El Amor y la Fuerza: A propósito del Fantasma Sadomasoquista (1)

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El ejemplo que propongo de la pandemia es adecuado porque vemos cómo se prefiere construir la idea fantasmática de un malvado, a fin de no cuestionarse, a fin de no cuestionar el orden social, supuestamente protector, a fin, en suma, de no admitir la real indefensión y desamparo en la que vivimos.

EL AMOR Y LA FUERZA: A PROPÓSITO DEL FANTASMA SADOMASOQUISTA[1]

Francisco Pereña

…No hay que permitir que los deseos sean insolentes y tratar de colmarlos; hay en ello un mal inextinguible que empuja a llevar una vida de bandolero. De esta forma no se puede ser amigo ni de otro hombre ni de los dioses… tú piensas que hay que practicar el tener siempre más. Olvidas la geometría…

                                                                                              Platón: Gorgias 507e

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Introducción: existir, continuidad de existencia y fantasma sadomasoquista.

En las jornadas del pasado año el tema de mi intervención fue la identidad, mejor dicho, la falta de identidad, y cómo el grupo deviene en “mercado” donde se trafica con la identidad a partir de una pertenencia que funda dicha identidad.

En esta ocasión tomaré esa falta de identidad como lo que “es” un sujeto. El sujeto “es”, cabe decir, su falta de identidad. Y esta falta de identidad inaugural u originaria no es un no-existir mítico, anterior a la identidad. Por el contrario, es el existir mismo, un “sentimiento de existir”, das Gefühl eines Daseins, por decirlo en los términos que Kant utiliza en los Prolegomena, un sentir la existencia en sí misma como abismo, quiero decir, sin continuidad de existencia, lo que convierte el sentimiento de existir en angustia radical, la cual  proviene de lo que en mis libros he llamado alteración pulsional, un sentir el existir a la vez que se siente su expropiación, que es lo que supone la falta originaria de continuidad del existir. Si el sentimiento de existir es un sentimiento de soledad y de expropiación, entonces la otredad, es un extrañamiento interior que lleva a buscar desesperadamente el cuerpo del otro para sentir la continuidad de la “propia” existencia.

En relación con esta figura del otro podemos hablar de dos escenas. Una primera, a la que sería difícil llamar escena, pues arranca de una soledad abismática, la de sentir la existencia como angustia fundamental, por utilizar la expresión freudiana. Esta angustia es soledad porque la referencia es el otro, razón por la cual esta primera escena estaría constituida por las marcas de la experiencia del otro, cómo se siente esa soledad, esa separación del otro a la vez que su presencia corporal y sensitiva, que es lo que va a constituir lo que he llamado la determinación sintomática, la idiosincrasia caracterológica de cada sujeto afectado por la dificultad de vivir. En suma, cómo cada sujeto crea y siente el vínculo con los demás, cuál es su particular condición deseante: cómo anhela al otro y cómo se defiende de él. Estas experiencias tempranas del modo de sentir al otro en el cuerpo que busca su unidad como continuidad de existencia, es lo que va a constituir lo que podemos llamar la escena inconsciente, en la que el otro es interno, de modo que se podría decir que el inconsciente es la particularidad de esa presencia del otro en el hecho mismo de existir. Es un sentimiento de extrañeza que siempre nos acompaña.

Podemos hablar de otra escena, que cabe calificar de “exterior” por cuanto que en ella lo que predomina es la interpretación que se hace del otro externo como figura persecutoria o de protección. Ambos aspectos van juntos, tanto la protección como el miedo que cabe entender como temor a quien puede proteger, ya que si puede proteger es a causa de su poder, y si se atribuye tal poder es porque igualmente puede destruir. De esa forma se construye la realidad exterior como ámbito colectivo. Este es el espacio más específico del fantasma sadomasoquista, el espacio de la aspiración a la unidad yoica a través de una pertenencia colectiva.

Antes de proseguir quiero proponer un ejemplo muy sencillo para ilustrar lo que entiendo por fantasma sadomasoquista. Me referiré para ello a la actual pandemia de la COVID 19, en particular a los que llaman “negacionistas”. Se ha consagrado el término “negacionismo” para nombrar aquella posición que niega un hecho por evidente y comprobado que esté su realidad social e histórica, sea, por ejemplo, la existencia de los campos nazis de exterminio o, en este caso, la existencia del coronavirus que ha dado lugar a la actual pandemia. Nada tiene que ver el “negacionismo” con lo que en la clínica con niños llamamos “negativismo”, referido principalmente al periodo que en el proceso de formación del yo responde a una afirmación ante el otro de un yo unitario, que se hace uno y continuo mediante el rechazo. Dicho en los términos de Fichte, el yo se afirma como tal frente a un no-yo. Irónica afirmación fichteana que pone en primer plano a un yo que ha de definirse como tal frente a lo que no (es) yo. El negativismo conlleva el propósito de afirmar una intimidad frente al exterior.

El “negacionismo” al que me refiero no tiene nada que ver con la creación de intimidad.  Su propósito es simplemente la construcción de un enemigo malvado y poderoso que hace daño, ya sea el creador del virus, con el propósito de dañar al conjunto de la humanidad, ya sean quienes se lo inventan para engañar, asustar, en definitiva, someter al mundo a sus aviesos intereses. ¿Por qué habría esta necesidad de atribuir toda desgracia a un agente exterior malvado y poderosos causante del daño? En la época nazi eran los judíos y en el franquismo eran, aparte de los judíos, los masones y los comunistas.

El ejemplo que propongo de la pandemia es adecuado porque vemos cómo se prefiere construir la idea fantasmática de un malvado, a fin de no cuestionarse, a fin de no cuestionar el orden social, supuestamente protector, a fin, en suma, de no admitir la real indefensión y desamparo en la que vivimos. Incluso si consideramos que la actual pandemia es efecto del deterioro, de los saltos zoonóticos que provoca un capitalismo expansionista y destructivo de los recursos naturales, aun así, en vez de cuestionar dicho orden social se prefiere atribuir a una maldad calculada. De lo que se huye, de manera digamos “patológica”, es de la indefensión que estos hechos inesperados e imprevistos provocan. Es como si la continuidad de la existencia colectiva se hubiera visto atacada y se quisiera mantener con este recurso paranoico.

La indefensión remite a la angustia infantil, al desamparo infantil, que cuando está desprovisto de una vida interna, de un mundo interno que permita afrontar la vulnerabilidad o el desamparo como nuestra más propia condición mortal y, por otro lado, como condición del deseo y del amor, cuando se carece de dicha intimidad, la angustia se traduce únicamente en desesperada agresividad.

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            El vínculo social en la República de Platón: la mentira necesaria

Este es un ejemplo, sin duda circunstancial pero que se repite a lo largo de la historia, y si se repite es porque atañe, de un modo u otro, a la construcción misma del vínculo colectivo. Con esa paranoia se construye en definitiva dicho vínculo. No podemos ignorar que cualquier teoría del “pacto social” remite a  este sencillo esquema: sumisión a cambio de protección, de manera que habrá que exacerbar el miedo para que dicho pacto se asiente como vínculo colectivo. Así se desplaza la protección sobre un agente externo al que atribuimos todo el poder y del que, por ello mismo, tememos el daño y el desamor, ya sea por el mero hecho de que dicha atribución de poder conlleva, como decía Epicuro de los dioses, que dicho poder no tenga necesidad alguna de nosotros.

La sumisión es la pasividad que según el mito platónico de la caverna nos tiene maniatados, inmovilizados en la visión engañosa de imágenes en movimiento que nuestra inmovilizada ignorancia nos hace tomar como genuina realidad. El fantasma sadomasoquista es irreal pero a su vez es lo que da consistencia imaginaria a la realidad, de la misma forma que la paranoia da sentido y consistencia  a un mundo desértico y vaciado de vida. El fantasma sadomasoquista tiene una marca paranoica en el modo de dar realidad social al miedo, al desamparo.

No nos bastamos a nosotros mismos. Así dice Platón en el  Libro II de la República: “A mi entender la polis toma su origen  de la impotencia de cada uno de nosotros para bastarse a sí mismo y de la necesidad que siente de muchas cosas” (369b). Este sería el origen de la política, del orden colectivo. Pero, ¿por qué ese “origen” ha de conducir a la Fuerza, a la exaltación del poder y así a la desigualdad, en suma, a la sumisión? ¿Por qué en el origen del orden colectivo no está la solidaridad?

¿Cómo es que la Fuerza se instala desde el comienzo cuando en su origen habría que situar, sin embargo, la debilidad, la vulnerabilidad, un desamparo común que nos estaría solicitando la solidaridad, una comunidad de los “iguales”, de los igualmente desamparados, el espacio de la indefensión y el tiempo del amor y del deseo? Pero ya sabemos que no es así. Ante la angustia traumática nos orientamos hacia el poder de la Fuerza como único espacio de protección.

Ya en el Gorgias se lamentaba Platón de no encontrar entre los humanos la armonía, el amor o la philia que “mantiene unidos el cielo y la tierra, a los dioses y a los hombres”. ¿Cómo pretender una comunidad (koinonia) sin la amistad, sin la philia? (507-508). No soportamos la “igualdad” que proviene de nuestra penuria, que proviene de Penia, y optamos por la “desigualdad” del poder,  por la “insolencia” del poder y de la Fuerza. Desestimamos, así, el amor y, por ende, la justicia, la generosidad del amor y la comunidad de la justicia.

En el origen de la polis, en el origen de la política está pues el olvido de lo que la funda: la insuficiencia y la búsqueda del otro insuficiente. Es un olvido activo, para dar a la insuficiencia  el sentido que le proporciona el fantasma del todopoderoso. Esta mentira inaugural arruina la comunidad que con ella pretendemos consolidar. La polis está pues construida sobre esta mentira necesaria. Platón, siempre tan contradictorio, y que está progresivamente perdiendo el entusiasmo por la vida colectiva, habla repetidamente de la mentira en la República. En el Libro III, la mentira del mito de la desigualdad originaria de los hombres es necesaria para que la polis se mantenga unida por medio de una desigualdad armonizada, según la cual cada miembro de la polis cumple su función en la medida en que no pretenda usurpar la de otro. Si un artesano quisiera, por ejemplo, ocupar el lugar del guerrero o del gobernante,  dañaría dicha unidad.

¿A quién situar en la cúspide del poder? ¿Quién podría ocupar ese lugar sin atentar contra la unidad de la polis? Para que se pueda dar la armonía de una unidad social, quien gobierna, según Platón, no sólo renuncia, no sólo ha de renunciar al poder sino que ha de sentir repugnancia por él. He aquí el gobernante filósofo, el amante de la sabiduría y de la justicia. Sería, por tanto, una renuncia por amor a la comunidad. Aquí ya nos encontramos con el señuelo del Bien General, pero encarnado por aquel a quien repugna el poder, y que únicamente en esa renuncia y en esa repugnancia puede dar validez a tal Bien General o colectivo. El gobernante filósofo tiene pues un papel redentor, redime de una unidad rota. Es más, en su sabiduría sabe de la mentira sobre la que se funda la polis, y será precisamente en cuanto conocedor de la mentira como introduce la verdad como ideal de regulación. Para esa tarea, dice Platón, se requiere que el gobernante filósofo no tenga ni mujer propia, ni hijos propios, ni ninguna otra propia pertenencia. Sólo, pues, en la medida en que está “fuera” de la polis, podrá gobernarla. No es la exacerbación del poder que propondrá, por ejemplo, Carl Schmitt, con su teoría del estado de excepción, es la utópica renuncia al poder desde el seno de su  propio ejercicio, que quizás anuncia las tesis jacobinas del terror virtuoso.

Ciertamente, Platón está construyendo una ciudad ideal, una utopía, que ya debe saber que nunca se va a realizar, y que será la discordia como des-realización de la comunidad lo que finalmente termine dando realidad a la polis. Bien supo verlo Aristóteles, quien en su conocido Problema XXX incluye a Platón como ejemplo, junto a Sócrates, de la estrecha relación que hay entre filosofía y melancolía. En efecto, el filósofo gobernante puede hacerse cargo de la comunidad en la medida en que no cree en ella[2].

Platón va incluso más allá. En este mismo e inquietante texto de la República es donde incluye en el Libro VII el mito de la caverna, “imagen terrible de la miseria humana” como lo calificó S. Weil[3]:

Imagina que los hombres tienen como morada una caverna subterránea con una abertura a la luz a  lo largo de ella. Están en esta caverna desde la infancia, con las piernas y el cuello encadenados. De modo que están inmóviles sin poder mirar en otra dirección que no sea hacia adelante, ya que no pueden volver sus cabezas a causa de las cadenas. La luz les viene de un fuego y, por encima de ellos, hay un camino a lo largo del cual se ha construido una pared…Ve ahora gente que pasa a lo largo y que llevan figuras de todo tipo…Esos seres, ¿verán algo de sí mismos o de sus vecinos, o sólo las sombras proyectadas sobre la pared de la caverna que tienen enfrente? ¿Cómo verían otra cosa, dijo Glaucón, si una violencia les obliga a mantener la cabeza inmóvil?…Y si pudieran hablar necesariamente creerían que al dar nombre a las cosas que ven nombran cosas verdaderamente reales. Y si hubiera eco al fondo de la caverna, cuando uno de los que pasan habla creerían que lo que habla es la sombra que pasa…No hay duda de que tales seres no tendrán por real ninguna otra cosa que las sombras de los objetos fabricados…(514-516).

Baste esta cita para poder ver que la “mentira necesaria” para mantener la unidad de la polis se ha convertido en el Libro VII en una mentira aún  más radical. Nacemos ya en la mentira y para la mentira. Es tan originaria que se desconoce como tal, puesto que se da como la única realidad. Estamos pues ante una mentira ontológica que, por tanto, nada se diferenciaría de la verdad.

No obstante, Platón la sitúa en un plano de degradación y miseria respecto de una auténtica y verdadera realidad, la del mundo de las Ideas, una verdad que por sobrehumana sería entonces pura entelequia que forma parte del mito. El mito de la caverna no es pues otra cosa que un mito legendario, según el cual venimos de una caída y de una degradación que en los mitos órficos reproducen a su manera el repetido mito de la caída y expulsión del Paraíso. Hemos perdido una beatitud de origen, una armonía originaria. Con este mito se muestra, a la vez que se oculta, el dolor originario, la penuria y la indefensión con las que venimos al mundo y que es lo que nos conduce hacia un orden colectivo en el que el dolor está entregado a la degradación del poder y de la Fuerza. ¿Por qué, si no, va dicha mentira tan ligada al orden social? ¿Por qué los sofistas podrían engañar de manera tan eficaz a la multitud si no fuera porque dicha multitud ansía ser engañada?

En el Libro VI compara Platón la multitud con “un animal grande y fuerte”  al que hay que engañar para evitar su daño:

Imagina un animal grande y fuerte; el que lo cuida aprende a conocer sus iras y sus deseos, cómo hay que acercársele, cómo hay que tocarlo, en qué momentos y por qué causas se vuelve irritable o dulce…qué palabras son capaces de apaciguarlo o de irritarlo…Verdaderamente él no sabe lo que entre esas opiniones y esos deseos es bello o feo, bueno o malo, justo o injusto. Aplica todos estos términos sólo en función de las opiniones del gran animal. Lo que complace al animal lo llama bueno, lo que repugna al animal lo llama malo, y no hay otro criterio al respecto. A las cosas necesarias las llama justas y bellas, pues es incapaz de ver o de mostrar a otro hasta qué punto difieren en realidad la esencia de lo necesario y la del bien… (493b-c).

Este “gran animal” representa o simboliza a la multitud, a la masa si se prefiere. ¿Por qué la multitud aparece definida como salvaje e incapaz de discernimiento moral? No es un acierto de Platón el atribuir a la multitud tal carácter de animal. No es precisamente por ser animal por lo que necesita ser engañada, sino precisamente por no ser animal. La necesidad de engaño no es ya tanto la mentira ontológica sino la huida de la angustia traumática, o desamparo originario, que hace de la mentira una necesidad para buscar refugio e identidad en el orden colectivo como orden tanto dañino como protector. Si la vida de un sujeto está intervenida por el otro, si es de entrada un extrañamiento interno, la mentira de la unidad se convierte en una necesidad que da consistencia a un yo que se instituye como unidad frente al vacío y la falta que es su propia condición de sujeto.

Extraña e interesante es la diferencia que Platón establece entre “la esencia de lo necesario y la del bien”. El bien no es necesario, sería más bien,  como lo define Kafka, trostlos, sin consuelo. El consuelo vendría más bien de  la maldad o de la mentira. Si el bien, como nos enseña el Banquete, está referido al deseo (205e), lo necesario lo estaría a la mentira que necesita y consolida el orden social. Paradójica mentira, que si Platón califica  de necesidad es por ser requisito del orden colectivo sin el cual el hombre no puede vivir. El orden de la necesidad se separa así del orden del bien o de la justicia. No vive en el engaño si no es por la necesidad del engaño para vivir.

De la misma forma que la indefensión del bebé le conduce a confiar en el poder y la Fuerza de los padres, poder cuya prueba es su propio miedo, de igual forma el vínculo social se instituye sobre el miedo y la sumisión a un poder y a una Fuerza externa a la que se solicita, mediante el miedo, la protección. La sumisión es, por tanto, efecto del miedo, pero el miedo es la prueba de la realidad de un engaño que de ese modo da poder y consistencia a un ideal de protección. Cómo engañar al otro y cómo engañarse es, pues, lo mismo. Se ha de engañar al otro en la medida en que se le atribuye el poder absoluto, pues sólo lo tiene en la medida en que se le atribuye mediante el temor y la sumisión.

En esas condiciones, la koinonia, la comunidad, pierde toda opción de philia, de amor o de amistad, que llevaría a considerar dicha comunidad como espacio de libertad y de solidaridad. Si la esencia de Eros es, como explica en el Banquete, ser hijo de Poros y de Penia, de la abundancia y de la penuria a la vez, la de la polis es, por el contrario, la unidad como mentira que requiere en su origen la discordia.

Eros, le explica Diótima a Sócrates, no es un dios, es un daimon, lo que liga a los hombres con los dioses, lo divino en el hombre. Su mayor recurso, su poros, es su penia, su fuerza es el abandono del dominio y de la necesidad. La charis, que no la necesidad, es lo propio de Eros, es un vínculo, syndesmos, que se establece desde dentro, desde la falta, desde el deseo y la posibilidad, desde la potencia de la falta, y no desde la violenta jerarquía de la Fuerza.

El poder es pues “mentira necesaria”. Si es necesaria, excluye, por tanto, la posibilidad, y puesto que es mentira lo que excluye es la posibilidad de verdad o, en todo caso, la verdad consistirá en tomar la mentira necesaria como una mentira tal que si no fuese necesaria no podría ser mentira. Para que la mentira tome estatuto de necesaria ha de figurar como verdad. El orden de la necesidad no es del orden de la decisión, de quien, por ejemplo, miente a sabiendas para salvar su vida. Al no admitir posibilidad, ha de ser tomada como única realidad. Toma el carácter de verdad del hecho de ser real, de figurar como orden de la realidad.

Si se introduce la posibilidad salimos del campo de lo necesario. Lo imposible es el límite de lo posible, aquello que, por tanto, obliga a decidir, pues no está dado como necesario. La necesidad, por el contrario, va ligada a la impotencia, no a la imposibilidad. La impotencia desconoce la temporalidad, desconoce el tiempo y el movimiento, por lo que, como diría Aristóteles, carece de vida. La vida es movimiento, dice el conocido principio aristotélico. El movimiento es el tránsito contingente entre no-ser y ser. Dicho tránsito es, en términos del acto, el deseo. En la impotencia, sin embargo, el no-ser no moviliza y el deseo ha desaparecido o se ha desvitalizado.

El poder, la Fuerza, se erige a partir de la impotencia, se alimenta de la impotencia colectiva. El rey puede en la medida en que dispone por entero de la vida del súbdito. El súbdito no tiene vida propia, es una vida reducida no a la potencia sino al poder del otro. El rey no sería tal si atendiera al no-ser del súbdito, ni tampoco el súbdito sería tal si no careciera de su propia potencia. El rey no atiende, ni podría hacerlo, al no-ser de la potencia. Sólo es poderoso en cuanto que es impotente para poner en juego el no-ser de un sujeto, su deseo y su falta de identidad. Se mueve en la asfixiante estrechez del asesinato de la vida del deseo, en la posición de una melancolía irredenta que únicamente se consuela con el uso de la espada.

Así pues, el amor y la Fuerza se oponen radicalmente, puesto que el amor, a la manera platónica de decirlo, es hijo de Poros y de Penia. Su potencia viene del no-ser, y se dirige al no-ser del otro, a la falta que transita entre las demandas y las voliciones. Se ama la vulnerabilidad desde la vulnerabilidad. Esta es la potencia del amor, frente a la impotencia del poder y de la Fuerza.

Escucho a alguien decir con sorprendente lucidez que sacrifica su deseo por la mujer a una mujer a la que, por tanto, no tiene otra cosa que ofrecer que su impotencia. Así dice, y ya no puede pensar, en consecuencia, que eso sea el amor, pues no se dirige al no-ser de una mujer, sino al poder que le atribuye con su inmolación, con la inmolación misma de la posibilidad.

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                        El fracaso de la política y la  necesidad de la guerra.

Pues bien, vemos que en el origen del orden colectivo no está el amor sino la Fuerza, no está la comunidad, cuyo vínculo sería la philia, sino la sumisión como institución de la jerarquía. En el amor, la falta de uno busca la falta del otro. Este es el deseo del bien (y no del daño) del que habla Platón, el deseo como vínculo de justicia que busca el bien sin exigirlo como reciprocidad. Por eso el amor, como tampoco lo es el dolor,  es una  “experiencia primaria”, no es una “experiencia” colectiva, implica de manera radical e indecible a un sujeto.

Por el contrario, en la “organización gregaria”, por decirlo en los términos de Nietzsche, el poder, el otro atribuido de poder, se convierte por ello mismo en objeto persecutorio. No hay que olvidarse de ello, pues presupone en su mismo origen la discordia, polemos, como amo y señor de la vida colectiva. La guerra, polemos, está, por tanto, en el origen. Veamos. Si entendemos la política como “fundación” de la unidad colectiva, se va a requerir la guerra como repetido reinicio de dicha fundación. A partir de la guerra se requiere de nuevo la “fundación” de la unidad. La guerra da consistencia a la unidad política perdida. Pero esta refundación de la política repite su fracaso. Podemos decir, volviendo a la formulación platónica, que se trata de un fracaso necesario, un fracaso que se reinicia cada vez sobre sus escombros, sobre sus muertos[4].

Ya Pericles en su conocido “discurso fúnebre”, que también cabe llama “oración fúnebre”, basa la democracia ateniense en los muertos, en los caídos en la guerra del Peloponeso. Logos epitaphios, discurso, u oración, fúnebre que consagra el amor a la Patria y cuyo sello, o suprema prueba, es la muerte. La muerte gloriosa es la muerte por la Patria, la muerte sobre la que se funda la Patria. ¿Por qué gloriosa? Por ser emblema de inmortalidad. Dulce et decorum est pro patria mori, reza el verso de Horacio. La gloria de la muerte consiste, en definitiva, en no morir solo. En la muerte por la patria no hay anonimato. Para eso y por eso las ciudades están plagadas de monumentos a los muertos, como recordatorio de su fundamento. Si la muerte, el horror, de la muerte es la soledad radical, la muerte por la Patria significa no morir solo, y de ese modo se reúne con la inmortalidad. El culto a la muerte es el culto a la Patria. Quien muere en la dignidad del silencio de su soledad, no rinde culto a nada ni a nadie, quizás únicamente a su condición menesterosa y a su deseo de vivir, a su pasión por vivir que sólo a quien es mortal le es concedida, pasión que los dioses envidian de los mortales.

Por tanto, la muerte por la Patria es lo que da realidad a la irrealidad fantasmagórica de la Patria. No es otra la función de Polemos, dar realidad como origen a lo que es un fracaso de origen. La guerra misma deviene así origen. ¿Quién está en el origen de la guerra de Troya? Se dice que Helena. Un curioso motivo. No es precisamente el amor sino la Discordia lo que Helena pone en juego. Lo cierto es que poco importa el origen de la guerra puesto que la guerra misma está en el origen del orden colectivo. Por eso hay que recurrir permanentemente a ella. Cuando Platón quiere eliminar a Homero de la “ciudad ideal”, lo hace porque Homero toma a los dioses como vengadores que engañan a los hombres y les lanza a la batalla una y otra vez reiniciada, y en la que a la postre no hay más que vencidos. El vínculo homérico entre dioses y hombres es la irremediable Discordia que testimonia la miseria del hombre. Platón, en su propuesta de ciudad Ideal, quiere eliminar la Discordia de origen. Así ignora la grandeza del relato de Homero: haber mostrado de manera implacable la crueldad y la radical insensatez de la guerra, un espantoso sinsentido con el que los mortales alientan la Patria inmortal  como Sentido supremo.

Platón, con su propuesta de “Ciudad Ideal”, cae en la propuesta de inocencia, como es la de querer eliminar la Discordia de origen. Existir no es más que ser Uno, dice el “platónico” Agustín en De moribus… Lo que existe, existe en cuanto que tiende a la unidad. Esta era para Platón la anamnesis de una Unidad perdida, en el intento de situar una Unidad anterior a la Discordia, una Unidad mítica, por tanto. Heráclito, por el contrario, no habla de Unidad perdida sino del fracaso de la unidad, que no se da en todo caso sino como unidad de los contrarios, es decir, el ciclo del fracaso de la Unidad y su reiniciada fundación de un nuevo fracaso, el permanente triunfo, en suma, de la Discordia y de la Escisión.

La política pretende una unidad colectiva porque sabe que no la hay de entrada, que ha de venir de “afuera”, y, sin embargo, está llamada a repetir la Discordia para así poder volver a reclamar la unidad perdida. Esta es pues la paradoja de la política: quiere  reparar la Discordia de origen pero está condenada a repetir dicha Discordia para reiniciar una y otra vez el ficticio camino de la unidad. La unidad política, cuyo nombre es la Patria, se alimenta de Polemos, de la guerra. Los cimientos de la Patria son los muertos por la Patria. Es la tesis de la oración fúnebre de Pericles, que nos relata Tucídides. Son los muertos quienes dan vida a la Patria, que moriría de inanición sin su ración de muertos. No por nada Hegel consideraba el logos epitaphios como la expresión suprema de la democracia ateniense, “donde los ciudadanos están educados y tienen ante los ojos el interés de la Patria”[5]. No sólo Hegel, también Hobbes y ya antes Cicerón y Quintiliano. Para H. Arendt constituía la mejor expresión del ideal político y de la pasión política.

Quizás por eso K. Marx, en su El dieciocho Brumario de Luís Bonaparte, escribió aquella escalofriante y sacrílega frase: “que los muertos entierren a los muertos”[6]. Marx propone un comienzo absoluto que rompa con el ciclo de la reiniciación de la guerra como fundamento de la política. Marx abomina del culto a la muerte porque sabe que dicho culto está todo el tiempo requerido de nuevos muertos. El comienzo absoluto quiere romper el ciclo, lo que lleva a Marx a hablar del “fin de la política”, expresión que ya aparece en el Manifiesto comunista.

¿Es eso posible? Formula, no obstante, y quizás por primera vez, el espacio de la posibilidad, frente a la “mentira necesaria”, en el que el carácter no se confundiría con el destino, en el que el Bien, que predica Platón, esté situado en el tiempo de Eros. Utopía que es en todo caso una denuncia de aquello que los mortales toman como necesidad. Recordemos que la paradoja de la política consiste en que nace  para resolver los conflictos que conducen a la guerra, a la vez que requiere la justificación de la guerra para dar realidad a la “irrealidad” del discurso político. Por esto decía que la guerra no necesita motivo alguno. Helena es un señuelo que la leyenda homérica sitúa como motivo de la guerra de Troya. Pero es sólo eso, un señuelo, una insensatez. La guerra toma su razón de ser de sí misma. La Primera Guerra Mundial dicen que se inicia a raíz del asesinato en Sarajevo del príncipe heredero del Imperio austro-húngaro. Rápidamente la guerra se extiende por toda Europa. ¿Qué tiene que ver la invasión de Bélgica por parte de Prusia con dicho asesinato? Nada. El expansionismo prusiano ya estaba antes de dicho asesinato. El expansionismo es un modo conocido de exaltación de la Patria cuando se atiborra de exaltación de la violencia.

Lo que quiero subrayar  es que el hecho de la guerra es una insensatez y un sinsentido como tal hecho. Cualquier explicación histórica, es decir, basada en la concatenación de causas y efectos es una justificación que oculta lo que es el hecho singular de la guerra: el absurdo radical. Cualquier justificación de la guerra es un acto criminal que se camufla en lo genérico y en lo colectivo.

Se ha dicho, precisamente a propósito de la Primera Guerra, que el fascismo supuso una “hiperpolitización” en momentos de declive y desprestigio de la política “democrática”, dada su incapacidad para intervenir en el campo de la expansión capitalista. Esta es la tesis que Robert Kurz explica con gran claridad en su clásico texto Das Ende der Politik. En este texto Kurz explica que el fascismo consigue afianzar el modo de producción capitalista en los países en los que aún convivía con relaciones de producción no capitalistas. Cabe decir entonces que la Discordia que el fascismo representa con tanta crueldad y que incita a la guerra, se hace definitivamente patente en los momentos en los que la mentira de la política se hace tan manifiesta que requiere la “realidad” de la guerra. La guerra que revela el fracaso de la política es, a su vez, su condición.

Este  ciclo infernal está tan confundido con la política que el terror revolucionario que pone en juego la Revolución Francesa lo expone tan abiertamente como, por ejemplo, hace Robespierre cuando, según G, Büchner, afirma: “El arma de la revolución es el terror, la fuerza de la República es la virtud”. El terror sin la virtud es “pernicioso” y la virtud sin el terror es “impotente”[7]. De este modo, los jacobinos pretenden convertirse en representantes y agentes de una justicia universal que trasciende el acto concreto, haciendo así del crimen una virtud. ¿Por qué a la virtud no le bastaría el amor o la philia? Esta es la pregunta que se repite. Sin el terror la virtud es “impotente”. Sería una fantasía pasajera. Para tomar realidad ha de dar miedo. Sin el miedo, por tanto, no hay protección.

He aquí escuetamente expresado el fantasma sadomasoquista. Únicamente podemos sentir la protección a través del miedo que infunde el supuesto protector. Daño y protección terminan así confundidos. El miedo, que podemos entender como el modo “social” de la angustia, es la manera de rehuir la angustia traumática originada por la radical indefensión del sujeto que viene al mundo en el mayor desamparo. El fantasma sadomasoquista construye la trama de la realidad a través del hilo de una versión del otro como autosuficiente e incuestionable, autosuficiencia que se atribuye a través del miedo. Como dije anteriormente es para muchos más soportable atribuir la pandemia de la COVID 19 a una malvada trama del poder que a la confusa  torpeza  de un daño que nos retrotraería al desamparo originario, a la angustia originaria.

 

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[1] Este texto fue escrito a partir de la ponencia impartida el 23 de Octubre del 2020 en la inauguración de las V Jornadas sobre intervención con grupos y equipos, organizadas por el Departamento de Educación Social y Trabajo Social, del Centro Universitario Lasalle,  de Madrid.

[2] F. Pereña: El melancólico y el creyente, Síntesis, Madrid, 2012. Para un análisis de la relación entre melancolía y creencia.

[3] S. Weil: La fuente griega, Trotta, Madrid, 2005.

[4] Esta idea aparece en un arduo y sugerente texto de J.M. Cuesta, titulado Ápolis, Losada, Madrid, 2006.

[5] Lecciones de Filosofía de la Historia universal, Madrid, 1980, p. 473.

[6] Cfr. Memento mori…

[7] G, Büchner: Obras completas, Trotta, Madrid, 1992, p. 87.

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