El loco y el ciudadano.

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Nuestra práctica tiene que ver entonces con la política radical porque nos movemos en el terreno del sujeto del síntoma, de la singular determinación sintomática, y no tanto en el del “sujeto” del reconocimiento

 

 

Este texto es ya antiguo, es del verano del 2008, y no sé si a estas alturas mantiene aún su vigencia. Ya fue publicado en Siso-Saudade….Para esa publicación se eliminó la parte dedicada a explicar con detalle, y en la medida en que para mí era posible, el funcionamiento del equipo de Leganés y cómo se desmontó, a partir de la entrada de los gerentes (reciclados cargos del PP que habían quedado sin puesto al perder el partido las elecciones generales) en los hospitales públicos.

Sobre si las cosas siguen igual, merece alguna precisión. El predominio de la confusión entre paciente y consumidor, que tanto favorecen los laboratorios farmacéuticos, prosigue. Pero ahora la patraña parece más clara. La entrada y consolidación de la psicología clínica en los servicios de Salud Mental ha contribuido al desprestigio de la impostura “científica” de la llamada psiquiatría “biológica” que ya venían denunciando muchos psiquíatras. Eso ha supuesto un claro cuestionamiento de la medicalización de la Salud Mental y el retorno de la puesta en cuestión de la propia profesión “psi” como guardián del “enfermo”. Basta leer los últimos números del boletín de la AMSM (Asociación madrileña de Salud Mental) para ver la claridad con la que se aborda el cuestionamiento de la idea de “enfermedad mental” y su mercantil proliferación. Esto conlleva tener en cuenta lo asistencial sin que tal cosa suponga abandonar una posición clínica, pero ya no coincidente con la figura del “experto” que sólo lleva a la impotencia. Nunca el cuestionamiento de los protocolos y de los psicofármacos fue más claro y desmitificador.

En estrecha relación con esto, hace tiempo que planteé lo que a mi parecer une nuestra práctica con la política. Añadiré: con la política radical. El calificativo “radical” lo pongo para referirme a lo que creo que supone para la modernidad la existencia política del loco, a saber, la presencia de una política ya no tanto del ciudadano como del sujeto en su falta de identidad, la política que retoma lo más genuino del pensamiento emancipatorio: no confundir al sujeto con el individuo, no confundir lo ético con lo jurídico. Nuestra práctica tiene que ver entonces con la política radical porque nos movemos en el terreno del sujeto del síntoma, de la singular determinación sintomática, y no tanto en el del “sujeto” del reconocimiento. Esa radicalidad política es la que nos hace radicalmente sensibles a los marginados, sensibilidad que es, por otro lado, la prueba ética de toda comunidad política.

Escribí hace tiempo que una comunidad política toma su posible dimensión ética del modo de abordar lo que el “pacto social” no incluye. Esa no inclusión suele conllevar una demanda muda a lo que se podría llamar el conjunto del “pacto social”, lo cual supondría retomar su carácter de comunidad política y no meramente de espacio del poder del Estado. Me refiero, por ejemplo, a la educación (los niños aún no son miembros activos del “pacto social”), la asistencia social de parados o incapacitados, la sanidad (los enfermos están en dependencia del cuidado solidario) y más en particular el loco que desde Epicteto se define por no reconocerse en el ciudadano. El loco es la figura más constante del “apátrida”, del apolis. No pertenece al Estado pero sí a lo que el Áyax sofocleo llamaría la condición del hombre, su fragilidad y su falta de identidad, en suma, su extravío. El loco representa la vida precaria del hombre, como le dice Odiseo a Atenea. Es, pues, la figura permanente de todos los excluidos, de todos los refugiados que hoy día de nuevo saltan las vallas del Estado-Nación, clamando por una humanidad sin fronteras, por la hospitalidad que los ciudadanos, presos del miedo patriótico, se niegan a dar. El loco, como el excluido o el refugiado, rompe la identidad del Estado al revelar su estatuto de ficción. Sólo la cobardía del ciudadano pretende dar una identidad sustantiva al Estado-Nación, lo que sólo consigue con la construcción de vallas, es decir, de campos de concentración. Esto delata el fondo de indecencia del que se alimenta el confort ciudadano. Significativo me parece que el nuevo partido político de la derecha española se llame Ciudadanos.

“La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en que vivimos es la regla”, escribió Benjamin hace ya casi ochenta años, para referirse a una historia que sólo cuenta con los vencedores y que sólo se legitima creando peligros inminentes de los que defender a los asustados ciudadanos. Soy de los que consideran que el fascismo crece en el seno de nuestra sociedad, la de los “derechos ciudadanos”. El trato que se está dando a los nuevos refugiados es más que evidente prueba de ello. Nosotros, aunque sólo fuere por nuestra práctica, tenemos el deber moral de estar con los que rompen la identidad del terror del Estado. Si la UE (la Comunidad Europea) empezó llamándose en sus orígenes “la Europa de las regiones”, ahora ya todo el mundo se ha olvidado de ello y el Estado-Nación recupera su aterradora consistencia en el fascismo excluyente y xenófobo cuando no abiertamente racista.

Quiero señalar, al respecto, lo que está sucediendo con la tan cacareada “unidad de España” en las actuales negociaciones para formar gobierno. Me parece significativo. Se habla de “línea roja” para dejar fuera de la política cualquier cuestionamiento de esa unidad. No es un debate político sobre la proliferación, y lo que eso puede significar en la actual coyuntura política europea, de los Estado-Nación. Más bien, el objetivo es excluir de la política el cuestionamiento de esa identidad nacional y situar entonces dicho cuestionamiento en el terreno de lo nefando, de lo monstruoso, de lo pecaminoso o diabólico. Es el modo beligerante que ha encontrado el Estado-Nación para dejar fuera de la ley y, por tanto, de la ciudadanía, a quien cuestione la identidad de dicho Estado. Que esto no es una mera cuestión española, parece claro. La Europa de los ciudadanos, la Europa de los Estados está a punto de blindar sus fronteras, de aniquilar, en suma, la Europa de los pueblos.

Esta es la reflexión que quería añadir a un texto que si tiene alguna vigencia es porque se incluye en esta dirección crítica.

 

Francisco Pereña

Madrid, febrero del 2016.