«Mi locura»

publicado en: Salud mental | 0
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“Recuerdo pensar que me estaban quitando las alas y tener la sensación de una mutación horrible en los omóplatos. Recuerdo dudar, por primera vez, de mi locura. El principio del fin…”

 

Publicado en la revista Massaconfusa (Nº1>2006), queremos agradecer a Lucas Álvarez de Toledo que nos haya dejado incluir su texto en la web.

 

 

Mi locura es un relato escrito sobre el recuerdo del delirio. La experiencia de la locura atañe a lo más íntimo de la vida de uno y escapa a cualquier intento de clasificación o legislación que trate de reducirla a una correspondencia o una identificación con la enfermedad, en su descripción psicopatológica. En su vivencia singular el autor rememora con una mirada sensible, compasiva y audaz su experiencia del delirio. En su paso por la institución psiquiátrica menciona algunas de las  cuestiones que tanta controversia despiertan en el ámbito profesional de la salud mental, como son el destino de soledad y encierro de los locos o el tratamiento farmacológico cuando sólo sirve de freno temporal y anulación subjetiva.

 

Clara Morales

 

Mi locura

No sé si lo digo con orgullo o con la chulería de quién ha estado en un lugar peligroso y ha vuelto sin apenas rasguños. Cuatro ingresos en psiquiátricos en un año no son ninguna tontería. Al final el doctor se reunió con mi familia para decirles que me daba por crónico, por caso perdido.

Claro que por entonces yo ya estaba viviendo en el Parque del Retiro con los ojos alucinados y las pupilas como platos, viendo respirar el césped, oyendo mi nombre en el viento, leyendo mensajes subliminales dirigidos a mí en cada cartel publicitario. Los amigos con los que me encontré entonces todavía hoy me recuerdan el olor tan fuerte que despedía, el aspecto de auténtico vagabundo (toda mi gratitud es para ellos).

Lo que más recuerdo de entonces es un concepto que luego leí en un libro de psiquiatría: “delirio interpretativo”. Ese delirio me daba de comer cuando no tenía nada, me dejaba tres días sin dormir y en la calle, me pintaba de azul, me ponía los patines a las tres de la mañana. Ese delirio me hizo quemar un cajero automático, llevarme un coche de alguien, anunciar constantemente la llegada de “la revolución del cielo”. Creo que mi tipo de delirio lo llaman algunos “el del iluminado” más cerca de Don Quijote que de un esquizofrénico negativo o paranoico. Nunca violento, siempre iluminado.

Ya han pasado diez años desde aquel episodio, y he tenido que dar por alucinaciones muchos de los recuerdos que tengo de aquel entonces. Sé que mi tipo de locura fue afortunada por ser positiva, sé que lo peor se lo llevaron mi familia y los pocos amigos que me fueron a visitar en los psiquiátricos, cuando me ataban a la cama, y yo esperaba interminablemente a que llegara la hora de comer como el gran acontecimiento del día (ni siquiera un preso está tan solo como los locos). Lo peor se lo llevaron los que me vieron en libertad, literalmente a un pasito de la muerte (mi madre me vio bajar a las vías del metro a por una colilla). Para mí todo era parte de la aventura de un “superhéroe”, del evangelio de un nuevo profeta, un milagro más de un nuevo incomprendido Jesucristo. Iba a llegar la revolución, el gran cambio, la luz. Entonces todos comprenderían por fin mis palabras y mis actos de loco. La espera de ese momento era lo que más ansia y euforia me producía. En fin estaba como un cencerro.

Y lo peor de la locura fue perderla. Recobrar la cordura me dolió hasta físicamente. Recuerdo una noche en el psiquiátrico en la que me dolía la espalda horriblemente. Recuerdo pensar que me estaban quitando las alas y tener la sensación de una mutación horrible en los omoplatos. Recuerdo dudar, por primera vez, de mi locura. El principio del fin, el punto de inflexión en la onda, las puertas de la espantosa revelación de un cuerdo: “soñé con ser el gran fabricante de relojes y cuando me desperté solo era un reloj defectuoso”.

Pero no fue el psiquiátrico ni los neurolépticos lo que me hicieron “bajar”. Cuando me bajó yo estaba libre, vagabundeando por Madrid. Un día decidí que tenía que volver a casa y acabar el curso universitario, así por las buenas, y volví, pero claro que luego vino la depresión, las nuevas pastillas, el falsear recetas para probar todos los antidepresivos que pudiera encontrar en el Vademécum. Las ganas de morir, de no despertar por la mañana. Si de algo me sirvió es para saber que nunca he estado peor, que nada de lo que me pase se le podrá comparar. Que hay luz al final de cada túnel, y que fue ese el más interminable de mi vida.

El delirio duró seis meses y seis meses la depresión. Dos fases de una onda, una hacia arriba y otra hacia abajo. Un día me desperté y era otra vez el de siempre. El doctor me dijo que había pasado diez años en uno. Tenía toda la razón.

Desde entonces tengo mis señales de prohibido: las revelaciones, lo esotérico, el LSD… Los alucinógenos ya no me interesan, como el Obélix que cayó de pequeño en la marmita de poción mágica y ya no “le pone”. Ando con pies de plomo por esta realidad a la que tuve la suerte de regresar. No me fío tanto de mi intuición ni ato cabos tan a la ligera como entonces. También sé lo que de autoinducida tuvo la locura: las ganas de huir, de atajar hacia los sueños, la gran Evasión. ¡Ay! mi querida Evasión: ¿dónde estás ahora que no te necesito?

¿Y las facturas de todo el proceso? Para mi familia, la mayor de todas: ver cómo se te escapa una persona querida de este mundo hacia otro. Para mí (importe aproximado) una factura por el total de mi inocencia.

Pero, ¿de la felicidad qué? De la fortuna de seguir vivo sin haberme roto la cabeza en patines por la Gran Vía. De la suerte de volver a la cordura “de rositas”, sin recaídas, sin depresiones, sin pastillas desde hace diez años. No tuvieron tanta fortuna los amigos que hice en el psiquiátrico: suicidas, anoréxicas, crónicos que me dieron todo su amor cuando yo babeaba, atontado por unas pastillas que solo servían de freno temporal. Tampoco tuvieron tanta suerte los vagabundos del parque, que compartían conmigo su trozo de pan, su queso, su manta. Ni los desgraciados que acabaron conmigo en el calabozo de la comisaría alguna noche.

¿Conclusiones? tal vez la de que muchos tenemos una especie de palanquita en nuestro interior. Una separación, un golpe duro, un buen trauma o unas buenas dosis de alucinógenos te la pueden activar abriendo así tu propia caja de Pandora. Hay quien no tiene esa palanquita, (cuerdos crónicos) y hay quien la ve aparecer con los años. Prefiero un buen brote psicótico a los veinte años que una depresión a los sesenta. ¿Puedo bromear? Es un privilegio del que vuelve intacto.

 

Lucas Álvarez de Toledo