El miedo y la muerte (3)

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La “mano invisible del Mercado” ha tenido que ir acompañada de la “mano visible” del Estado. El Estado jugó un papel fundamental en la expansión del sistema capitalista, por ejemplo, para la desaparición de los bienes comunales y también, a través del Estado-Nación, para proteger los intereses nacionales mediante la rapiña de otros países, y preservando con sus leyes la propiedad privada y el libre comercio o sistema de producción de mercancías. La separación Iglesia-Estado, que con tanta virulencia defendía Hobbes, se consagra como condición del nuevo orden capitalista. La Iglesia ya no se orienta por la Historia de salvación, sino que centra su misión ante todo en el ámbito familiar, basado en la sumisión de la mujer al hombre, y protege ese campo de la reproducción de mano de obra que es la familia. La Iglesia, lejos de intervenir en la “amoralidad” de la vida pública y en la desafección misma que supone, limita su actividad y su prédica a la familia, a lo más, a la prédica de los valores privados, únicamente privados, del afecto y de la compasión.

La Historia de salvación que la Iglesia decía encarnar hasta entonces, dotaba la vida social de un  tiempo  de esperanza, que era sin duda, como señalaba Spinoza, un modo de servidumbre ejercida como promesa de salvación. En este momento ha desaparecido tal dimensión histórica y la religión se reduce a un rigorismo moral que esclaviza las conciencias y deja el campo libre al sistema de producción mercantil. Hasta entonces el hombre estaba convocado a la salvación como promesa colectiva de la Iglesia católica y universal. Ahora, por el contrario, el protestantismo instituye ese rigorismo moral que consiste en que es el hombre quien se juzga a sí mismo, como si en verdad supiera que ya no se puede perdonar a sí mismo, como si tuviera la dimensión radical del pecado. Dios puede salvarte, pero no por tus obras, no por tu merecimiento, sino por su insondable y  gratuita decisión. Se ve así atrapado en un trabajo como única actividad de la vida que le distrae de su profunda melancolía religiosa, de su insoportable rigorismo moral.

Esto no quita, sin embargo, que el hecho de que la religión perdiera el carácter de poder absoluto, encarnado en la Iglesia, también abriera la posibilidad  de una experiencia religiosa que se rebela contra lo que Kierkegaard llamó la mundanidad, contra “los adscritos al mundo”[1]. La experiencia religiosa muestra aversión a los negocios, es una experiencia de no pertenecer al mundo, que es lo que el propio Kierkegaard situará como experiencia misma de la subjetividad. Para el sujeto, la vida no es “mundana”, no es un estatus, es un desafío, y en ese registro el tiempo no es el encadenamiento al miedo, no es el tiempo que marca la amenaza, sino el instante que rompe con toda idea de totalidad que impone el capitalismo. El instante es la aparición de una posibilidad. La posibilidad no coincide nunca con la realidad, no concluye, como el mismo sujeto, lo que implica que la vida no coincide con la realidad. La vida será el desafío de la fe. Frente a los adscritos al mundo, enemigos de la vida, la vida requiere la decisión de la fe. La vida es un milagro, o quizás una maldición, y un misterio que tiene la opción del instante, la oportunidad de la palabra no dicha por sabida que parezca para la institución colectiva, para los “adscritos al mundo” que desprecian lo que no coincide con su realidad. La hermosa película de C. T. Dreyer, Ordet, ilustra lo que digo.

En ese lugar podemos encontrarnos con Simone Weil, con Edith Stein o con Bonhoeffer. Puede resultar irritante colocar a Kierkegaard junto a Simone Weil, Stein o Bonhoeffer. La desesperación de Kierkegaard es tortuosa y turbia, como su ira. No así la de S. Weil, Stein o Bonhoeffer. No obstante, la desesperación consiste en saber  que el misterio es la vida misma, como el pecado, y que la fe en la vida, como trascendencia que es y que rompe la pretensión de inmanencia total, es sentir el abismo de la vida que no admite consuelo colectivo. En eso cabe reunirlos, en el rechazo a una inmanencia cosida con el resentimiento y la impunidad del daño, cuando no con el recurso a una “trascendencia” normativa y, por ello, hipócrita.

En toda rebelión hay siempre un componente trascendental que constituye el instante de la posibilidad, la luz que en ese instante ilumina la monstruosidad del régimen del mundo. La utopía, frente al llamado “pragmatismo político”, erige la posibilidad, y la “realidad” es la gran tumba en la que se trafica con las mercancías. La utopía es la posibilidad ante una realidad establecida como inamovible, es decir, establecida como un orden necesario que carece de misterio y por tanto de posibilidades.

VI.

La mundanidad de nuestra época es la economía. Pero esta cuestión de la economía tiene su recorrido. Para Aristóteles[2] era, como su nombre indica, la “administración de la casa”. La economía la refiere Aristóteles a las relaciones privadas, sea marido-mujer, o padres-hijos, o la relación con los esclavos. No es, pues, el espacio de la polis, ni tampoco el de la Academia o el del debate filosófico. Como tal espacio privado era un espacio de gestión de los trajines de la vida cotidiana, de la supervivencia y gestión del hogar. En el Corpus Hipocraticum, la economía en el ejercicio de la medicina atañe a los utensilios y manejos prácticos para la atención del enfermo, no atañe a la ciencia o episteme médica.

Con el cristianismo, economía pasa a ser un término teológico, ya sea en referencia a la Historia de salvación o al plan divino de salvación de la humanidad. En San Pablo es el designio divino que organiza y prevé la plenitud de los tiempos, a fin de “recapitular todas las cosas en el Mesías” (Ef.1,9,10). La economía, que en Aristóteles era lo contrario de la política, en la teología pasa a tomar un significado fundamentalmente político. A raíz de ese significado teológico la Iglesia, el sacerdote como representante de la Iglesia es el ecónomo, quien administra los sacramentos. La economía, como distribución y organización del plan divino de salvación, pasa a tomar un carácter político, que sitúa el poder eclesiástico, la civitas Dei, por encima del poder terrenal, poder supeditado a quien representa y encarna el designio de la Redención. La historia toma, de ese modo, en Occidente un significado teológico que va más allá de la mera crónica de sucesos.

Esta  Historia cristiana cabría decir que alcanza su auge final en la filosofía hegeliana de la Historia, que pervive como testigo de la Historia entendida como teleología de un sentido que se orienta hacia un final totalitario, idea que Marx va a secularizar precisamente promoviendo y situando la economía como política, es decir, dependiente de la praxis o acción del hombre, y no como sistema “necesario” ajeno a la praxis de los sujetos. Confronta así con un sistema, como el capitalista, que pretende mantener por fuera de la política la principal actividad social, como si se tratara de un orden natural y necesario. La crítica de Marx al sistema capitalista parte de este punto, de cómo para el sistema capitalista las mercancías parecen relacionarse entre sí al margen de la voluntad de los hombres.

Así vemos cómo se origina lo que podemos llamar la primera secularización de la economía al ser situada por fuera de la política[3]. La economía pasa a ser la administración y gestión de los intereses y de la riqueza, como si no fuera un asunto o competencia de la decisión política. La moral es asunto privado, que nada tiene que ver con los negocios. El memento mori no responde al consuelo de la gloria, no es un tránsito sino una amenaza que conviene a la disciplina de los negocios, en los que nunca hay que olvidar el miedo a la ruina que tanto ahínco pone en la acumulación de capital.

Fue también en los Países Bajos donde toma cuerpo el género pictórico de la vanitas, temática que no está referida, por ejemplo, a San Pablo, sino al Antiguo Testamento, en concreto al Eclesiastés: vanitas vanitarum et omnia vanitas. No se cuestiona el sistema de producción y de intercambio mercantil, sólo que se le desvincula de la política e introduce un componente ascético reducido exclusivamente a la esfera privada, a la exaltación del trabajo y del beneficio. La ascesis que propone el tema pictórico de la vanitas desestima la política como posibilidad de decisión sobre los negocios. La política misma pasa a ser vanitas, pretensión de intervenir en aquello que no es de su incumbencia. La muerte no es gloria, pero tampoco posibilidad, es amenaza de ruina y recordatorio de que la propia acción del hombre por cambiar el mundo es orgullo y soberbia, ya sea, por ejemplo, el “ocasionalismo” de Malebranche o  la “armonía preestablecida” de Leibniz. De ese modo, la “mano invisible” de la que habla Adam Smith, vendrá a ser como la mano de la Providencia que guía al mundo por caminos inescrutables para el hombre terrenal.

Se instala así el sistema de producción de mercancías como si fuera un orden natural e inmutable. Tiene pues todo el campo abierto para su expansión, sin límite interno, no dejando actividad alguna que no caiga bajo el dominio del intercambio mercantil. Si el orden mercantil es total, quiere decir entonces que los sujetos no se relacionan entre sí a través de las mercancías sino como mercancías, en cuanto mercancías. El sujeto entra a formar parte de la sociedad en cuanto que se convierte en mercancía. No hay otro valor que el valor de cambio, que de manera tan sencilla y tan magistral nos descubre Marx.

Ya Aristóteles contraponía el valor de uso a la crematística[4], y era el valor que sirve para satisfacer las “necesidades naturales”. La sandalia, dice Aristóteles, ha sido hecha para ser usada y no para ser intercambiada. Puedo cambiarla, por ejemplo, por un litro de aceite, pero lo que aquí intercambio son dos valores de uso en función de las “necesidades naturales” de cada uno. ¿Qué son necesidades naturales? Aristóteles es en esto muy preciso: las que están vinculadas con el mantenimiento de la vida, sea el alimento o la protección y cuidado del cuerpo, sea, por ejemplo, la sandalia o el hogar o vivienda. Lejos está Aristóteles de un sistema en el que el valor de cambio toma todo el protagonismo y de ese modo no sólo es innecesario sino que destruye las propias “necesidades naturales” al destruir el propio hábitat humano, es decir, la misma naturaleza. El efecto es el exterminio mismo de la vida, la desconsideración de la vida de parte de lo que Marx llamó el “fetichismo de la mercancía”, o destrucción de las relaciones de los sujetos sustituidas por relaciones entre “cosas”.

Recordemos que para Aristóteles, la economía, como gestión de la vida del cuerpo, de la protección de las condiciones que permiten nuestra propia existencia, va ligada a los valores de uso. La crematística, que tanto denigra Aristóteles, estaría regida por lo que el capitalismo ha instaurado como valor de cambio. Para la crematística lo que importa es la posesión, la propiedad y la acumulación interminable de propiedades o de riqueza. Si el límite del valor de uso es interno a él mismo, es su utilidad, el valor de cambio es acumulativo, sin límite interno. El dinero es su representante general, el “equivalente general” como lo llama Marx, lo inerte. El movimiento de capitales es pues un intercambio de objetos muertos. El sujeto ha dejado de ser definitivamente de este mundo, al no tener ya otra realidad social que la de “ser” mercancía. La característica del capitalismo es la mercancía “total”, el todo es mercancía.

El productor de valor es a su vez mercancía y, como tal mercancía, acude al mercado de los valores de cambio. Pero es una mercancía que tiene la particularidad de producir mercancías. Ahí sitúa Marx el “plusvalor” o “plusvalía”. El valor no se constituye en función del uso sino en función del tiempo de producción. En el ejemplo de Marx, el valor no es el “trabajo del sastre” sino como “expresión del valor de la tela”, y ese valor proviene del “carácter general de ser trabajo humano”. “Carácter general” quiere decir abstracto, como lo es el tiempo de su producción, trabajo abstracto que se mide por su duración en función del mercado. El trabajo no es pues un trabajo concreto que produce un objeto concreto como valor de uso, sino que es un trabajo abstracto que produce un objeto abstracto como valor de cambio.

El sujeto no tiene entonces otro espacio de expresión que una soledad abismática ante el “todo” social, angustia que se va a mostrar como miedo a ser excluido de ese “todo” o a la agresividad persecutoria ante un estado de permanente competencia y rivalidad. El miedo a la muerte aparece como angustia de abandono, o miedo a no existir para el otro. Esta angustia de abandono vive en la paradoja del tener que “ser” mercancía para tener un lugar en los demás y, a la vez, ese “ser” mercancía nos excluye en lo más íntimo de los demás. Terrible paradoja que lleva a la más extrema insensibilidad como forma de supervivencia. La mercancía “total” carece de sensibilidad. De ese modo la destrucción sucede ante nuestros ojos sin apercibirnos de ello.

Detengámonos un momento para contemplar el proceso de esa maquinaria de producción de valor. Mientras el capitalismo estaba en expansión, es decir, mientras incorporaba a sectores sociales que permanecían como referencia de relaciones de producción no capitalistas, la progresiva acumulación de capital estaba asegurada. Pero a la hora de su total dominio sólo queda un campo para el enriquecimiento: reducir el valor de la producción de los valores de cambio. Entra así en una contradicción insalvable. Ha de abaratar el producto con la introducción de nuevas tecnologías, pero al eliminar el trabajo no añade valor al producto. Ha de producir más y más mercancías con el menor coste de trabajo posible, por lo que la mercancía va perdiendo valor constantemente. Incluir la guerra, que siempre es un recurso para destruir infraestructuras y así de nuevo reiniciar el proceso de acumulación de capital al incorporar trabajo y valor, se hace, sin embargo, poco rentable como guerra total por el poder de destrucción “total” que tiene el nuevo armamento. Hay continuas guerras parciales, pero se mantienen lejos de nuestras fronteras, lejos de la sensibilidad del llamado “mundo libre”, un “mundo libre” preso de su propia contradicción: a mayor dominio del sistema más expulsa del sistema por la destrucción de fuerza de trabajo.

La acumulación de capital ya no es real, es capital ficticio, meramente especulativo, lo que se llama “capital financiero”, que circula como dinero virtual. El dinero es el tótem, lo que encarna el capitalismo de “totemización” de la muerte, de lo que no está vivo y es mera simulación de lo vivo. Se hace así evidente la vieja intuición de Marx: el triunfo del capitalismo es su fracaso. Lo que Aristóteles llamaba “necesidades naturales” ha sido pervertido por la necesidad de propagar necesidades ficticias, es decir, aquellas que no cuentan para la supervivencia de la vida de los humanos sino que, por el contrario, la destruyen. Entendamos como entendamos lo de “necesidad natural” lo que parece claro es que se refiere a la relación con la vida de los sujetos corporales y materiales, vinculados a la naturaleza aunque exiliados de ella, se refiere, en suma, al cuidado de lo que supone su hábitat natural, su medio de vida. Pues bien, esto es lo que destruye el sistema capitalista. El capitalismo es en verdad la peste, el virus que daña la vida de todo lo que toca en su afán de dominio. Nunca antes en la historia se había producido tal daño al medio natural en el que vivimos y del que vivimos.

                                                           VII

Hemos podido comprobar que el dominio absoluto del capitalismo, su éxito, es su fracaso. Ahora bien, ¿es lo mismo fracaso del capitalismo que fin del capitalismo? El fracaso del capitalismo no supone límite interno alguno a su potencia destructiva. Por eso no coincide con su final. Esto es lo más temible. Es un curioso fracaso sin final, como si el rastro de destrucción que significa su fracaso ya no dejara otra opción que dicha destrucción. Es como el  mito del vampiro, que vive de la sangre que absorbe del otro viviente, al que de esa manera desvitaliza. El vampiro, como se ve, por ejemplo, en padres que dicen proteger a sus hijos en la medida en que los desvitalizan, sólo produce zombis, muertos que circulan como si estuvieran vivos. Cabe decir entonces que el propio sistema capitalista es la mayor pandemia que ha sufrido hasta hoy la humanidad. Pero nunca habrá que olvidar que esa pandemia hemos sido nosotros quienes la hemos creado.

¿Qué supone, al respecto, la actual pandemia vírica respecto del fracaso del capitalismo? ¿Lo vincula a su final o podría ser, por el contrario, una oportunidad para a partir del desastre económico, como en las guerras, o en las posguerras, volver a reconstruir actividades que le permitan  relanzar la acumulación de capital y de muerte? La dificultad de vincular el fracaso del capitalismo con su final es quizás lo que llevó a Jameson a decir que es más fácil imaginar el fin de la humanidad que el fin del capitalismo. ¿Ha dejado nuestro sistema de producción de valor opción alguna a nuestra supervivencia?

Hasta ahora, la alarma producida por el llamado “cambio climático”, no ha producido efecto alguno en nuestro modo de vida. ¿Cuántos años hace que empezamos a saber que dicho cambio climático encaminaba a la humanidad hacia su extinción? La indiferencia general condenaba a quienes lo denunciaban al desierto de los lunáticos, los utópicos o los ingenuos. Sin embargo, hay un terreno hasta hoy no tenido suficientemente en cuenta, como es la “transferencia zoonótica”. Me referiré al texto de Rob Wallace, Big Farms makes Big Flu[5], en el que analiza la aparición de las epidemias en el capitalismo, y en particular en la intervención del capitalismo en el sector agro-pecuario. En este sector la expansión capitalista ha conducido al monocultivo de determinados animales almacenados en grandes naves industriales que están fuera de su hábitat natural, lo que favorece los saltos zoonóticos. Los virus en su origen no son patógenos en la especie natural de la que son huéspedes. Con el salto zoonótico se instalan en otros organismos y en su proceso de “adaptación” se hacen especialmente virulentos. En un principio, los animales que padecieron este salto zoonótico, fueron destinados al sacrificio, como fue el caso del H5N1, que dio lugar a la conocida como “gripe aviar”, Centenares de miles de pollos fueron sacrificados, con lo que se fue favoreciendo el salto a la especie humana.

Mientras dicho salto se limitaba fundamentalmente a África o a Asia, o a países latinoamericanos, como el caso del dende o del zitka, no nos dimos por aludidos. No iba con nosotros, era asunto de pobres o de analfabetos en higiene. La COVID 19 finalmente ha saltado nuestras fronteras y ha desvelado nuestra mediocridad moral y hemos tomado conciencia, quizás por primera vez, de la destrucción de la vida sobre la que se asienta nuestra prosperidad.

Es como si este virus fuese nuestro memento mori. Nos ha descubierto que somos mortales y que el mundo que hemos construido, como si fuese eterno e inamovible, está basado en el empuje a la destrucción. Ahora es como si la naturaleza nos expulsara. Como diría Aristóteles, la crematística, el productivismo sin límite interno, ha dejado ver su verdadero rostro, la destrucción de la relación del hombre con la naturaleza, de la que proviene y a la que desconoce como lugar de origen, como pérdida de origen.

¿Podríamos ahora volver a una economía cuya tarea fuera la provisión de recursos para satisfacer nuestras “necesidades naturales”, la vida que no podemos obtener si no fuera de nuestra condición de origen? ¿Somos finalmente conscientes de que este sistema capitalista de producción de valor es una maquinaria que nos destruye a nosotros mismos, o de nuevo se va a ensalzar nuestro papel de conquistadores y dominadores de la naturaleza?

En definitiva, se trata de elegir entre el capitalismo o la vida, que la actividad económica vuelva a ocuparse de los recursos naturales, de la alimentación, la medicina, el alojamiento y el vestido, en vez de orientarse por la acumulación crematística de bienes. ¿Estamos dispuestos a reducir, o a eliminar, la propiedad privada? ¿Estamos dispuestos a “empobrecernos”, a abandonar tanto ficticio “bienestar”, a  abandonar la militancia del consumo? ¿Estamos dispuestos a desterrar la sanidad privada, la enseñanza privada, en suma, la propiedad privada o el beneficio privado que hace de la vida una rapiña? En suma, ¿estamos dispuestos a desmontar este sistema tan destructivo que hemos montado?

No. Sabemos que no. Seguimos oyendo cada día hablar del legítimo beneficio empresarial, por ejemplo, en el tráfico de mascarillas. En España a partir de la pandemia COVID 19 se ha declarado el “estado de alarma”. Pero dicho “estado de alarma” se ha limitado a establecer medidas casi exclusivamente policiales, con ese tono paternalista e infantiloide que tanto irritaba a Spinoza. El Estado policial se sostiene sobre la idea de que el conjunto de la población no sólo es inútil o infantil sino dispuesta al delito, si no fuera por el miedo. Así no se favorece, sino todo lo contrario, que los llamados ciudadanos tomen a su cuidado el de la comunidad. De ese modo terminan por convertirse en policías, es decir, en fiel reflejo de sus gobernantes, ruidosos, intrigantes, confusos, arbitrarios  e impotentes. El Estado policial es el recurso último de la impotencia, y esa impotencia tiene su particularidad en la España inquisitorial, pero su razón  última está en que se toma como  inamovible e incuestionable el sistema mismo. Por ejemplo, la manifiesta falta de recursos sanitarios no se pudo corregir mediante medidas más definidas de intervención de la sanidad privada, o de las empresas que trafican con el material sanitario, o de otro tipo de empresas que podían ser usadas para la fabricación de recursos sanitarios. No, en absoluto, eso resultaba no sólo inviable sino impensable. Así funciona este sistema, como si fuera independiente de la praxis de los hombres

No, no estamos en el debate sobre cómo afrontar un posible final del capitalismo. Para ello se requeriría un debate en los términos nietzscheanos de la Umwertung aller Werte, de “transvaloración” de todos los valores, que hemos establecido como progreso y prosperidad, basados en la  virtud smithiana del egoísmo. Umwertung que implica umlernen, desaprender todo lo aprendido.

A pesar de su oportunidad, estamos muy lejos de ese debate. No me refiero sólo a España, donde la miseria política que encarna en especial la derecha franquista que con el cinismo de los primeros ideólogos del mercantilismo y la estúpida desfachatez del estilo fascista propaga la calumnia, la mentira, el insulto, la desconsideración de los enfermos y de los muertos, el resentimiento, con tal de reclamar el poder que siempre cree pertenecerle por “derecho natural”. Pero en lo que al debate de fondo se refiere ningún país del mundo lo considera.

                                                           VIII

El miedo fatiga y el miedo a la muerte es la bandera de todas las servidumbres. Sin embargo, la vida mortal es el valor de la vida. Lo que los dioses homéricos envidiaban a los hombres era su sangre mortal, la que les hace amar y desear. Rechazamos lo que los dioses homéricos nos envidiaban. No olvidemos que la utopía es la apertura a una trascendencia, la de la posibilidad.

La estrofa séptima del hermoso poema de Auden 1de septiembre de 1939, terminaba así: Who can release them now / Who can reach the deaf / Who can speak for the dumb? (¿Quién puede ahora liberarnos, quién puede hacer oír a los sordos, quién puede hablar por los mudos?).

Y la estrofa octava lo hacía de esta manera: We must love one another or die. Tenemos que amarnos unos a otros o morir. Dicen los críticos que  posteriormente Auden sustituyó el “amarnos o morir” por “amarnos y morir. ¿Por qué esa corrección? No sé si sería, como algunos dice, porque comenzó a ver la matanza que iniciaba la Segunda Guerra Mundial. Pero Auden no corrigió el verbo die por cualquier otro que señalara el asesinato, el matar. ¿Por qué no entender dicha corrección como una manera de señalar la estrecha relación que hay entre el amor y la muerte, tal como proclaman los dioses? ¿Podríamos amar si no fuéramos mortales?

A raíz de este último verso de la estrofa octava, comienza la novena, y última, de esta manera: Defenseless under the night / Our world in stupor lies. Indefenso bajo la noche yace nuestro mundo atónito. Atónitos. Estamos atónitos, estamos en estupor, ese sentir el asombro ante la maldad sin consuelo. Estupor es una palabra sombría: no puedes entrar, no quieres entrar, pero no puedes irte. ¿No es, pues, una declaración radical de fracaso? El final de la estrofa busca algún ligero aliento en el ¡ojalá! (May I), ojalá pudiera show an affirming flame, ojala pudiera yo enseñar, mostrar una llama afirmativa, ojalá, pero no puedo. Ojalá, podemos añadir, que el fracaso del capitalismo supusiera su final, pero no lo es.

Aquí termina este hermoso poema, con esta declaración de derrota de quien, dice, no tiene más que una voz (All I have is a voice).

Auden escribe este poema el día en el que las tropas alemanas invaden Polonia, y la República española, por la que Auden tanto había peleado, ya ha sido cruelmente derrotada. Al millón de muertos en España habrá que añadir los millones de muertos que acarrearía la guerra que acababa de comenzar. Auden, sentado en un garito de la calle 52 de Nueva York, desgrana una derrota insoportable, que es en su soledad una demanda de amor. El amor nace del fracaso del sexo, del fracaso del empuje a alcanzar la vida en el otro cuerpo[6]. El amor viene de ese fracaso, que sabe ineludible. El amor nace del fracaso, no del éxito. El éxito es únicamente cruel y despiadado. Basta que tengas la menor oportunidad de poder para  convertirte en un tirano engreído y estúpido, pero cruel. El odio que pasa al acto es el que aniquila a los hombres, el de los victoriosos. El fracaso es la apertura a la sensibilidad. Debemos fracasar para poder pensar en amarnos. Que nadie se crea superior al otro por tener poder sobre él, pues tendrás que ejercerlo y eso te convertirá en un miserable. El vencedor está condenado a la ignorancia del amor.

¿Qué es la belleza sino la sensibilidad ante lo que hemos perdido? La belleza es incompatible con la posesión. Con el amor es igual. Nuestro fracaso nos abre al silencio de la belleza y del amor. Nuestro fracaso es la humildad requerida para la sensibilidad de la pérdida. Sentir algún tipo de superioridad moral ya no nos consuela, como quizás pudo sucedernos en otras épocas (pienso, por ejemplo, en la entusiasta rebelión antifranquista). Ahora ya no cabe superioridad moral alguna que nos sirva de consuelo para la falta de amor, una vez que sabemos que la maldad no tiene agente externo, que es sencillamente humana. Ya no podemos pensar en términos de superioridad moral. Quizás de alguien quepa pensarlo, y así poder refugiarse en ese consuelo, si se pudiera.

El dilema de Auden amarnos unos a otros o morir, habla de un fracaso que evoca a Homero al erigir la muerte, nuestra condición mortal, como la pasión misma de la vida. Podemos amar porque no somos inmortales. La muerte no es pues lo que arruina la vida, como sucede con el miedo a la muerte. La muerte es la memoria de nuestro fracaso en su anhelo de inmortalidad, y ese fracaso es lo que abre la posibilidad de vivir más allá del rencor. El rencor atosiga porque da todo el protagonismo a tus propios deseos de muerte. No tolera el deseo de muerte sobre ti mismo. Te obliga entonces a la conquista del poder para conseguir inmunidad.

Quizás, cuando el Sermón de la Montaña predica ofrecer la otra mejilla, nos está hablando de esa tolerancia, la de recibir el deseo de muerte, como lo que quizás pueda significar: que estás aún vivo y que la permanencia en la vida, la lealtad que pueda requerir, no la puedes exigir a los demás

Los “mensajeros de la desgracia”, los locos, los exiliados, los emigrantes, los pobres, a los que cabría añadir los enamorados, son testigos del amor que siempre  nos falta.

FRANCISCO PEREÑA

Madrid, abril del 2020

[1] S. Kierkegaard: La enfermedad mortal, Trotta, p. 56

[2]  Política, Libro I, 1253 b. Ed. bilingüe. Centro de Estudios políticos y constitucionales

[3] La segunda secularización sería la que lleva a cabo Marx al supeditar la economía a la política y darle así un carácter contingente, dependiente en entonces de la praxis humana

[4] Política, Libro I, 8-9.

[5] Rob Wallace: Big Farms makes Big Flu, Monthly Revew Press, 2016

[6]  F. Pereña: Cómo pensar la clínica de sujeto, primera parte, lección tercera; segunda parte, lección décima. Edit. Síntesis, 2019