Seminario: Cómo pensar la Clínica del Sujeto II

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Francisco Pereña nos ofrece cuatro nuevas conferencias sobre Cómo pensar la Clínica del Sujeto.
las fechas de las sesiones son las siguientes:

28 de Septiembre
26 de Octubre
23 de Noviembre
18 de Enero de 2019

Horario: de 19,30 a 21 horas

Lugar: Instituto Internacional de España. C/ Miguel Ángel, 8

Matrícula: 65 euros. Inscripción en el mail piedadruiz7@gmail.com hasta el 28 de Septiembre de 2018, fecha de la primera sesión de este seminario. Se admitirán inscripciones posteriores a esta fecha asumiendo la pérdida de la primera sesión.

Pago de matrícula: En efectivo el 28 de septiembre al asistir a la primera sesión. Si se desea hacer transferencia a cuenta bancaria, diríjase al mail de Piedad Ruíz referido donde se le facilitará un número de cuenta.

 

Ofrecemos una síntesis facilitada por Francisco Pereña relativa a los contenidos que abordará el seminario, como continuación de las sesiones del año pasado:

 

Proseguimos este año el curso iniciado el año anterior sobre cómo pensar la clínica del sujeto. Dos campos temáticos quedaron pendientes: cómo podemos entender la “psicopatología” y qué criterios podríamos establecer para orientarnos en nuestra práctica.

Iniciamos la cuestión de la psicopatología preguntándonos qué entendemos por diagnóstico, una vez que lo separamos de todo tipo de etiología, y por qué motivos habría que mantenerlo o no. Propusimos al respecto cómo pensar una posible lógica del delirio y las diversas maneras que tiene el sujeto psicótico de tratar su odio a la melancolía. Queda pensar el amplio campo de los “trastornos del límite”, qué es lo que nos permite hablar de ello y qué posible criterio diferencial cabría establecer. Dónde incluir el enigmático autismo, el no menos enigmático y violento TOC, la anorexia, la bulimia, la drogadicción, así como los habituales cruces o las propias variaciones que se producen, por ejemplo, en la adolescencia. La cuestión del “narcisismo patológico” debería ser pensada sin caer en el reduccionismo del criterio, siempre insuficiente, del narcisismo, no reducible a un mero cuadro diagnóstico.

Después se abordarán las neurosis, y qué criterio se podría establecer en relación con  los otros espacios diagnósticos que no se limite simplemente a las llamadas “estructuras” de la neurosis obsesiva y de la histeria, asignada, la primera, a la posición masculina, y la segunda a la posición femenina. Al hilo de esto querría profundizar en este asunto de la diferencia sexual, del enigma del sexo y sus efectos en el campo de la “psicopatología” en general y de las neurosis en particular. Creo que hay, por ejemplo, peculiaridades en el delirio de filiación, incluso en el persecutorio, si se es mujer u hombre. ¿Por qué la gran mayoría de sujetos autistas son varones? ¿Qué criterios tenemos para hablar de posición femenina y de posición masculina? Si el sujeto lo es de la palabra, no lo es menos del enigma del sexo, donde se dan cita tanto el deseo como la angustia o, lo que es lo mismo, la incompetencia del propio deseo, lo que no se limita a una mera explicación historicista sino a una genuina y radical incompetencia. Sin esa determinación del sujeto sexuado nos iremos a abstracciones más o menos beatíficas o “científicas”, pero perderemos sensibilidad para escuchar la real dificultad que supone el vivir para un sujeto. La fobia, que es siempre un tenaz obstáculo del deseo, nos ayudará también a pensar este asunto.

El segundo bloque se refiere a la cuestión del oficio “psi” y de nuestra práctica clínica. Primero, por razones de “jerarquía” e históricas tenemos la psiquiatría. El psiquíatra es una figura muy peculiar. Se le asignó, por parte del Estado, un saber que no tenía y esa asignación es una contundente atribución de poder. Es el encargado de la locura, lo que le coloca en una situación ambivalente, entre la función “policial” de quien se hace cargo de la “marginación” social y la sensibilidad ante un enigmático sufrimiento que cuestiona su función de “guardián”. Es una situación que no puede eludir y que afecta a una práctica en la cual ocupa un lugar esencial la protección del loco. De esa contradicción surgen diversas formas de pensar el oficio psiquiátrico, ya predomine una especie de asepsia pseudocientífica o haya mayor implicación ética en el cuidado asistencial.

La psicología nace más vinculada a la educación y por tanto se le asigna una función principalmente “integradora” y adaptativa. Por eso su refugio teórico ha sido la psicología evolutiva.

El psicoanálisis nace de ver en la infancia, en las primeras experiencias afectivas, el origen del malestar psíquico. De ahí dedujo la importancia del inconsciente en la trama del acto del sujeto a lo largo de su vida, así determinada en su particularidad sintomática. Eso le dio la pátina de un saber genuino y “auténtico” por fuera de las condiciones sociales e históricas, que le ha dado la apariencia de una pureza que únicamente se sostiene en el doctrinarismo grupal es decir, en una pertenencia cuya modalidad va desde el modelo IPA, que quiere mantener como guía ideológica el patrón “científico” y el asociacionismo burgués de la salvaguarda de los intereses corporativos, al modelo lacaniano cuyo patrón es más de tipo religioso y la pertenencia es la adhesión a un puritanismo de tipo caudillista. La corriente hoy más en boga es el “psicoanálisis relacional” cuyo patrón es más de tipo “sociológico” que privilegia la intersubjetividad entendida como normalización terapéutica y corrección emocional. La función adaptativa se convierte así en primordial.

Las tres orientaciones coinciden, sin embargo, en el abandono, explícito o no, del concepto de pulsión, sustituido por el Yo, el goce o por un tipo de intersubjetividad que tampoco da cuenta del conflicto psíquico y no afronta, por tanto, la radical inadaptación del sujeto a la vida, en todas sus variaciones, la angustia fundamental y la imposible coincidencia de ese mismo sujeto con el mundo que tanto ha creado como padece.

¿Cómo podemos pensar nuestra práctica? Si cada vez  comienza con cada sujeto que acude a nosotros la posibilidad de un encuentro a partir del retorno de la precariedad y de la angustia, lo fundamental será esclarecer esa aparición del dolor y de la angustia que  manifiesta la dificultad del sujeto con la vida ya se muestre como maltrato de lo que quiere o como imposibilidad de querer o como sometimiento de su malestar al odio más obstinado y desesperanzado. El sujeto, al margen de su modalidad “diagnóstica”, no está dotado de un mundo en el que descansar. Su insatisfacción es su motor y también  su mayor peligro, el de arrasar con ese otro del que depende y al que está dispuesto a atribuir su propia dificultad de vivir

 El poder que rige nuestra práctica tiene que ver con el rigor y la modestia de una posición que sólo si no ejerce ese poder atribuido puede dar a la angustia el estatuto de posibilidad. No olvidemos que si la palabra nace del dolor no puede, sin embargo, decir el dolor. Eso determina una escucha e implica una determinada manera de entender la transferencia y la elaboración, en suma, lo que podemos llamar el “encuentro” terapéutico, respecto del que independientemente de lo que se suele llamar “experiencia profesional”, no sabemos lo que va a pasar. Es cierto que resulta difícil establecer  cuándo un encuentro, digamos un análisis, ha sido un fracaso, pero esto no nos impide saber que muchos análisis se puedan considerar un fracaso y que nuestro mayor tino estará en no ser un obstáculo para un sujeto que se atreva a cuestionarse. Por eso entendemos que no hay transferencia sin elaboración y viceversa. El saber, también el nuestro, será siempre producto de ese encuentro y de la imposibilidad de decir el sufrimiento. Que aprendemos de nuestros “pacientes” no es un eslogan, es, a mi parecer, una evidencia,  una experiencia que nos coloca donde nuestra práctica lo exige: en la marginación.