Apuntes para pensar la clínica del sujeto (1)

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“Alguna vez escribí que el mejor nombre para un psicoanalista sería el de parresiastés. ¿Por qué razón? Entiendo por parresiastés aquel otro ante el que uno se cuestiona. Me explico. El parresiastés no está sometido a doctrina alguna, escucha a cualquiera que a él acude para preguntarse sobre sí mismo, que se cuestione, y que discrimine, que tenga criterio y no tanto Escuela”.

Videoconferencia dada por Francisco Pereña en la AEEP, Guadalajara, México, el 28 de septiembre de 2019.

 

Dentro de poco tiempo la editorial Síntesis publicará mi último libro que se titula precisamente Cómo pensar la clínica del sujeto. Es un libro escrito a partir de las clases que he impartido en estos dos últimos años y en el que he procurado pensar cómo entiendo dicha clínica, con el propósito de trasmitir una práctica que ejerzo desde hace ya muchos años. Hoy sólo me cabe bosquejar algunos problemas, una especie de incursión para que se puedan hacer una idea de cómo entiendo esta clínica del sujeto.

Para iniciar el camino me serviré del debatido término griego de parresía

Alguna vez escribí que el mejor nombre para un psicoanalista sería el de parresiastés. ¿Por qué razón? Entiendo por parresiastés aquel otro ante el que uno se cuestiona. Me explico. El parresiastés no está sometido a doctrina alguna, escucha a cualquiera que a él acude para preguntarse sobre sí mismo, que se cuestione, y que discrimine, que tenga criterio y no tanto Escuela. Tener criterio es haber afrontado la dificultad de vivir, la imposibilidad de vivir (ya iré poco a poco dando a ver lo que entiendo por imposibilidad) con el propio querer vivir. Este es un desafío que consiste en tomar la vida sin otro criterio que el de querer vivirla, expresión esta de querer vivir que tomé de Nietzsche, que en Más allá del bien y del mal da un cierto giro a la Wille zum Leben, para expresar más bien la afirmación de la vida como querer vivir. Tener criterio es, por tanto, tomar así la vida por su querer vivir, no querer simplemente engañarse con el sentido de la vida, un sentido exterior que sólo cabe establecer en grupo, pues lo que es mentira, sólo en grupo, puede sostenerse como verdad.

Parresía es un término, como saben, muy comentado (Foucault le dedicó uno de sus cursos de Berkeley) y también discutido, pero no sólo por los comentaristas, sino que para los propios griegos su significado es diverso, ya que no es lo mismo cómo entiende la parresía Eurípides que Sócrates o Epicteto o Plutarco, etc., y luego Séneca o Galeno. No todos la entienden por igual. Por ejemplo, Galeno en La diagnosis y la cura de las pasiones del alma (curioso título ya del siglo II), retoma la idea de parresía. Si parresía es no engañase, ¿cómo podría uno no engañarse por su cuenta, si la philoautía, es decir, el amor a sí mismo o el narcisismo, si lo queremos llamar así, o la necesidad de reconocimiento, o si se quiere la inocencia, nos empuja todo el tiempo al engaño, un engaño que no es el engaño de los sentidos, que decía Galileo o Francis Bacon (que proponían un saber científico, un saber no sobre sí mismo, sino sobre el mundo exterior, sobre el universo), por tanto no un saber científico sino un saber sobre sí mismo y las relaciones con los demás, sobre el mundo de las pasiones, que como decía Plutarco, están todas sometidas a la necesidad de poder y, sobre todo, a la necesidad de reconocimiento, pues ambas en realidad van juntas. ¿Cómo entonces no engañarse?

 Curioso es que las primeras alusiones a la parresía se refieran a que el esclavo es quien no puede decir la verdad. Sólo quien tiene poder dice verdad. Este asunto no va del todo descaminado, aparece así, por ejemplo, en Eurípides[1], pues sólo quien tiene poder es quien dice mentira como si fuera verdad, pues el poder consistiría en tomar o imponer la mentira como verdad, de modo que la representación del mundo y el propio vínculo social requieren esa mentira para que sea verdad, y para que sea verdad ha de ser mentira colectiva que sólo puede sostenerse en el poder de ser impuesta como verdad incuestionable. Lo que Platón llamó mentira necesaria es La República,[2] esa segunda naturaleza, que es como llama Hegel al Estado, tan estricta e incuestionable como la primera.

Pero la parresía va a tener un significado más propiamente moral o ético, contra la mentira del poder, tal como aparece, por ejemplo, en Epicuro, y, en general en toda la filosofía helenista. Va en relación con el cuidado de sí, pero igualmente en relación con el miedo. Si para Eurípides el esclavo no puede decir verdad por miedo, luego esta cuestión del miedo se hace luego más extensa, pues el miedo que prefigura lo que entendemos por angustia, sería en definitiva miedo al abandono, o a no ser reconocido, a no formar parte, a ser excluido. Y así, aparece la necesidad de engañarse por la necesidad de formar parte, de ser reconocido, de pertenecer. Así la sitúa muy claramente Plutarco y por supuesto Galeno. Hay un ejemplo de sobra conocido que aparece en el Discurso IV, Sobre la Realeza, del siempre interesante Dión de Prusa. Habla del citado encuentro entre Diógenes y Alejandro Magno. Para Dión de Prusa  (o para Diógenes), Alejandro es poderoso, pero es esclavo, ya sea del poder o de las armas, mientras que Diógenes campa a sus anchas por el mundo, sin miedo, sin dinero, pero sin servidumbre. ¿Cómo puede ser libre aquél que necesita las armas y está por tanto dominado por el miedo?, le pregunta Diógenes a Alejandro. Quien dice ser rey, es entonces un esclavo. Da igual ser esclavo de las armas que ser esclavo de las doctrinas.

La verdad entonces no ha de ser concebida como conquista sino como despojamiento, como un desprendimiento, al modo de la propuesta nietzscheana del umlernen que se puede traducir como desaprender, como conquista en todo caso de la vida, del querer vivir. Pero ese desprendimiento no se puede hacer solo, forma parte del estar con el otro, porque el otro está siempre en juego, en cada pálpito de la vida de un sujeto. Si el tal desprendimiento de doctrina y de poder, de necesidad de sometimiento que conlleva el reconocimiento y el miedo al abandono, no se puede llevar a cabo solo, ¿cómo podría ser? ¿cómo llevarlo a cabo? y ¿por qué? El porqué es fácil de entender: la angustia, la esclavitud, el miedo, la ansiedad, la culpa, el temor, todo eso empuja a engañarse y, a la vez, a querer desengañarse para librarse de tales miedos. Pero, ¿cómo no engañarse? Aquí aparece la función del parresiastés. Para Plutarco el parresiastés es aquel ante el que uno se cuestiona.  Para Plutarco sería un amigo que no teme decir verdad, que no busca la amistad en la mentira o en la adulación. Para Galeno, sin embargo, no es así. El parresiastés ha de ser un desconocido al que acudes porque no tiene servidumbre al poder o al reconocimiento. Galeno médico, que escribe sobre diagnosis, no exige del parresiastés que sea médico, no es el título, sino la posición de libre y de no temeroso que descarta la adulación, para proponer un encuentro en el que se cuestione cómo vivir a partir del malestar que produce el propio vivir, las pasiones y sus desarreglos. Es muy similar a lo que aconsejaba Wittgenstein al atormentado médico Rowland Hutt: “Ver a un psicólogo, a menos que sea un hombre extraordinario, no te servirá de nada”

Pero, ¿qué tal hombre “extraordinario” sería aquel que no tenga miedo y que no contribuya al engaño, ni te proponga una doctrina de salvación, tal como comenta la nota de Freud en el Yo y el Ello[3], sino que te ayude a cuestionarte? Si no te cuestionas, si sólo idealizas, será cambiar una mentira por otra. Idealizar al otro no es cuestionarse. ¿Qué es cuestionarse? Por supuesto que es preguntarse por cómo me he constituido en repuesta al desorden de la vida. Pero ¿qué desorden es ese y qué tiene que ver  con que ese cuestionarse sea siempre ante el otro? El parresiastés, lo que señala es esa pregunta ante el otro como única manera de cuestionarse. No vamos ahora a idealizar a ese supuesto parresiastés que no tuviera necesidad de engañarse, como si no necesitara la mentira, como cada uno de nosotros. La mentira a fin de cuentas no es otra cosa que nuestra identidad. Por la mentira respiramos, aprendí de Robert Walser. Si uno está cuestionado como uno por esa presencia del otro en el hecho mismo de vivir, de existir, ese otro es entonces interno a ese “uno mismo”, es, pues, una unidad quebrada.

Lleva usted razón, doctor Galeno, no hace falta ser médico, ni tampoco ningún ideal de un supuesto hombre que no tuviera necesidad de engañarse, para ocupar ese lugar de interpelación, puesto que no es un “otro exterior”, es un otro interior intimo meo, como decía San Agustín, en sus Confesiones, de Dios. Otro más interno que uno mismo, pues reside en el corazón de “mi” vida como falta radical. Es, por tanto, la quiebra misma de la identidad. Ese otro ante el que “uno” se cuestiona es “externo” pero remite a ese otro “interno” que es expropiación de la propia vida

Hay un texto temprano de Freud que ya he comentado en otros libros y que está incluido en el inédito Proyecto de una psicología para neurólogos. Ahí sitúo, como saben Vds., el primer atisbo, genial atisbo a mi parecer, por parte de Freud de qué sea      la pulsión. Cuando en ese texto quiere hacer converger el sistema orgánico con el sistema psíquico, alude a un sistema energético que vendría a regir la excitación como interrelación del organismo con el entorno. La excitación busca la regulación interna del organismo en su relación con el mundo. Establece un sistema neuronal, fi  y psi, que se correspondería con la doble excitación: exógena (excitación/descarga) y endógena. El problema de la excitación endógena es que no admite regulación interna. Esto es lo que luego llamará pulsión. El recurso de Freud a la correspondencia entre neuronas fi y psi a través del sistema ómicron (organización yoica a partir de las neuronas perceptivas) se encuentra con el dolor, es decir, con la angustia (aunque aquí Freud ofuscado y enfrascado en la cuestión de buscar leyes de funcionamiento para el organismo psíquico no habla de ella) justo cuando quiere explicar la “vivencia de satisfacción” (ver cap. 11 de la primera parte). Ante una excitación se pone en marcha la “acción específica”: la excitación encuentra un objeto adecuado en el exterior. Pero en el humano esa “acción específica” está trastornada por lo que llama fremde Hilfe. Esta “asistencia ajena” no es simple ayuda, sino que ese otro, ese “asistente” viene a trastornar todo el sistema al tomar el lugar del supuesto objeto adecuado de la supuesta “acción específica”. Es a la madre y no al objeto a quien busca el bebé. La catexia (modo temprano en Freud de referirse al investimiento libidinal) no es un objeto sino un sujeto (la madre) que ocupa ese lugar de “objeto” de la satisfacción. De ahí la insatisfacción radical como subjetividad. Esa alteración misma es la subjetividad y no la consciencia freudiana a la que define como simple “cara subjetiva de una parte de los procesos físicos”.

Por el momento, Freud no añade más en ese texto, sólo dice de pasada que ahí reside el origen de la moral, lo que parece obvio una vez que lo que se pone en juego es la dependencia y, en consecuencia, el odio y el miedo, el sistema acreedor-deudor del que Nietzsche hizo tan magistral análisis en su Genealogía de la moral. También en este texto Freud alude un poco de pasada a la “satisfacción alucinatoria del deseo”, lo cual ya nos indica que la falta de objeto adecuado hace al deseo alucinatorio, no ficcional, sino alucinatorio. Digamos entonces, que el sujeto es activo. Por tanto entre la actividad de la pulsión y la actividad del sujeto se juega el desafío de la vida. Hablar de satisfacción alucinatoria del deseo supone un sujeto activo que ha de crear el “objeto” a la vez que lo descubre. Por eso decía que no es ficcional, porque también es un descubrimiento. Este es el enigma del sujeto. Lo que descubres en el otro has de crearlo para encontrarlo, pero has de crearlo en el encuentro, en el descubrimiento mismo. Lo que se demanda se constituye en demanda por dirigirse a quien se demanda, no lo que se demanda sino a quien se demanda. Es decir, la necesidad queda así convertida de raíz en demanda. Este podría ser, como he dicho, el primer atisbo freudiano de lo que a mi entender es la pulsión.

Después, como saben, Freud se fue embrollando con dos temas que constituyen a mi parecer los dos errores, por decirlo de manera contundente, claves del psicoanálisis. El primero consiste en legislar el buen desarrollo, por lo que se convierte entonces la pulsión en un proceso madurativo en vez de una alteración, y que Freud concreta en las fases de la sexualidad. La sexualidad es el nombre freudiano de la pulsión entendida como anhelo de alcanzar la vida en el otro. De ahí su carácter moral. No hay sexualidad animal. Copular es lo mismo que comer para un animal, hay una regulación interna que es el instinto, una regulación interna de la vida. La sexualidad se da cuando tiene el carácter específico de alcanzar la vida misma en el otro cuerpo. No está regulada, ni admite en verdad legislación. Este es el error, yo diría que fundamental, en la doctrina psicoanalítica, querer legislar la sexualidad cuando nace de la quiebra de la inmanencia que es la pulsión. De ahí viene todo el desatino a mi parecer de la “envidia de pene” y del monoteísmo fálico que empuja a legislar qué es masculino o femenino, dando una identidad allí donde el empuje del sexo supone que no hay identidad en el punto de partida. El psicoanálisis que vio la importancia de la sexualidad, no consiguió, a mi entender, dar razón de ella, y la convirtió en doctrina legislativa, sin interrogar un cuerpo como el de la mujer, cuya característica, si cabe hablar de alguna de ellas, no es precisamente tener o no tener pene, sino lo que he llamado su cercanía al trauma, a la angustia de tener cuerpo. Nadie como la mujer conoce esa angustia. Esto es interesante, por ejemplo, en el caso de la anorexia. Y es lo que vendría a explicar o a permitir pensar por qué tantas mujeres se adecúan al papel de adoratrices del falo, para así tener un lugar en el mundo, para darse una identidad cuando de algún modo saben que no la hay.

Cuestión esta capital. Darse una identidad, es lo que liga, entre otras cosas, la sexualidad y la agresividad, cosa que supo ver muy bien Freud, cuando propuso como objetivo de la cura separar sexualidad y agresividad. Cuando, por ejemplo, un sujeto masculino no tolera ser cuestionado por una mujer, ser interpelado, no ser sostenido por aquella “destinada” a ser sostén de la pareja o del monoteísmo fálico, a la vez que marginada, entonces si no se produce eso, viene la agresividad más extrema, como todos sabemos.

 El segundo error al que me refería está vinculado con el anterior y consiste en lo que podemos llamar la ontologización de la pulsión. La escisión pulsional que supone la quiebra del instinto es sustituida por el dualismo pulsional y de ahí la tendencia a “biologizar” la pulsión, en suma, a sacar la pulsión del corazón de la vida y caer en el error “dualista” de tomar lo “psíquico” como un añadido, como si lo psíquico no fuera esa misma vida alterada que supone la presencia del otro en el corazón de la vida. Lo llamo alteración pulsional, alteración por alter, la pulsión misma está alterada por esa presencia del otro, es esa alteración.

¿Hay conflicto mayor que esa quiebra del instinto, y el conflicto radical que supone entre el sujeto y el otro? A esa alteración de la vida la llamo imposibilidad de vivir. ¿Por qué digo imposibilidad? Mirado desde el vivir, el vivir es un desacierto, la pulsión misma es un desacierto. Ese empuje a la vida sin orden u orientación, es una vida dañada, como la llamaría Adorno, o vida precaria. ¿Es empuje a la imposibilidad? A algo de esto se refiere Freud cuando liga lo que llamó excitación endógena con la asistencia ajena a la que me he referido anteriormente. Es decir, el otro está en el corazón de la vida “propia”. Eso supone una expropiación radical de la propia vida: en el hecho mismo de vivir mi vida está expropiada por ese otro  que no es meramente exterior, sino que está en mi vida como falta y como exceso, en suma, como quiebra de identidad.

La pulsión es vacío por cuanto que es vida que no coincide consigo misma, digamos  con el código de sí misma, pero es a la vez exceso, pues al carecer de código, es un empuje desordenado y desacertado y en ese sentido es un exceso, un empuje ciego, lo llama Schopenhauer. Freud utiliza el término Zwang, empuje a vivir sin meta precisa. Eso lo intuye muy bien Freud cuando habla de los destinos de la pulsión. ¿Cómo tratar la pulsión o la angustia fundamental que es el sentir mismo del sujeto, pues no es un exceso o una falta sin sujeto, como proponía Schopenhauer, ya que si no hay sujeto, no habría propiamente un padecer, o un sentir, o una afección, en suma, una alteración? El sujeto está ante el vacío de la angustia fundamental y el exceso del empuje a no se sabe bien qué, a esa vida desacertada.

Imposibilidad es, por tanto, también un nombre de la” angustia fundamental”, a la que se refiere Freud en Inhibición, síntoma y angustia. ¿Cómo tratar la angustia? Aquí viene el complejo proceso de formación del yo: el fantasma sadomasoquista, la culpa, el miedo al abandono, la agresividad y, por supuesto, las identificaciones y la creación de mundo interno como condición del deseo y del amor, lo que Freud podría llamar una sexualidad sin agresividad. Por tanto, el deseo, como el amor, viene de esa falta radical de identidad, de la imposibilidad que va unida entonces al querer vivir y no al sentido de la vida. No hay otro “sostén” de la vida que querer vivir esa vida odiosa por lo que tiene de imposible y, por tanto, de pelea permanente y de deseo permanente. Daño e identidad se juntan en la pelea ante el otro al que se solicita la identidad y al que se odia porque se le hace culpable de la angustia. Angustia fundamental entonces convertida y tratada como angustia de abandono, que se orienta por el daño, como si el daño fuera el sentir mismo de  la vida. La dignidad del dolor, la dignidad de la angustia y de la desdicha de la vida del sujeto es dignidad si no se convierte en daño, en odiar al otro como causante de mi desdicha. Odiamos al otro para no odiar la vida por su imposibilidad. Odiamos la vida en el otro y así mostramos la mayor precariedad. La vida está fuera de mí porque me la han quitado, me la ha quitado el otro, es una vida fuera de la fragilidad del deseo y el otro está convertido en objeto persecutorio como un otro “externo”, exclusivamente externo. ¿Cómo entender que lo que me une al otro es la común precariedad, que el otro no es un simple objeto persecutorio, sino un sujeto deseante? Esto tiene que ver con cuestionarse. Cuestionarse es esto, preguntarse por el dolor y no quejarse únicamente del daño.

Para ello, hay que prestar atención a que el otro está en el corazón de la vida como falta, no como mero objeto persecutorio. La función del objeto persecutorio es, sin embargo, clave y es doble: el enemigo que me asusta y el enemigo que da sentido al grupo como vínculo social dador de identidad. El vínculo social se construye con un enemigo necesariamente exterior que sostiene la identidad del grupo que fuere, familia, nación, patria, secta, etc. Cuestionarse es tomar al otro como falta interna en un “sí mismo” que carece de identidad, y que es el dolor de vivir, unido al querer vivir, no convertido en daño, es decir, en queja y en agresividad.

FRANCISCO PEREÑA

Continúa en Apuntes para pensar la clínica del sujeto (2)

 

[1] Fenicias, 390. Polinices se queja a su madre de los males de su destierro, y dice: “Un hecho es el más duro. El desterrado no tiene libertad de palabra (parresia)”.

[2] La República III.  El mito de que por la sangre de los gobernantes corre oro, por la de los guerreros  palta y por la de los campesinos bronce, es false, pero es útil para el mante4nimiento de la República

[3] Cap. V: Las servidumbres del yo.