¿Qué significa prestar atención a la locura?

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Francisco Pereña: “He contrapuesto verdad y razón para referirme a lo que interpela al “ser” mismo del sujeto como carencia frente a ese campo denotativo y cerrado, que es la razón. La verdad es un cuestionamiento que nada concluye. Si el loco se presenta a cielo abierto, con, por ejemplo, La certeza paranoica, también nos señala la paranoia clandestina con la que nosotros nos dotamos de identidad”.

Texto de Francisco Pereña leído por él en la clausura de Las VIII Jornadas de la “Revolución Delirante”. Asociación de jóvenes profesionales de la Salud Mental.

 

Hace poco alguien me invitó a un debate contra el voto en un local llamado Motín. No acepté, pero me picó la curiosidad por lo atractivo del nombre del lugar: Motín, hermosa palabra donde las haya, que remite a una revuelta que carece de organización, de identidad y de pertenencia. Para los griegos, la esperanza era el mayor mal que encerraba la caja de Pandora. La ira, por el contrario, era para ellos una virtud. El motín es ira, no es esperanza, pero sí es posibilidad.

El pasado mes de enero fue el centenario del asesinato de Rosa Luxemburgo, y de su compañero K. Liebtneckt en el canal Landwehr de Berlín, a manos de los Freikorps. En mi juventud leía con gran interés a Rosa Luxemburgo. Decía cosas como que “la organización no precede a la acción revolucionaria sino que procede de ella” y que por tanto no se puede prever, pues nace de la acción misma, no del hacer programático. Esto, a nosotros, nos debe resonar, porque creo que ya aprendimos que el saber con el que tratamos, o con el que traficamos, o proviene de la acción, del encuentro mismo con la locura, con esa pregunta radical, es decir, sin respuesta, o sería un saber predicativo y muerto, es decir, una respuesta codificada que nos aleja definitivamente de aquello a lo que supuestamente respondemos. No estoy dispuesta, escribió, a pasar mi vida encerrada en una secta, y también que prefería una revolución fracasada a una “revolución” belicista, totalitaria y cruenta. ¿Acaso ya no sabemos que el sujeto supone de por sí el fracaso de la identidad? Cada vez que hay un sujeto en juego, es decir, desnudo de identidad, como con todo su pesar lo es el loco, ninguna historia lo concluye. Digamos entonces que la locura es el fracaso de la revolución porque es el fracaso del hombre, su más íntima imposibilidad, su verdad inasible. Rosa Luxemburgo, aquella frágil e intrépida judía polaca, afirmaba que la revolución es ante todo una tarea moral y por ello, según sus palabras, de amor a la vida. ¿Para qué construir un mundo en el que no se pueda vivir?, se preguntaba con gran tino.

Esto separa el revolucionario profesional del amotinado. Si la evoco aquí es entre otras razones porque era una amotinada. Los amotinados no representan ningún “nuevo orden”, ninguna nueva certeza. Ningún camino conduce a parte alguna y la locura no es más que un cuchillo clavado en el corazón del sentido.

Cuando Laura (Martín) me escribió para pedirme que viniera a estas Jornadas, me dije que esta vez sí vendría al motín de lo que llamáis “Revolución Delirante”. No lo tomo como una seña de identidad. Es, a mi entender, un motín contra el orden establecido, es decir, viene de la desesperación y del hartazgo de ver cómo cada vez se vuelve a repetir lo mismo, un saber con el que cada cual se carga de razón para proclamar la objetivación del loco, modo de trapichear con el Estado y sus empresas. Es un hartazgo de ver cómo el dolor, que es la esencia de la clínica y que guarda una secreta relación con la verdad, se quiere transformar en una arquitectura diagnóstica cuando no en excusa para un ridículo ejercicio de omnipotencia. Así se intenta incluir al loco, en cuanto objeto de observación, en el campo científico. Pero todo científico sabe que sus “verdades” no sólo son parciales, pues es incompatible una ciencia que se proponga como total, sino efímeras. El científico no pretende hablar de la verdad. Su trabajo es más humilde, es un trabajador de la razón, pero cuando la verdad, que no es como la razón sino, en todo caso, asunto, digamos, más filosófico o religioso, se quiere presentar a su vez como razón científica, comienza la  farsa.

Y, sin embargo, en los orígenes de la psiquiatría está la liberación de los locos de Bicêtre y al Tratado que Pinel escribió sobre la locura lo llamó “médico-filosófico” y al tratamiento lo denominó  “moral”, o sea, que se trata por tanto de la verdad, en cuanto pregunta que interpela un no saber, y no de la razón  que denota un objeto con su correspondiente representación. El origen de la psiquiatría no está pues en la ciencia, pero, sin embargo, está orientado contra la religión, contra el estigma demoníaco de la locura. Supone la liberación del loco como sujeto, como real existente y no como mero efecto de estructura, ni como degradación, ni como objeto anónimo e inerte.

Fue después cuando el Estado encarga e instituye al psiquiatra como el que sabe qué es la locura. Nombra la Psiquiatría como disciplina científica. Ahí comienza el calvario de una disciplina que, por un lado es tan fundamental para el sistema, para proteger de la locura a ese tinglado de ficción al que llamamos Sistema, pero, por otro, ha de prestar atención a la locura, quiera o no quiera, y eso tiene sus consecuencias. ¿Por qué, si no, dedicarse a un oficio que nos interroga sobre lo que no tiene remedio, es decir, el sujeto mismo?

Nos hemos escandalizado porque en la Unión Soviética se recluía en manicomios a los disidentes políticos. Sin embargo, ¿por qué no pensar que era una forma de referir  la locura en un terreno, lo diré irónicamente, que no era del todo falso, puesto que ciertamente cuestiona el orden establecido? De hecho, el encerrar a los disidentes políticos en los manicomios es antiguo. Da Porto, en sus crónicas de comienzos del siglo XVI, dice que en el castillo de Padua “acostumbraban los venecianos a tener secuestrados a muchos locos y mayormente a aquellos que hablaban contra su Gobierno”. No olvidemos que Sade murió en el manicomio de Charenton.

Si utilizo el término locura en vez del “objeto,” digamos sarcásticamente, “científico”, es para incluirme. La locura me incluye en cuanto incluye al sujeto de la locura, sujeto que expresa bien que es inquietud del existente, de quien está expuesto al existir, a tener que sostener la decisión de vivir. La locura es, así, subjetividad impúdica, irreductible a cualquier confort de identidad. Decir “psicóticos”, o no digamos los habituales TOC, TLP, TGD, TDHA, etc., es, al menos, excluyente, cuando no cursi y ridículo.

Recordad el Áyax de Sófocles. Atenea ha castigado al llamado “invulnerable” héroe aqueo, con lo que Tecmesa no se atreve a nombrar, es decir, ese nombre terrible (así dice el texto) que es la locura. Atenea invita a Odiseo a entrar en la tienda de Áyax para contemplar su locura y Odiseo responde: “Siento compasión por él, desdichado, a pesar de ser mi enemigo, pues a un hado fatal está uncido y pienso en mí mismo no menos que en él, pues, en efecto, todos cuantos vivimos no somos sino fantasmas y vanas sombras” (120 ss.). ¿No es así como nos interpela la locura? La locura interpela a Odiseo, porque ve en Áyax la violencia de quien obligado a actuar no sabe lo que hace, interpela así al corazón del humano, interpela a su fragilidad, a su desvalimiento, a su torpeza, a su confusión, a su no saber vivir, al terror que ese no saber provoca. Áyax, lejos de representar lo “inhumano”, por ejemplo el anonimato del gen, expresa y proclama lo más radical del hombre, una verdad condenada a no traducirse en saber vivir.

He contrapuesto verdad y razón para referirme a lo que interpela al “ser” mismo del sujeto como carencia frente a ese campo denotativo y cerrado, que es la razón. La verdad es un cuestionamiento que nada concluye. Si el loco se presenta a cielo abierto, con, por ejemplo, La certeza paranoica, también nos señala la paranoia clandestina con la que nosotros nos dotamos de identidad. Ellos son paranoicos insoportables, nosotros somos paranoicos clandestinos, o simuladores, y no menos insoportables y mucho más peligrosos.

Por eso, suelo citar a Epicteto que definía al loco como aquel que no puede mentir, ni puede mentir como melancólico ni tampoco como paranoico. Os recomiendo vivamente la lectura de Sarah Kane, una excelente dramaturga inglesa, que, como ya le sucedió a Paul Celan, su refugio melancólico en la escritura no la protegió del suicidio. Queda así claro que, como nos enseñó Julio Fuente, no hay “mejor” y más eficaz refugio contra la melancolía que la paranoia.

La locura no tiene remedio. Interpela una verdad irreductible, porque no sabe. Se muestra en su desconcertado e insoportable dolor. En verdad, somos charlatanes que usamos palabras  y palabras que ignoran su origen, el extravío de nuestras ateridas y con demasiada frecuencia violentas demandas.

Este oficio nos exige un cuestionamiento constante. Cada vez que se me pide hablar de él me digo: todo está dicho, y a la vez (así lo digo) nada está dicho o está aún por decirse, y así cada vez. Ese estar siempre por decirse tiene que ver con lo que llamo verdad, bien lejos, entonces, de toda correspondencia entre objeto y representación. Por eso es un oficio que, como el motín, es una revuelta ética, o moral, como la llamaría Pinel, contra la mascarada de la identidad.

En nuestro oficio, el cuestionamiento permanente es requisito indispensable para poder  escuchar. Nada ha sido dicho y, sin embargo, alguien habla, un sujeto habla tras su propio parloteo de lo que hay que hablar y no acaba de decirse, de lo imposible de remediar. Lo diré de manera muy sencilla: en un sujeto está la determinación social y la determinación genética pero ninguna de las dos le hace sujeto; lo que le hace sujeto es lo que esas determinaciones tienen de singular para la respuesta que es un sujeto en su singularidad. A esta determinación la llamo sintomática por ser contingente, singular a la par de irreductible. Como tal sujeto determinado, queda fuera de sus propias determinaciones  externas. Esa es, por lo demás, su posibilidad. La apuesta de la libertad es la apuesta contra la objetivación de cualquier determinación externa. El sujeto es la apuesta hamletiana de la permanente decisión entre ser y no ser. Eso da toda la prominencia al problema moral, pues es un dilema que afecta a la decisión de vivir a  pesar de su imposibilidad.

De este oficio me gustaría resaltar que uno de sus mayores hallazgos ha sido la constante compañía de la marginación. Me siento tan avergonzado de cómo es el mundo que me ha tocado en suerte, que este oficio me ha permitido refugiarme en sus zonas más invisibles. Prestar atención a la locura ha tenido en lo que a mí se refiere el alivio de descansar de prestarme atención a mí mismo. Eso, como todos sabemos, es un gran alivio.

Diré para terminar, que prestar atención a la locura significa además para mí, entre otras cosas:

  1. Un modo de vida, ese oficio del que hablaba Cicerón que es de por sí un modo de sentir la vida, de no perder la sensibilidad de la vida.
  2. Una mirada distinta. Una mirada distinta ya no tiene remedio. Ve al sujeto de la angustia donde la persona de orden ve al ciudadano, ve lo que la locura delata una y otra vez, que vivimos de la clownerie (Kafka), de la farsa con la que nos consolamos de la imposibilidad de vivir, de que no sabemos qué hacer con la vida que depende de otro y que a la vez no hay ningún otro que la pueda sostener o explicar.
  3. Que la locura es expresión abierta de esa imposibilidad de vivir y del daño que conlleva. Permitidme decir que así como el terrorista expresa y acentúa, hasta la exacerbación, el crimen cotidiano de la sociedad que les persigue (pensemos, por ejemplo, en los miles y miles de emigrantes que siguen muriendo en las costas españolas, o en la guerra del Yemen, entre otros miles y miles de casos), así, de manera parecida, el loco, irredento, expresa y digamos que denuncia con su propia paranoia la certeza paranoica que sostiene un Estado que ejerce la exclusión de manera ineludible y cruel. Hablamos todo el tiempo de la certeza psicótica (o, mejor dicho, paranoica) y yo me pregunto: ¿acaso la mascarada de la identidad no se sostiene en una certeza compartida? El paranoico afirma una certeza que “no es”. Nosotros ejercemos una certeza que creemos “ser”.
  4. La mirada insondable del loco ve lo invisible, lo que la persona de orden ha de no ver para permanecer como tal persona de orden, ve el desgarro de quien reclama el fundamento del que carece y que es precisamente lo que le convierte en sujeto. La vida es imposible para un sujeto, y negar o borrar la condición de sujeto es el mayor empeño de los saberes del Estado. Nunca el loco fue tomado como ciudadano, como no lo fueron los esclavos de las colonias francesas, como no lo fueron las mujeres, como no lo fueron los negros, o los que fueren según cada momento. Añadiré: como no deberíamos serlo nosotros, o como yo al menos no quisiera serlo.
  5. Nunca faltaron los que dijeran que el loco es un “gorrón” o un estorbo. Son estorbos, sin duda que lo son, no tienen remedio. Atendemos (así lo elegimos) a lo que no tiene remedio, en nombre, sin embargo, de la posibilidad de vivir. Que la vida es imposible quiere decir que se sostiene en la voluntad de vivir. El loco, por ejemplo, se refugia en la paranoia porque quiere vivir, como, no lo dudemos, hacemos todos, y como no pudieron hacerlo ni Paul Celan ni Sarah Kane entre otros.
  6. Atender al loco es prestar atención a lo irremediable. No hay programas acabados de rehabilitación, ni de eficaz contención, ni otra “cura” que no sea la habitual: eliminar y destruir su condición de sujetos. Don’t switch off my mind by attempting to straighten me out. Listen and understand… (Por favor, no desconectes mi cabeza intentando arreglarla. Escucha y comprende…), escribió Sarah Kane antes de su suicidio en un psiquiátrico londinense.
  7. Por lo demás, insisto: no hay remedio. Esquirol, por ejemplo, proclamaba: Sacad al loco de la familia, el mayor foco de locura. ¿Dónde llevarlos? ¿A dónde conducirlos? No hay ningún lugar apropiado. Conviene saberlo. Nada hay, por lo demás, menos “universalizable” que la locura. Es difícil de acotar y sobre todo de homogeneizar.

Cada vez que oigo presumir, con sonrisa beatífica, de determinados éxitos terapéuticos, siempre asociados al “certero” diagnóstico, me abochorno. No es que no pueda haberlos, pero uno, en verdad, no lo sabe, y en todo caso uno  no es quien ha de decirlo o presumir de ello.

Ya termino. Respecto del pesimismo que quepa quizás deducir de mis palabras, sólo diré que dicho pesimismo implica elegir el camino de la posibilidad en el seno mismo de lo imposible. El sujeto es precisamente eso: la posibilidad de vivir en el seno de la imposibilidad de vivir. Que la angustia esté ligada estrechamente a la inquietud y al deseo de vivir es lo que Kierkegaard llamó la angustia como posibilidad. Las acciones de los hombres son impredecibles, por mucho que ya creamos saberlo todo de ellas nunca vamos a dejar de asombrarnos. Quizás, por eso prestamos atención a la locura.

 

Francisco Pereña.