El Amor y la Fuerza: A propósito del Fantasma Sadomasoquista (2)

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Para atenernos más a lo que nos enseña nuestra práctica, hablemos de la formación del yo corporal y la posterior deriva por el fantasma sadomasoquista.

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                                   Cómo se construye el yo corporal

Para atenernos más a lo que nos enseña nuestra práctica, hablemos de la formación del yo corporal y la posterior deriva por el fantasma sadomasoquista.

Hay que recordar para ello la alteración pulsional, el hecho de una vida, como es la de un sujeto exiliado de la naturaleza, extraviado respecto de un código interno del que carece para orientarse sobre cómo vivir, expropiado por la presencia del otro en el acontecer mismo del existir.. Al comienzo me refería a la expresión kantiana, a mi parecer muy atinada, para desarrollar lo que aquí quiero decir. Está en una nota del parágrafo 46 de los Prolegomena, en la que quiere explicar que el “yo no es un concepto” sino el “sentimiento de una existencia (das Gefühl eines Daseins) sin el más mínimo concepto”.

No intento explicar a Kant sino usar su atinada expresión para esclarecer lo que sucede en la formación más temprana del yo. Dirijamos nuestra atención al bebé. Su homeostasis corporal está alterada por su falta de regulación interna y la quiebra de una relación con la vida natural que procura la homeostasis en el intercambio, digamos codificado como instinto, con la vida natural. El bebé tiene hambre, se hace caca, tiene gases y llora desesperadamente como primera expresión de una demanda completamente desarticulada en origen. Esa quiebra originaria de la homeostasis corporal la expresa, por servirnos de los términos kantianos, de esta manera: está el sentimiento de existir, un sentir como existente, pero que no tiene continuidad de existencia, digamos que no tiene unidad de existencia, por lo cual el modo de sentir el cuerpo, el modo de aparecer del cuerpo, es su falta de unidad. Por esta razón, no cabe hablar propiamente de cuerpo sino de un sentir el existir en su propia alteración, sin una unidad corporal que garantice la continuidad de existencia. El bebé, por tanto, llora desesperadamente como un sentir primario, podemos decir inmediato, como un existir sin continuidad. Es un sentir el vacío pulsional del que he hablado en otras ocasiones, un sentir el existir sin el acogimiento natural de continuidad, de pertenencia natural al mundo.

El espacio del mundo lo viene a encarnar la madre, el cuerpo de la madre, mediante el acogimiento. El cuerpo de la madre acoge el cuerpo fragmentado, o deshecho, o, mejor dicho, no dado, del bebé, mediante esa atención y cuidado del comer, defecar o dormir. De esa manera se va creando el espacio y el tiempo de la continuidad de existencia[1].

Si la madre, por ejemplo, cae en la impotencia ante el llanto del bebé, sea que su desconcierto lo ligue a la culpa o no, en todo caso como fracaso, entonces ya no puede atender, no puede prestar atención a ese “cuerpo” desorientado que busca y anhela una continuidad de existencia. Esta continuidad de existencia requiere, como demanda enraizada en el cuerpo, el espacio de acogimiento que procura el cuerpo de la madre y que abre la posibilidad de una intimidad, de una distancia íntima. Que la posición de la madre no conlleve la confusión con el bebé es requisito de esa separación y de la intimidad que de esa manera se perfila y que constituye el espacio donde la demanda, indefinida y desesperada, de la alteración pulsional, se va a ir articulando como demanda que se dirige a otro con el que no se confunde, se dirige, pues, a la demanda de otro. Esta articulación va a permitir una continuidad de existencia, no como conquista sino en el seno mismo del sentir del existente, nombre entonces del yo corporal, en cuanto nombre de esa intimidad, de esa separación, de esa pérdida, requisito indispensable de la articulación de la demanda. Kant utiliza la expresión de sentido interno para hablar de una sensibilidad, podemos decir como unidad yoica, que, según Kant, es condición del concepto pero que no hay que entender ni confundir nunca con el concepto.

Pues bien, no hay yo corporal, o continuidad de existencia, sin ese sentido interno que entendemos como la intimidad y la separación que permiten la articulación de la demanda que brota del desamparo mismo.

Hay muchas maneras de obstaculizar dicha articulación. Con mucha frecuencia podemos ver que en nombre de la protección se pretende  suplir la demanda, se impide así su articulación. Es un ejemplo claro de una protección sin acogimiento, como si se confundieran. No se debería. La protección sin acogimiento conlleva suplir la demanda del otro, del hijo en ese caso, por lo cual la demanda, en vez de buscar su articulación, se encuentra con su descalificación. Si hay suplencia de la demanda, hay descalificación de la misma.

Cuando ni siquiera cabe hablar de protección, sino de lo que podemos llamar una exterioridad radical de los cuidados, una desvitalización del vínculo, nos encontramos más bien con la anulación de la demanda que se  muestra como inhibición que paraliza o, también como “demanda” masiva o invasiva, en la que la falta de intimidad y de separación ve impedida toda posibilidad de articulación. El resultado es que tanto la demanda del otro como la “propia” se convierten en una carga, que al bloquear la angustia la convierte en agresividad contra los demás y contra sí mismo. Es una frecuente encrucijada que observamos a diario en nuestra práctica. Sujetos prisioneros de una “demanda” infantil sin acogimiento que está aprisionada y desvitalizada en el vacío pulsional como angustia y, de manera más manifiesta, como resentimiento. No cabe definir lo que se quiere, sólo queda sentir lo que se le quita, lo que supuestamente se le quita. La única manifestación de la angustia es la angustia de abandono, sin que haya por medio el criterio de lo que se quiere. No importa si se quiere o no, sólo importa aquello de lo que el otro le priva.

Esto condena a un tipo de victimismo que impide la posibilidad del propio cuestionamiento, que en muchas ocasiones puede llevar al fracaso del “tratamiento”. Se puede decir que es una situación sin salida, en la cual a la vez que se demanda se “expulsa” a quien se demanda. Hay una lógica interna a dicho mecanismo. De dos maneras: si demando seré expulsado, por lo cual seré yo quien expulse; si el otro atiende mi demanda me invade, por lo que he de expulsarlo airadamente para crear la distancia de la que, falto de intimidad, carezco.

En suma, es una demanda tan descalificada que descalifica, de entrada, a quien la quiera atender. La demanda masiva  va en concordancia con la vivencia de la demanda del otro como invasiva. No conoce otro estatuto de la demanda, pues ignora por completo la posibilidad de su articulación.

Podemos ver aquí una posición similar a la desesperación infantil, a la desesperación del bebé. No en vano, se trata de sujetos que casi siempre provienen de una experiencia traumática en relación con la formación del yo corporal. Su cuerpo suele estar en permanente estado de inestabilidad, de ansiedad por la gran dificultad de “sentido interno”, de continuidad de existencia como intimidad. Necesitan al otro para su frágil homeostasis corporal pero no pueden articular su demanda de vida. La soledad en la que están encerrados es pura desesperación. Se podría hablar de una angustia sin salida, Kierkegaard diría sin posibilidad, por la extrema dificultad de articular su demanda. Les queda la violencia desesperada, que de alguna forma es correlativa al llanto del bebé.

Están solicitando lo mismo, el acogimiento que les permita recuperar la homeostasis corporal perdida en el mismo acto, como se dice, de venir al mundo. No es la pérdida de un estado anterior. El estado anterior es siempre mítico. En el mito de Platón la pérdida es en el origen, en el acto de venir al mundo. Por esta razón hablo de la demanda a partir de un vacío que la dependencia del otro ha de convertir en falta. Para ello, se ha de sentir la propia existencia como deseo del otro y no como puro vacío que anula el deseo mismo. Existir, sentir la existencia, es dar a la angustia la posibilidad del deseo, de su soledad. Para ello, para que podamos hablar de continuidad de existencia, el sujeto ha de sentirse existente en la distancia de su intimidad.

No obstante, no se puede desconocer que la urgencia de la homeostasis corporal está siempre ahí. ¿Quién no tiene rituales o, si se prefiere, manías personales? Los rituales, la simbología de la magia proviene de la urgencia por recuperar la homeostasis. Crear un mundo mágico, supersticioso, de protección contra la alteración o el miedo a la perturbación de la homeostasis, sea a la hora de comer o de defecar o de dormir, o ante un encuentro imprevisible con el otro o en los momentos en los que la soledad nos asalta y el cuerpo nos extraña, son situaciones en las que buscamos la protección supersticiosa de algunos rituales. Sentir la pérdida de la homeostasis, o el simple temor a perderla, está siempre presente, de una u otra manera, en cada uno de nosotros.

Cuando la alteración pulsional, que está en el origen de la pérdida de la homeostasis, se encuentra con la dificultad de articular la demanda a la hora de dirigirse al otro, la angustia infantil toma, como decía, el estatuto único de angustia de abandono y se suele corresponder con un estado de inestabilidad insoportable.

Podemos ir un paso más allá, puesto que en nuestra práctica observamos cómo dicha inestabilidad puede ir asociada a fenómenos clínicos que se suelen llamar “psicosomáticos”, o a temores hipocondríacos que se corresponden con estados de ansiedad, producidos por la perturbación radical y constante de la homeostasis corporal. Las fobias infantiles también es conveniente verlas desde esta perspectiva, por no hablar de los casos que conocemos como TOC, en los que el propio ritual ha devenido incapaz de contener y se ha convertido así en una deriva metonímica de inestabilidad o de imposible homeostasis corporal.

Siempre que no se da la separación con el cuerpo materno, siempre que no se da la intimidad que haga del cuerpo un espacio de sensibilidad y de experiencia donde suceden cosas, que es como entiendo lo que llamo continuidad de existencia, entonces el modo de mostrarse el cuerpo será el temor persecutorio como amenaza a una vida que en su parálisis ya está muerta y sufre la agonía de una movilidad  y de un deseo imposibilitados. Sólo queda el temor como única señal de vida. El temor, o la amenaza que viene de fuera, es expresión de una alteración pulsional, desprovista de deseo y de intimidad. Cuando hablo de articulación de la demanda inconsciente me refiero a ese espacio de intimidad que busca y está a la espera de lo que va a suceder. En algunos casos más extremos la protección se consigue únicamente con la más extrema insensibilidad, en la que vemos a sujetos que de algún modo evocan  a los musulmänner de los campos de concentración, seres muertos en vida, reducidos a un lento deambular por un espacio que carece de las señales del tiempo, ya sea el deseo o el rechazo, seres tan incapaces de decir que no como de vivir, vidas así reducidas al instante eterno de su aniquilación. Por esta razón, es conveniente tener en cuenta que muchos “pasos al acto”, sobre todo en la adolescencia, son revulsivos contra la insensibilidad, por confusos y desacertados que nos puedan parecer

Para concluir con este apartado, diré que el yo corporal se corresponde con la creación de la distancia de la intimidad, que es lo que permite poder dirigirse al otro desde esa distancia y, por tanto, articular la propia demanda, ya no sometida a la certeza infantil de la respuesta del otro. Puede contar con el otro porque la extrañeza interna no está confundida con ningún otro fantasmático, invasivo o persecutorio. Se podría decir que nuestra práctica trata fundamentalmente de las dificultades, más o menos acentuadas según la particularidad sintomática de cada sujeto, de articulación de la demanda inconsciente

5.

El fantasma sadomasoquista.

Sin duda que los modos sintomáticos de las dificultades con la articulación de la demanda inconsciente, van a tener sus efectos en los modos de crear y sostener los vínculos con los demás. Pero a la hora de lo que vengo llamando el vínculo colectivo, a la hora de la formación del grupo social, no podemos olvidar que el yo tiene vocación grupal porque es en el grupo donde adquiere realidad su pretendida unidad, bajo el modo beligerante de la identidad y de la pertenecía. La beligerancia reside en que esa unidad se sostiene en una relación jerárquica que supuestamente ordena y crea un espacio de protección.

La primera aparición de esa exterioridad social se da con la interpretación de los padres como seres poderosos y, por ello, también temibles. Ya me he referido a ello. Lo que ahora quiero subrayar es que el vínculo social viene de ese empuje a la protección que toma su particularidad de estar orientado por la pertenencia  y la identidad. Por esa razón, es un vínculo ineludible para sostener la pretensión de unidad que caracteriza al yo.

El primer grupo social es el familiar, espacio de protección, pero igualmente de pertenencia y de identidad, de manera que la experiencia del vínculo familiar es de enorme importancia en los modos de sentir la pertenencia como dependencia y la identidad como espacio de continuidad de existencia, que toma el carácter fundamental de existir para el otro. La cuestión es que al ser un espacio de pertenencia y de identidad está construido como poder jerárquico. Los padres están idealizados como poderosos y, por ello, como protectores. Que no sea así tendrá sus consecuencias, casi siempre en la necesidad de crear dependencias con la dependencia de los demás.

Este eje de idealización, protección y temor, es el eje del vínculo social que rige el orden colectivo, una pertenencia a una identidad que jerarquiza el grupo y que se basa en ese poder jerárquico. Sin poder no hay protección ni tampoco identidad. La pertenencia al grupo social es siempre a un grupo de elegidos que, para ello mismo, ha de estar contrapuesto al grupo de los no-elegidos. El miedo se refiere fundamentalmente a ser excluido de esa pertenencia y de esa identidad, que si no fuera jerárquica carecería de poder y, por tanto, de capacidad de elección. Para que haya elección hace falta alguien que elija, capacidad de elección que tiene quien elige por la atribución que le da el elegido. Esta sería la mentira necesaria de la que nos hablaba Platón.

Desde nuestra perspectiva, es una formulación del fantasma sadomasoquista. Es una mentira puesto que es un poder atribuido, y es necesaria porque es lo que da realidad al grupo social, le da cohesión a través precisamente del miedo a ser excluido. Ahí reside la fuerza de la sociedad, en el miedo a ser excluido de ella. Se trata de una continuidad de existencia que asegura al yo corporal bajo este modo “social” cuya trama es el fantasma sadomasoquista. La atribución de poder crea el “cuerpo social” como espacio de realidad donde el yo está asegurado por la pertenencia. Claro está que el sujeto no desaparece. La angustia, como sentir radical del existente, va a aparecer bajo el modo “social” del miedo que alienta la atribución de poder, pero a la vez pone en cuestión la consistencia de tal atribución de poder. Esta contradicción hace que el yo no encuentre más que una continuidad de existencia alienada, es decir, meramente exterior. La amenaza, el miedo, se hacen, por ello, enteramente necesarios.

El yo se orienta, por tanto, de manera ineludible, por el grupo que le da la identidad que necesita para sostenerse como unidad yoica, pero siempre en vilo, siempre en riesgo de perderla. De ahí la beligerancia. Si el poder jerárquico se resquebraja, como vemos, por ejemplo, en la actual pandemia, a la que anteriormente me referí, los súbditos o “ciudadanos” se irritan hasta el extremo de tener que re-atribuir el poder a sus gobernantes mediante el habitual recurso paranoico del poder malvado: nos hacen daño abusando de su poder. Pero es un poder atribuido, que exacerba el fantasma sadomasoquista, que no puede soportar la indefensión sin más, ha de transformarlo en daño de parte de un malvado poderoso. Así, no deja de sorprendernos que ante una situación colectiva de desamparo, como la actual, en vez de la philia lo que crece es la violencia, la hostilidad y la insensibilidad. El crimen se convierte en un hábito, como ya llevamos viendo hace tiempo que sucede con el maltrato y asesinato de emigrantes. En una situación de inestabilidad y de desconcierto, como la actual, no nos paramos a pensar, a preguntarnos qué está sucediendo, qué hemos hecho, no nos interrogamos por un tipo de vínculo social que hay que cuestionar. El miedo lleva a solicitar que alguien nos diga que esto es pasajero y que no pasa nada, que  de nuevo consolide la unidad de la Patria frente a los enemigos exteriores.

Desde esta perspectiva podemos entender la actual pandemia como una quiebra de la homeostasis social. En el orden social “homeostático”, la rutina produce el efecto de un funcionamiento en el que los conflictos y las rupturas de la homeostasis están ocultos a la vista en la pertenencia a una unidad colectiva. Las quiebras de la homeostasis  se ven reducidas a lo que se suele llamar el ámbito de lo privado. En cuanto a lo público, su función es la de ocultar o evitar que el conflicto vea la luz. Pero situaciones imprevistas, aunque fuere por la ceguera de la rutina del funcionamiento de la máquina social, como la actual, rompen la homeostasis, lo cual provoca, como vimos que sucede en el bebé, un estado de inestabilidad y de angustia, de desamparo y desprotección que aboca a un estado de confusión. Se proclama y se anhela la vuelta a la añorada “normalidad”, como si estuviéramos viviendo una pesadilla. Cuando en la infancia se va creando un mundo interno y una articulación de la demanda a partir del criterio de lo que se quiere, el sujeto se hace cargo del mundo como espacio de decisiones. La decisión toma especial protagonismo cuando se rompe la homeostasis, cuando la angustia llama a la decisión del deseo. En el ámbito social, el de la vida colectiva, las situaciones donde la homeostasis social se rompe sería el momento de preguntarse sobre el tipo de sociedad que hemos construido, sobre el mundo al que traemos a nuestros hijos y del que somos responsables por el hecho de vivir en él. Pero lo habitual es recurrir a ese montaje reiterado del fantasma sadomasoquista para reclamar la perdida homeostasis. Mientras tanto, la vida colectiva se desenvuelve en la confusión y, por consiguiente, en una angustia sin posibilidad, sin la opción de decidir sobre lo que debería ser el objetivo de la política: la fundación de un posible nuevo lazo social. Lo que sabemos por el  pasado es que dicha fundación se ve orientada o confundida con la guerra, por lo cual más que de una fundación es como un modo de recuperar la posterior vuelta a la rutina política a partir de su fracaso.

La guerra tiene el poder de alentar el vínculo social como vínculo patriótico frente a un enemigo bien localizado. En una situación de indefensión y sin la definición de un enemigo preciso, la ira se orienta contra aquel que pudiendo supuestamente protegernos no lo hace. Lo que se instala entonces es una especie de guerra civil, que en el caso español es una constante histórica que en situación de desamparo y desconcierto reclama el ejercicio de la Fuerza como garantía del poder jerárquico. Estas son la situaciones que suelen dar lugar a los fascismos, a lo que Platón llamaría, en su caso refiriéndose a los sofistas, los “demagogos”, aquellos que hablan para alimentar a la “bestia social” en sus más destructivas y agresivas pasiones.

Situaciones como la actual favorecen la aparición de la angustia traumática, del sentir el existir sin continuidad de existencia y, en consecuencia, la confusión que acentúa el desconcierto y la propia desprotección. Cuanto más debilitada esté la homeostasis corporal o yoica, más proclive se estará al fanatismo del grupo-secta que propone una pertenencia total, sin intimidad y sin criterio. No hay más criterio que la “consigna” de alistamiento en el grupo, sea del signo que fuere. El grupo-secta vive de la hostilidad y la aversión a lo que es “exterior” al grupo y, sobre todo, al “hereje” del grupo, al desertor.

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                                               Elogio del pesimismo

El desertor representa, sin embargo, la figura de la decencia. Se dirá que la deserción es un acto inútil. Pero, ¿cuál es la medida de la utilidad? ¿Cuál es, en suma, el límite de un poder que sólo se da si se ejerce? Desertar es un acto singular, pero está referido al grupo social. Desertar es afrontar la muerte como aliento de vida, es desprenderse de la pasión de la inmortalidad que hace tan ridículos a los humanos por ese empuje a disimular la fragilidad y la potencia de la libertad que da el hecho cierto de la muerte. Refugiarse en la complicidad grupal es lo que rechaza el desertor. ¿En qué sostiene su acto? En ninguna otra cosa que la decisión de hacerlo. Es un modo de responsabilizarse del mundo por fuera de la complicidad.

En esta perspectiva quiero decir que el pesimismo que quepa deducir de lo que escribo, es, a mi parecer, la posición más inequívocamente moral que cabe adoptar en relación con el vínculo social y el orden colectivo en general. Creo que la razón es muy sencilla. La posición pesimista implica un cuestionamiento respecto de sí mismo y respecto de la sociedad a la que se pertenece, cuestionamiento que es la condición de otra posibilidad, la condición misma de la posibilidad. Sólo desde el pesimismo cabe rechazar de raíz la excusa, la justificación del bien general, de la razón de Estado, o del “terror virtuoso”, por decirlo en los términos jacobinos de Robespierre. El pesimismo rechaza toda complicidad con el daño, con el mal que se viste con los ropajes del Bien o de la Justicia.

El optimismo, por el contrario, es siempre cómplice, puesto que transige con el daño, con la excusa de un Bien futuro. Lo que hace así es eternizar la pasión política, la pasión beligerante del poder y de la sumisión en aras de una teleología que da al tiempo el estatuto de la promesa y no del acontecer. El optimismo es una figura social de la esterilidad.

El desertor es la figura más representativa del pesimismo porque, como diría Salustio, sin los soldados arrastrándose por los barrizales de las Galias no habría Cesar. Desertar es tarea ingrata e inmisericorde por lo que supone de desprendimiento de la pertenencia y de la identidad, que el fantasma sadomasoquista instala como armazón del orden colectivo. La deserción de Antígona viene de lo divino que, con todo y de manera sorprendentemente irrenunciable, habita también la deiná del hombre. “Amas cosas imposibles”, le dice Ismene a Antígona. Sin embargo, es Antígona, y no Ismene, quien encarna la posibilidad[2]. Puede que el poder y la fuerza constituyan el destino colectivo, que la Discordia sea nuestro origen repetido, pero nunca podrá eliminar el anhelo del amor que anida en esa misma Discordia. Zeus y Prometeo están condenados a convivir, de la misma forma que en Zeus conviven la hospitalidad y la venganza.

El desertor está reducido a la soledad de su acto. Es un acto anónimo, no figura en los monumentos de la Historia. Sin embargo, vive en el secreto de la mirada extraviada del soldado desconocido.

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Paradojas y contradicciones del grupo

Por último, me voy a referir de manera más concreta a las “técnicas” de grupo que se suelen utilizar en el campo de  nuestra práctica.

Recordaré la contraposición señalada anteriormente entre la República y el Banquete, dos diálogos platónicos escritos en la misma época, la que los expertos llaman la época de madurez.

La República analiza el poder y crea la utopía de la ciudad Ideal en la que la Justicia reinaría como estabilidad armónica sin necesidad de alentar las pasiones del poder y de la servidumbre. Como si finalmente se desmontara la trama del poder que requiere la sumisión a través del miedo a un poder de protección y de daño.

El Banquete trata del amor. Por primera vez en los diálogos platónicos, una mujer, Diótima, explica a Sócrates lo que es el amor. No es un dios, le dice, pues no es sólo hijo de Poros, la riqueza o la abundancia, sino de Penia, de la escasez, de la penuria y de la falta. No obstante, es nuestra conexión con lo divino, es lo divino del hombre mortal, si por divino entendemos la riqueza del deseo de un encuentro que sólo puede acontecer como creación de lo bello (206 e). Se crea así un vínculo (syndesmos) que vive de su acontecer. No hay amor sin deseo, sin falta, sin el no-ser, que es el mayor recurso, la intensidad de la vida del mortal.

Esto nos puede ayudar  a pensar la cuestión de los grupos desde la perspectiva de nuestra práctica. Lo que no hay que olvidar es que el grupo está regido por el fantasma sadomasoquista, por lo cual tiende a la sumisión y a jerarquizar las relaciones. El yo busca sostenerse en el grupo como unidad de pertenencia. Pero el punto de partida es la angustia del sujeto. El grupo no consigue, por ello, constituirse en una especie de yo sin sujeto. Es, sin embargo, una tendencia inherente al grupo, lo que lo lleva a convertirse en un espacio persecutorio e invasivo que ataca la intimidad del sujeto en su pretensión de erigirse en unidad total. De esa manera pretende la realización del fantasma sadomasoquista. No habría entonces más  espacio que el grupo y todo lo que acaezca en la intimidad de sus miembros se ha de “devolver” al grupo. Así se constituye como grupo-secta que alimenta el miedo a ser excluido. Y este miedo genera y sostiene una rivalidad mortífera. De esa manera el grupo únicamente adquiere su solidez de su no-cuestionamiento.

Por el contrario, desde un punto de vista más clínico, el grupo ha de basarse en su cuestionamiento para evitar la jerarquización y proponer una inclusión creativa, desde el mayor respeto a la intimidad de cada uno. Prestar atención a cómo se constituye, cómo se jerarquiza, cómo deviene invasivo y persecutorio, es atender a la constitución del grupo en el instante de su creación, es la condición de preservar un vínculo “horizontal” que se renueva cada vez desde la soledad insalvable del deseo. Puede de esa manera resultar una interesante experiencia sobre las dificultades de la creación del vínculo, de cómo acoger al otro, cómo incluirlo como base y condición de la propia inclusión. No convertirse en mero “espectador del naufragio”, como lo llamaría Blumenberg[3]. Todos estamos en el naufragio. El naufragio a todos nos incumbe, y lo que pretende el espectador es alinearse con quienes destruyen la barca. Pretensión estéril.

Hay un historiador y filósofo alemán llamado Reinhart Koselleck, al que alguien calificó de “historiador pensante”, muy polémico, por razones que ahora no vienen al caso, que utiliza una formulación, a mi parecer muy atinada, para describir o definir la modernidad. Distingue entre campo de experiencia y horizonte de expectativas[4], de forma que la manera de la relación entre ambas puede ayudarnos a entender una determinada época histórica. La modernidad se caracterizaría, según le entiendo, por una ampliación del horizonte de expectativas y una reducción del campo de experiencia. Al crear un horizonte de expectativas de forma ruidosa y precipitada se ve constreñido el campo de experiencia. Por lo cual el horizonte de expectativas  sería una quimera destinada a ser sustituida permanentemente por otra, para movilizar un deseo del que no se hace experiencia. No sería, por tanto, un deseo propio, sino una “especularidad” social que tiende al automatismo. Si por alguna razón, como, por ejemplo, ahora, el automatismo se estropea, lo que viene es un estupor y desconcierto que, sin embargo, no moviliza el cuestionamiento del tipo de sociedad. El resultado es un temor que porta una difusa demanda infantil de protección, en el fondo, una demanda de aseguramiento del fantasma sadomasoquista.

Pero traigo esta distinción de Koselleck para hablar de nuestra práctica. Someterla al consumo que fuere (desde los libros de autoayuda, a los psicofármacos o a las “técnicas” de coaching, etc.), sería basarla en un horizonte de expectativas que no se enraíza en ningún campo de experiencia. Se demanda que te digan cómo vivir, qué hacer, así sin más, sin ningún cuestionamiento de sí mismo, sino de un desvalimiento puesto a merced del “terapeuta” que fuere.

En lugar del campo de experiencia, se sobrevuela un campo inerte, un enorme basurero donde se depositan los detritus de un precipitado horizonte de expectativas, sin existencia real, como si se pretendiera una continuidad de existencia sin sentir la propia existencia. Acabo de oír a un “paciente” que dice: “siempre voy por delante de mí”. Lo dice así, para referirse a su constante ansiedad, que le impide estar donde está, en suma, reunir de algún modo lo que hace con lo que quiere. La impotente hiperactividad a la que pareciera condenado se traduce en reiterada irritabilidad.

Lo que nuestra práctica propone es un campo de experiencia, un espacio de elaboración  (no de interpretación) donde el tiempo exista como acontecer de una experiencia, un espacio, por tanto, de elaboración y de escucha donde se sienta el existir como deseo, como imposibilidad, no como impotencia.

(Mi oposición a la proliferación de “teorías” actuales sobre la comunidad, la multitud, se basa en que a mi entender ignoran el conflicto que supone la alteración pulsional, el conflicto radical del sujeto  de la angustia y del deseo, y, por otro lado, olvidan completamente el fantasma sadomasoquista como eje constituyente del orden colectivo. De ahí que caiga en una posición de inocencia de partida, según la cual se atribuye toda destructividad a un orden social como si éste fuera ajeno a quienes lo constituyen. De acuerdo en que sea una “mentira necesaria”, pero en ningún caso “inocente”.  Es una mentira, pues dice todo el tiempo lo que no es, predica la justicia y practica el daño, pero, por ello mismo, no es inocente. Cambiar “necesaria” por “inocente” es un alistamiento a rehusar.

No reanudaremos la guerra de Troya, podemos decir, como S. Weil, desde la mayor debilidad. Nunca confundiremos el amor con la Fuerza ni con el reconocimiento, aunque habite en sus entresijos. El amor es la secreta e indestructible aspiración de todo mortal,  capaz de sobrevivir en las peores condiciones, junto al mayor daño. Por eso, su silenciosa hondura, por real no es inocente. Es un anhelo de trascendencia que, a pesar de las mayores dificultades, nunca desaparecerá de la tierra. No estamos dotados para el amor y lo confundimos con arrebatar la vida. Aun así, nunca desaparecerá de la tierra.).

Francisco Pereña

Madrid, noviembre, 2020.

[1] D. W. Winnicott utiliza la expresión continuity of being, que se suele traducir como “continuidad existencial” o “continuidad del ser”. Es una buena formulación clínica, como suele ser habitual en Winnicott. Sin embargo, el sentido que le da Winnicott no es el mismo que el que aquí explico. Winnicott, por ejemplo en un artículo de 1953, titulado The Mind and its Relation to the Psyche-soma, hace coincidir la continuity of being con el verdadero self, como rasgo característico de la “salud”, es decir, de la normalidad. De hecho, para Winnicott es el nombre de un desarrollo evolutivo saludable que establece una relación integradora entre el yo y el entorno. Se trata, pues, de una concepción madurativa de lo psicosomático, como proceso evolutivo. El conflicto interno queda así obviado, dado que para Winnicott nada tiene que ver la continuity of being con la alteración pulsional- Dicho de otro modo, no se plantea la cuestión como escisión entre el sentir del existente y la continuidad de existencia. Es simple proceso madurativo de integración. La propuesta de Winnicott es, en suma, una propuesta de inocencia. Por mi parte, planteo la cuestión en otro terreno, el de la alteración pulsional, o desde la perspectiva de la angustia traumática. Es cierto que la sensibilidad clínica de Winnicott le lleva a dar un valor incuestionable al acogimiento materno, pero únicamente para crear la continuidad de la buena armonía de dicho proceso madurativo de integración. Como es conocido, me parece un error la perspectiva del desarrollo madurativo que obliga a pensar el conflicto como una dificultad externa que obstaculiza el buen desarrollo natural. En mi consideración no hay nunca definitiva integración entre el sujeto y el yo, de modo que, como dice Freud, el yo es una tendencia a la unidad, nunca una unidad conseguida. Cualquier otra perspectiva termina al servicio de  una idea de normalidad y así banaliza la clínica del sujeto. El conflicto es, pues, interno al hecho de vivir, y el sentir de un existente (das Gefúhl eines Daseins) no desaparece en ninguna unidad yoica de un supuesto self auténtico. No hay tal verdadero o auténtico self.

Debo a mi colega Piedad Ruíz recordarme esta expresión de Winnicott que no tuve en cuenta en mi texto.

[2] Ver al respecto F. Pereña: Repetición e historia: un ensayo sobre lo trágico, Síntesis, Madrid, 2015

[3] H. Blumenberg: Naufragio con espectador, Visor, Madrid, 1995.

[4] R. Kosellack: Futuro pasado, Paidós, Barcelona, 1993.

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