatares y hoy una clínica del sujeto entra en contradicción con una ideología que, como sabemos desde Adorno y Horkheimer, está referida a un ideal de Razón meramente “instrumental”, es decir, de dominio no sólo sobre la naturaleza sino de unos hombres sobre otros. La problemática del sujeto, en la medida en que atañe al trauma y al conflicto psíquico, no se adecua a un tipo de racionalidad que necesita el poder y, por tanto, la identidad. El sujeto del ics es un cuestionamiento del poder. Cuando uno está tan ocupado en la clínica no tiene mucho tiempo para entrar en mayores disquisiciones filosóficas, pero sería bueno abordar este cuestión del sujeto desde la quiebra pulsional y no desde una concepción espiritualista del sujeto, en la que el sujeto sería la dimensión espiritual de un individuo. Sin embargo, lo que la clínica introduce es un sujeto corporal.

Por eso quise referirme a Aristóteles, porque me hizo pensar en esa quiebra pulsional a partir del fracaso de la unidad hilemórfica, entre materia y forma, que nunca llegan a coincidir. Esa no coincidencia es lo que Aristóteles llama potencia. La potencia, como supo verlo Spinoza, convoca el deseo. El sujeto no es el del poder pero sí el de la potencia, como ya expliqué, el no ser. Cuando desaparece esa dimensión tenemos la fantasía, no el deseo, el cual siempre pone en juego el cuerpo, el fracaso de la unidad hilemórfica. Me gustaría subrayar la relación del sujeto con el cuerpo porque se trata del cuerpo pulsional. El sujeto no es ninguna abstracción, es enteramente singular, es decir, se funda como acontecer traumático y como conflicto. Eso nos remite al sujeto de la pulsión, es decir, a la presencia del otro en el cuerpo, que es lo que constituye esa particularidad humana: el otro está presente, pero falta. Lo que pasa es que se trata de una falta transitiva, no es intransitiva, como sería lo abierto heiddeggeriano. Es una falta transitiva, es decir, que nadie puede vivir sin el otro, pero a la vez nadie puede alcanzar al otro. En ese sentido, el otro tiene la característica de ser lo más propio y lo más extraño, como el inconsciente que es lo más propio y lo más extraño a la vez. El ics inscribe esa transitividad de la pulsión como demanda. Se dirige al otro que le falta, siendo a la vez que esa falta del otro nunca tiene un objeto adecuado para cumplirse o borrarse.

Creo que ya me referí en la clase anterior a la pertinencia de hablar de objeto inadecuado más que de objeto parcial. El objeto parcial está llamado a la completud, está autorizado a legislar el ideal de acabamiento. El objeto inadecuado soporta, por el contrario, lo inacabado, lo que no acaba nunca de adecuarse y que sólo permite la inspiración del deseo, la transmisión, pero nunca la legislación del mundo. Creo que es así como cabe entender la Versagung freudiana. A partir de una época determinada Freud repite de manera casi obsesiva en sus textos el término Versagung, que yo he traducido por decepción, en el sentido de esa inadecuación del objeto de la pulsión. Lo entiendo como una rectificación de la primera época en la que Freud ve el objeto de la pulsión como objeto parcial. El objeto como Versagung es un objeto frustrante, un objeto inadecuado. El otro es muy extraño y muy íntimo. Eso hace que el deseo se dirija al deseo del otro, pero a la vez el otro es invasivo. El otro está presente de entrada, es un intruso que no posees y eso crea un conflicto permanente con el otro. Nada más nacer se inaugura ese conflicto entre el deseo del otro y lo persecutorio del otro. Esa doble dimensión da lugar a la ambivalencia entre el objeto del deseo y el objeto persecutorio, porque hay esa mezcla insoportable de que el otro es sujeto y objeto. Si no hay inscripción de la demanda inconsciente, es decir, una separación y un espacio de elaboración ics, entonces lo persecutorio del otro se acentúa hasta incluso adquirir carácter absoluto. Yo puedo aceptar la demanda del otro en la medida en que mi propia demanda no esté muerta o cegada por el carácter persecutorio del otro. Si no es así, la demanda del otro será inevitablemente invasiva. Sin esa demanda ics, sin esa separación, ¿cómo riges tus relaciones con el otro? Si tú no puedes pedir, si el otro lo hace te está invadiendo. La demanda se reconstruye como argumento de proporcionalidad en el fantasma sadomasoquista, mediante el cual se da consistencia al otro como garantía de una pertenencia consistente y entonces necesaria, que vela la contingencia que introduce de manera irreversible el hecho pulsional y el acontecimiento del sujeto. Una contingencia angustiosa, sin duda. Digamos que la inscripción de la demanda inconsciente es la única manera que se tiene para guiarse en las relaciones con el otro, porque de entrada el otro toma una relevancia y una presencia angustiosas. Antes incluso de ser persecutorio, incluso objeto de demanda, el otro es angustioso, porque está y no está. El problema del niño es ese, el otro está ahí, pero a la vez no está, y de ahí surge la solicitud angustiada de presencia física, pues si el otro de referencia no está me muero de angustia.

Por eso, si no hay separación del otro la única respuesta es la agresividad. Si sólo aparece esa dimensión invasiva del otro, sólo queda la agresividad como modo automático de rechazar la demanda, la de uno y la del otro, se le insulta otro en vez de pedirle. En la política, por ejemplo, siempre predomina esa necesidad de ese otro persecutorio, lo que Carl Schmitt llamaba la necesidad de enemigo, pues si, en efecto, desparece el enemigo no se crea entonces espacio para el ejercicio del poder, que siempre necesita ejercerse contra alguien. Por eso decía que no hay que confundir poder con potencia, pues mientras la potencia se dirige al deseo del otro, el poder necesita un enemigo sobre el que ejercer la victoria. Esa es la vertiente más desagradable de la política, aquella que da la espalda a la dimensión ética de la política, por lo cual, en el mejor de los casos, ha de acudir al Derecho para darse legitimidad. Cuando hablo de política empiezo por el mismo punto: la política no es el reino de los derechos, sino de las obligaciones, en el sentido de que aquél que salga a la calle a reivindicar libertad no está reivindicando, está ejerciendo la libertad, es un acto. Si no es así, la política se limita a las intrigas del poder.

                                                                       V

El día anterior hablé de la contraposición entre sujeto e individuo. El campo de la subjetividad es tanto el de la política como el de la clínica, es decir, es el campo de la ética. El campo de la política no es el campo de lo jurídico. Ese espectáculo de esa jueza andaluza que reclama todas las actas del consejo de gobierno con el argumento de que no sean manipuladas a posteriori, esa invasión del ámbito político no es garantía de limpieza política, es una deslegitimización de la actividad política desde una posición  política de la jueza, en suma, una confusión entre derecho y política, que es, de por sí, una quiebra de la responsabilidad política. El poder, decía Tomás de Aquino, se ejerce sobre las personas, no sobre las cosas, por eso requiere la responsabilidad. La responsabilidad consiste en hacerse cargo de las consecuencias del acto. Es, por tanto, una responsabilidad ética, no jurídica.

Decía que el terreno de la subjetividad y de lo social es el terreno de la clínica y de la política. ¿Por qué razón? Porque en la clínica del sujeto se trata de un sujeto que se funda en el hecho pulsional de un cuerpo que está, como suelo decirlo, intervenido por el otro. Cómo se establecen y se constituyen las relaciones con el otro, es lo que está en juego en la clínica y debería estarlo también en la política. Se puede decir entonces que “lo social” es constitutivo del sujeto, no es ajeno al sujeto y entonces tiene que ver con la culpa subjetiva, con la responsabilidad, con la compasión, con el remordimiento, es decir, el campo de la ética. Creo que lo jurídico tiene que ver fundamentalmente con la deuda. Querer regirse en las relaciones con los demás por la deuda, en vez de por la culpa subjetiva, es abandonar la clínica del sujeto y pretender una proporción o un resarcimiento. Un muchacho, por ejemplo, dice que se ha enamorado de otra mujer que la suya y se muestra acongojado porque no sabe cómo pagar la deuda, cómo resarcir a su chica. Quiere un pago que le devuelva la inocencia. El criterio de la deuda es el resarcimiento y eso lo contrapone a la ética porque se contrapone a la pérdida. No se quiere perder, se quiere poder y seguridad. Sin embargo, la pérdida rige tanto el amor como la política. El derecho es el campo del poder y del resarcimiento: yo pago para no perder. Nunca se juega la pérdida en la deuda, sólo se juega en relación con la culpa subjetiva y con el remordimiento, es decir, con la falta de inocencia. La pérdida no te hace inocente, la deuda te hace inocente. Por ejemplo, el derecho de familia está basado en el modo en cómo incorporar la vida afectiva al campo de las deudas. Tú me lo debes, dicen los padres a los hijos. Las relaciones entre padres hijos están demasiado basadas en deudas. ¿Por qué? Porque la deuda paradójicamente es uno de los componentes de la incondicionalidad: si yo te he dado la vida, tú estás en deuda permanente conmigo, con lo cual es una especie de deuda eterna, cosa jurídicamente aberrante, pero a la vez lógica. Todo esto forma parte de una época del derecho que ha estudiado Foucault, el derecho medieval, el derecho de espada por el que el rey dispone de tu vida. Se trata del juramento de fidelidad y de incondicionalidad. Y sin llegar a ese derecho medieval, en las relaciones familiares opera el juramento de incondicionalidad: yo te he dado la vida, luego me la debes. Este es el problema del dar y del gastar. No puede gastarse gratuitamente la vida que me debe Vd.

 

Pregunta: Y si no es de deuda, ¿cuál es la relación de los hijos con los padres?

Digamos que podría ser la del amor. Te doy la vida para que te vayas, no para que te quedes. El fundamento del incesto está ahí: el hijo pasa a ser, paradójicamente, el que no puede irse. Es como el voto medieval de stabilitas loci. El monje que entraba en un monasterio pertenecía ya de por vida a ese lugar. La Universidad, como ya expliqué en otra ocasión, nace con la ruptura del voto de stabilitas loci. El monje o el clérigo tienen ya o disponían de un espacio común, no circunscrito al convento, donde, frente al comentario del texto sagrado como formación, se establece una pluralidad de saberes y una libertad de cátedra para el docente. En nuestra práctica se trata en gran medida de que se pueda dejar la familia infantil (yo  llamo infantil a la familia de origen), que se pueda abandonar la “ciudad eterna”, y acceder a la pluralidad mundana, al mundo inacabado, que si encuentras a alguien en la calle no pierda su carácter de extranjero y no conecte enseguida a la única escena infantil. Y esto que parece tan fácil no lo es, el trabajo de separación no es tan fácil, es un trabajo de duelo.

                                                           VI

Decía que lo jurídico está basado en el contrato y en el resarcimiento. Hablé el otro día de la concepción tomista del individuo, que subrayaba su carácter material y singular. No hay individuo sin cuerpo. Es una manera que tiene Santo Tomás de intentar, siguiendo a Aristóteles, dar al sujeto el carácter corporal que tiene. Pero el individuo es un concepto especialmente relevante de la modernidad, y está referido al ámbito jurídico. Incluso las ficciones sobre el nacimiento de la sociedad y del Estado se refieren a un supuesto pacto entre individuos ya constituidos de entrada. De manera que la relación contractual se convierte en el criterio de la relación entre individuos, por un lado, y en el criterio de la racionalidad, por otro. Todo aquello que no forma parte de la relación contractual en su proporcionalidad queda fuera de la razón, como pueda ser la locura y todo el campo de la subjetividad, la compasión, el remordimiento. Todo esto queda fuera del campo de la racionalidad. De ahí que los rituales de iniciación de la adolescencia desaparezcan en la edad moderna porque los ritos de paso eran modos de articular en la sociedad lo que no se rige por las relaciones contractuales. Al convertirse la relación contractual en el único criterio de relación social, desaparecen los rituales.

Pregunta: Sobre sujeto e individuo.

El Derecho exige que los individuos sean unidades contractuales o mónadas completas que se relacionen entre sí. Pero no sólo el Derecho, también la Psicología y la Psiquiatría. Si es así hay que recurrir entonces a la determinación genética o a la generación espontánea para explicar las patologías. Es decir, tienes que recurrir a la relación de una exterioridad con otra exterioridad, la exterioridad de los individuos con la exterioridad de la genética, por ejemplo, o de Dios o de la Naturaleza. La Psiquiatría biológica es una aberración del mundo “psi”. Los neurobiólogos no se plantean ningún problema porque ellos no quieren explicar el mundo “psi”, quieren explicar el cerebro. La aberración y la perversión de la Psiquiatría es intentar usar los descubrimientos de la neurobiología para construir teorías que expliquen el campo de lo psíquico y para ello se necesita una concepción del individuo como unidad hecha, que viene ya dada. Y entonces no hay otra explicación para las patologías que una exterioridad que ha deteriorado esa unidad.

De la misma manera que el mundo “psi” entra en la aberración de concebir las relaciones subjetivas como relaciones externas, con lo cual ya no son subjetivas, igual sucede con el pacto social. Si el pacto social está regido por el pacto contractual, se trata de una relación exterior y eso modifica la concepción del llamado pacto social. Lo que está en juego es qué relación establecen los sujetos entre sí en el espacio público. Por eso aludí el otro día a la idea griega del centro vacío. Quien toma la palabra en la Asamblea acude al centro vacío y después se retira, porque ese centro vacío expresa de algún modo la subjetividad, si se pudiera decir así, del conjunto, en el sentido de que nadie puede apropiarse de ese lugar, porque es el lugar de la falta. Sin embargo, a partir del Cesar romano o del Papa aparecen figuras que representan ese lugar.

En el derecho moderno desaparece, al menos se pretende, el Papa y el César, pero el Estado es concebido como un pacto entre los individuos y el problema es que ese pacto al ser un pacto meramente externo es un pacto que está basado en la propiedad, en la posesión. El individuo no es ya el esclavo, no pertenece, sino que su identidad se define por sus propias pertenencias. El derecho a la llamada propiedad privada consagra el monadismo del individuo. Si se trata de la propiedad, se trata igualmente de la seguridad. Es una concepción externa del pacto social externa. Cuando se inventó el llamado Estado del Bienestar, fue para mitigar los efectos perniciosos del propio sistema capitalista y a la vez para favorecerlo. El capitalismo, el derecho de propiedad y de posesión produjo la figura del consumidor. El individuo no está sólo sometido a un contrato de trabajo, sino que ha de comprar para garantizar la expansión ilimitada de la producción. Así se extiende la propiedad y, en consecuencia, la seguridad, la protección no tanto de las victimas del pacto social sino de los enemigos del pacto social.

Si el pacto social es la mera ficción de un contrato entre individuos ya previamente constituidos, la dimensión social es entonces completamente externa. Nadie forma parte constitutiva del pacto social, pero tampoco nadie queda fuera de él, pues quienes serían sus víctimas resultan ser sólo componentes inertes del paisaje. Estaríamos ante un pacto sin coste social alguno. Sería un pacto exclusivamente basado en la propiedad y en la seguridad. Pero las cosas son más complicadas. La ficción del pacto social es en todo caso un proceso. ¿Un niño, por ejemplo, forma parte del pacto social? No, pues aún no es un “sujeto”, como se dice, de pleno derecho. ¿Quién se hace cargo de su educación? Si el pacto social es un proceso tendrá que hacerse cargo de sus costes, al menos de aquellos que no cumplen los requisitos de la pertenencia por el trabajo y la propiedad, por ejemplo, los enfermos, los locos, los parados. Estas son las víctimas del pacto social.

El pacto social no funciona porque no se trata de unidades que pactan entre sí, como piensan los “autistas” que han vaciado de subjetividad el mundo. Una concepción de la política sin tener en cuenta el sujeto, es una política jurídica, no política, no ética, sólo jurídica. Esa es siempre una política corrompida. En ese sentido cabe pensar que hay una relación entre política y clínica porque se trata de cómo regir una relación con los otros que es conflictiva y traumática, y la política no puede ser ajena a la escucha de lo traumático y de lo conflictivo. El espacio público no es un espacio de apropiación, es un espacio “sagrado”, inapropiable que no se rige por la relación contractual. Por eso es un espacio de acogimiento de los pobres, los enfermos, los locos, los niños. Que haya escuelas privadas es un escándalo, es una aberración. Que haya hospitales privados, es una perversión del pacto social. La enseñanza, la sanidad, la asistencia social son tareas inherentes al pacto social.

Uno de los efectos de ese tipo de sociedad es la medicalización de la vida y la psiquiatrización del comportamiento. La medicalización de la vida es relativamente tardía, porque Bichat, por ejemplo, que era un fisiólogo que se dedicaba a diseccionar cadáveres, decía que la vida propiamente humana es la vida au déhors, la vida de relación, muy en consonancia con el hecho pulsional, es decir, la presencia del otro en el cuerpo. La vida vegetativa no es la vida humana. Bichat no era un tipo precisamente adscrito a la Revolución Francesa. En cualquier caso tenía una concepción de la Medicina, como la tenía la Medicina hipocrática, en relación con la vida. Sin embargo, la medicalización de la vida relaciona la Medicina con la muerte, evita la muerte, no cómo vivir, sino cómo evitar la muerte, esa es la Medicina hoy día. Y los viejos pasan vegetando años y años.

La psiquiatrización del comportamiento es lo mismo. Cómo evitar el conflicto, que no haya trauma. Si leemos los DSM veremos que patología y vida subjetiva se confunden. El criterio de normalidad es una vida abstracta y des-realizada, que pretende borrar su experiencia. La abstracción de la vida es como la de la mercancía, que desconoce, como decía Marx, el sufrimiento que la produce. Esto tiene que ver con el proceso creciente de de-socialización, lo cual es correlativo con la desaparición de  la clínica del sujeto.

Se cree que eliminando el conflicto psíquico se consolida el yo y entonces se avanza en la proporcionalidad y en la armonía. Es un error, sólo se avanza en la apropiación y, por tanto, en la guerra y en la destrucción. El conflicto expresa la desproporción y el desajuste que existe entre los sujetos, determinados por el síntoma, es decir, por la particularidad de su desquiciamiento con los otros, y también el conflicto de su pertenencia como exiliado a la naturaleza. Pero si se elimina la perspectiva del conflicto se ha eliminado la dimensión ética de las relaciones entre los sujeto y de la relación con la naturaleza. Se entra así en el mito a-histórico de una concordia universal que no es más que la impunidad que se exige para una política de dominio y destrucción.

Nunca antes se había dado en la historia esta destrucción llevada por el hombre contra el medio vital en el que vive y del que vive. Que los seres humanos se maten unos a otros parece el deporte más apasionante de los seres humanos, pero que los seres humanos destruyan el planeta nunca se había producido en la historia. El nivel de destrucción y de barbarie de hoy es inédito. Hasta ahora todas las culturas tenían un respeto por sus recursos naturales e incluso se podían matar entre ellos para evitar la destrucción de un recurso de la naturaleza. El monoteísmo había puesto las bases para que se perdiera el carácter divino de la naturaleza y para que se convirtiera en mero campo de apropiación. Pero ha sido el capitalismo el que ha llevado al extremo esta paradójica apropiación que destruye el medio de vida del propio acaparador. Cuando el problema se quiere eludir con el llamado “capitalismo verde”, que habla, por ejemplo, del derecho de los animales, se está eludiendo el fondo del problema, a saber, que el capitalismo no puede evitar destruir el medio de vida de la humanidad.

                                                           VII

Hay una famosa ley capitalista, conocida como ley de Say, un economista francés de comienzos del siglo XIX, que establece el conocido axioma de que la oferta crea la demanda. He aquí una perfecta perversión de la demanda. Todo lo dicho anteriormente sobre la demanda pulsional como falta, que no hay objeto adecuado, que se trata de una demanda sin oferta, que es sólo demanda transitiva, todo eso desaparece y es como si la angustia quedara fuera de la demanda humana, de esa necesidad de inscribir la pulsión como demanda inconsciente, todo esto queda absolutamente borrado con la ley de la oferta y la demanda. Produzca todo lo que quiera, de forma ilimitada, que la oferta misma creará su demanda. No es la falta lo que preside la demanda sino su supuesto objeto. Creo que es una perversión que no está suficientemente desarrollada, pues significa la catástrofe  que supone el capitalismo. La relación  con el otro es de consumo exclusivamente. Lo miraré desde un ángulo lateral. Las relaciones matrimoniales, por ejemplo, han dejado de estar reguladas socialmente, es decir, al entender que tales relaciones privadas no podían tener consistencia social si se basaban solamente en el afecto amoroso, se regulaban por el grupo social. Ahora se considera asunto privado, como si imperara el vínculo amoroso. Pero a la vez en la sociedad capitalista el amor carece de valor y es sólo un capricho, sometido al consumo. Unas relaciones amorosas así concebidas, como capricho o consumo, empuja  a la violencia o a la permanente “rotación de capital”. Si quedas excluido, la angustia no deja otra salida que la violencia. Evidentemente la libertad de elección de pareja es una conquista de la humanidad. Pero pretender que esa elección tenga la proporcionalidad del consumo, y no la gratuidad del deseo, la contingencia no sólo del deseo sino del amor, puede llevar el derecho de propiedad hasta el asesinato. Ayer aparecía un artículo en el periódico El Mundo, que justificaba el asesinato de una muchacha rumana porque el chico estaba angustiado y ella le abandonó y quería llevarse a su hijo. Es un caso extremo de este infame periódico, pero indica lo arraigado de ese sentimiento de propiedad, de ese derecho de propiedad, que no sólo perdura sino que encuentra buen acomodo en la trama capitalista de las relaciones con los demás, en las que si el sistema de “rotación” y de rápida sustitución no funciona con suficiente rapidez, la angustia carece de otra salida que no sea la agresividad.

En efecto, si la demanda no se articula al dirigirse al deseo del otro, sino que está regida por el miedo al daño del otro, entonces queda ligada al rechazo, de forma que esa demanda se va a formular como exigencia, reivindicación, reclamación u odio. No acoge la respuesta del otro sino que se la quiere apropiar. Eso impide el trabajo de duelo, la elaboración ics. Se rechaza al otro sin el que no se puede vivir. Eso sí que es “guerracivilismo”, un permanente estado de guerra civil, esa mezcla de odio y pertenencia a lo supuestamente propio, siempre entonces amenazado por el desencuentro. Pero sólo se puede amar a un extraño, a un encuentro que no elimina el desencuentro de quien siempre viene de fuera y es, por encima de todo, un viajero de la contingencia. Es verdad que el capitalismo se quiere considerar efecto de la lucha contra la Esencia, pero sin embargo se propone como eterno y necesario. Es un contrasentido. Uno tiene que salirse del marco epistemológico del capitalismo para poder amar. Si no te sales del capitalismo no puedes amar y entonces sólo serás un iluso que no miras por tus intereses.

                                                           VIII

Quería apuntar para concluir una idea sobre la transmisión. Hoy día justamente uno de los problemas graves que tenemos, creo yo, es la falta de transmisión. A mi me sorprende sobremanera que los libros del psicoanálisis oficial, que tratan, por ejemplo de la formación o, como ellos dicen, de la enseñanza o, incluso, de la educación psicoanalítica, no hablen nunca de la transmisión. No deja de tener lógica. Por ejemplo, en el libro de Kernberg sobre las “controversias”, que se pretende de renovación, no hay el más mínimo cuestionamiento de los conceptos aburridos y dados por definitivos de la doctrina psicoanalítica. No se trata, por ejemplo, de repensar, en el sentido nietzscheano del umlernen, es decir del desaprendizaje como cuestionamiento, los conceptos llamados fundamentales, como la pulsión y el ics. Es sólo una acumulación de lecturas, amontonadas unas sobre otras sin el menor criterio con el objetivo de parecer liberal y moderno y sin tocar en lo más mínimo el aparato o dispositivo de poder, tanto de la institución como del analista, pues no hay otro objetivo que ese no cuestionamiento. Así el psicoanálisis se muere como clínica del sujeto. Ni que decir tiene que el término “sujeto” no aparece  ni una sólo vez en el libro de Kernberg.

Tiene su lógica, pues la transmisión es lo opuesto al patrimonio y a la apropiación. Es una pregunta a la que no se renuncia y efecto de la escucha y se dirige a un sujeto del ics, a su elaboración. El sujeto recibe ante todo esa pregunta, no la respuesta, que queda en suspenso como elaboración o para la elaboración. Se transmite una pérdida, no un patrimonio. Por eso no hay transmisión sin duelo. También sin gasto. En la transmisión se gasta el saber, no se protege. Decía mi siempre socorrido Aristóteles que el bien es lo que se gasta, a diferencia del valor que se intercambia, se ostenta y, como diríamos hoy, se publicita, o se consume, pero no se gasta. Gastar el saber es convertirlo en experiencia, como la vida que se gasta y así se hace su experiencia, o incluso como el objeto que se gasta (no meramente se consume) y eso hace que tenga historia y particularidad. Los valores son siempre abstractos. Por ejemplo, los objetos de consumo para Aristóteles no serían bienes, serían valores, objetos de intercambio. No serían valores porque sin haberlos gastado se consumen. Se consumen sin haberlos gastado, mientras que lo que hace del objeto un bien es su experiencia, la experiencia del objeto, la vida del objeto como bien, el gasto, la experiencia del objeto, su contingencia. Lo otro es sólo un valor de intercambio, ahora me compro un coche más nuevo o no voy a ir con esta chaqueta vieja. No se gastan los objetos, sólo se consumen. Y ahí no cabe transmisión porque la transmisión está absolutamente en contraposición con toda idea de apropiación. La transmisión es un gasto de saber, no su consumo o su ostentación, es decir, su muerte. Si el saber se concibe como patrimonio, no hay posibilidad de transmisión.

El saber no se dirige al tribunal. En esa dirección se muere, es mera pertenencia del otro, y nada tiene que ver con mi deseo. Hablé anteriormente del voto de stabilitas loci. El saber conventual era un saber intocable que era mero comentario de autoridad. De ahí el inamovible Libro de sentencias de Pedro Lombardo, como comentarios establecidos del texto sagrado, de la Biblia. La Universidad se funda, como explicó Kant, en la distinción entre la verdad de razón y la verdad de fe como paso previo a poder pensar una posible articulación. Se inaugura así la razón crítica, que trasmite preguntas y no meramente enseña respuestas. No hay transmisión si no hay razón crítica, porque si haces patrimonio tú no transmites las preguntas. Y si no transmites las preguntas, si transmites sólo las respuestas, te conviertes en un catecúmeno.

El catecúmeno entra al servicio de la respuesta instituida. El saber es un mero ritual o un mero chisme, como sucede en las doctrinas de acusación. Con el chisme uno se siente formando parte de una ficción abstracta, carente de temporalidad, de límite, de finitud y de olvido. En la vida pasan cosas y hay experiencia de ellas. Por eso no se ignoran, como en el suceso sin experiencia, pero se olvidan, tienen su tiempo y su inscripción ics. Recordaré el caso de Andrew Felmar, un psicoterapeuta canadiense que en los años sesenta escribió un artículo sobre el carácter terapéutico del LSD. Pues bien hace relativamente poco fue detenido en la frontera de Estados Unidos porque el policía de turno buscó en el ordenador y apareció la referencia a ese artículo considerado apología de un delito. Ni olvido ni transmisión, sino ignorancia y chisme. No hay temporalidad, ni pérdida, todo está archivado aunque no elaborado o inscrito en el ics. Esta especie de simultaneidad, de todo a la vez, sin espacio de reflexión, toda la información a la vez, sin preguntas, sin pensamiento crítico, se convierte en un programa de denuncias, de delación. Se utiliza esa simultaneidad para acabar con la subjetividad. Situar la información fuera de tiempo es matarla. He aquí la antítesis de la transmisión, la cual coloca el saber como zétesis, como búsqueda, como cuestionamiento de lo dado, nunca como prevención que excluye la dimensión del cambio inherente a la subjetividad. La psiquiatría preventiva es una total aberración, un verdadero asesinato del alma.

Volver a pensar la subjetividad es también volver a pensar la política y el espacio de lo público como espacio común inapropiable. Es resistir a la destrucción. No hay política sin esa tarea de creación de un espacio público. Exteriorizar ese espacio hasta el punto de convertir el Estado en mero gestor de intereses mercantiles individuales es una aberración moral y política. La misma que confundir el sujeto con ese fetiche de individuo abstracto y muerto. No hablo mucho de Foucault pero hoy quiero terminar refiriéndome a un pequeño texto, La vida de los hombres infames (infâme, anónimo, fuera del brillo del éxito). Dice Foucault: “Henos de nuevo aquí, con la misma incapacidad de superar la línea, de pasar al otro lado, de escuchar y hacer comprender el lenguaje que viene de la otra parte y desde abajo”. Eso debería formar parte de nuestro oficio, el de Lumpensammler, el de hurgar en lo excluido, en lo de abajo, en lo oscuro, y no en el cursi claro del bosque que sólo busca el brillo y el lucimiento. Somos “hijos de la noche” que no ocultamos la súplica con el ritual. Así, creo, debería ser.

Francisco Pereña