Apuntes para pensar la clínica del sujeto (2)

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Continuación…

 

Por eso, cuestionarse ante el otro es como yo entiendo la parresía, frente a esa “necesidad” de  engañar al otro como modo de engañarse a sí mismo. Uno se engaña a sí mismo en la medida en que está empeñado en engañar al otro. Con la ontologización de la pulsión todo esto queda obliterado, soslayado. No es que Freud u otros psicoanalistas desconozcan los problemas, ni mucho menos, pero los avatares con el concepto de pulsión ha condicionado a mi parecer la “historia” del psicoanálisis, por una razón muy sencilla: al ontologizarse la pulsión, se biologiza, no en el sentido que yo propongo de ligar  logos y bios,  o de cómo la vida de un sujeto es una afección, un sentir que se da a pensar, sino en el sentido contrario, el de la biología como logos sin bios, o logos de un bios convertido en objeto exterior u “objeto” científico, en suma, un cuerpo-objeto, en vez de un cuerpo libidinal.

Así, la pulsión convertida en objeto “exterior” de una posible representación, termina siendo un concepto molesto, por esa propia distorsión de la pulsión. Para los mejores clínicos, los más ligados a la práctica, porque no saben qué hacer con ese concepto biologizado, pero sin él se termina en una clínica inevitablemente adaptativa y constrictiva, incluso en el mejor de los casos, como es el caso de Winnicott. Entre los que quieren mantener el concepto de pulsión, encontramos ante todo a Melanie Klein, pero la convierte en fantasías originarias, una especie de arquetipos, creo yo, y así lleva el doctrinarismo freudiano hasta el delirio. El sujeto está afectado por algo externo, aunque ese externo sean las fantasías originarias, que incluso tienen su desarrollo evolutivo, o las fases esquizo-paranoide o depresiva, etc. La psicosis misma es parte o fase de ese proceso. El sujeto es entonces pasivo, pero esto es un gran error para la clínica del sujeto. El sujeto no es efecto del proceso madurativo o evolutivo, ni es efecto de estructura, es un acontecer determinado como respuesta ante la alteración pulsional.

No hay sujeto pasivo.  Podemos hablar de sujeto inhibido o debilitado que recurre a la insensibilidad, podemos pensar en un TOC, por ejemplo, pero no es una insensibilidad pasiva, es una defensa y la defensa supone siempre un sujeto activo. Por eso insisto en que no hay sujeto sin defensas, no hay deseo sin defensas, puesto que la soledad del deseo angustia, y la angustia requiere algún tipo de defensas, y cuestión importante será ver si el sujeto se defiende contra su deseo o a favor de su deseo, para hacerlo posible o, por ejemplo, con qué frecuencia observamos cómo la demanda se expresa mediante el rechazo. A veces no queda más que el rechazo hostil ante un deseo que ha sido completamente absorbido por la angustia de abandono, y no queda ya otra opción que la expulsión y aniquilación del otro, dentro de “uno” mismo. El daño, o la agresividad, también incluyen en su objetivo a quien lo ejerce.

No hay sujeto pasivo, es un contrasentido. Luego no hay sujeto causado, y es importante este asunto para abordar cuestiones no tan laterales como pudiera parecer como es la cuestión de la madre de la anoréxica, o del psicótico, o la famosa madre “nevera” del sujeto autista. Hay determinación genética, por supuesto, y hay determinación cultural, por supuesto, o familiar o como se quiera llamar, pero sólo en cuanto que determinación sintomática hay sujeto de esa determinación. Y esa determinación es por tanto particular y singular, es lo que es un sujeto singular. ¿Cómo “trata” o qué hace con la alteración pulsional y sus avatares?,  ¿cómo vive y siente el deseo y la angustia, etc.? Esa es la particularidad de cada uno. Sin embargo, en la ontologización de la pulsión, el sujeto queda fuera, “víctima” del empuje pulsional, queda así pues fuera como sujeto pasivo y sujeto en todo caso modificable, más que como acto, o decisión, o cuestionamiento, como “reeducación”. El dominio o, mejor dicho, domesticación de la pulsión de la que habla Freud seria así tarea “civilizatoria” del yo. Esto lleva  a la clínica no tanto al cuestionamiento ante el otro, que es como yo entiendo la parresía griega, sino a la reeducación y toda reeducación necesita una doctrina guía, el que sabe, el experto, el intérprete, el clérigo. La interpretación supone un código al que remitir el significado, secreto íntimo o como se quiera llamar, pero la interpretación no es como cuando Sancho le dice a Don Quijote: “escuche vuesa merced lo que dice”,  sino que “yo sé lo que Vd. dice”, diría el intérprete, “yo sé lo que Vd. quiere decir y Vd. no sabe, en suma yo le adoctrino”. La interpretación en Melanie Klein es delirante y bulímica porque suple, como intenta también el psicótico, el vacío pulsional con una interpretación total, como son las fantasías originarias, que reducen el sujeto a pasividad. Es un padecimiento pasivo, el activo es el psicoanalista, quien interpreta. Esto llevó a la gran disputa en la escuela kleiniana, sobre la contratransferencia. Recordaré el agrio enfrentamiento con P. Heymann. La contratransferencia era un insulto a esa interpretación total, pues ponía al analista en juego y no como mero oráculo.

Pero en realidad no se trata de interpretación, sino de la elaboración. La elaboración es el nombre freudiano de la parresía, es un cuestionarse como viviente ante el otro. El cambio que hace Freud del término Verarbeitung por Durcharbeitung, introduce la idea de proceso vivo, de acontecimiento, de abrir el espacio de la “verdad”, se diga la “verdad” como se diga, con todas las mentiras del mundo, porque es un espacio en el que se cuestiona la vida del sujeto viviente en el punto preciso en que ese cuestionamiento es posible, es decir, ante el otro. Llevaba razón Galeno frente a Plutarco, mejor que sea un desconocido. Uno mismo es un desconocido. El otro que me habita es un desconocido y el otro como deseante es un desconocido, sea el hijo, el amante, etc. Y nos interrogamos como desconocidos, a la vez que ese vínculo nos retrotrae al mayor desvalimiento por su relación con la vulnerabilidad.

Un vínculo transferencial que no esté orientado por la elaboración, por ese cuestionarse ante el otro, ante el enigma del otro que es el de uno mismo, es una indecencia. Por eso es imprescindible que el paciente sea un desconocido, que, por tanto, ha de ser pensado por el analista. Eso supone que la elaboración es también del analista. Un bebé que no es pensado por la madre es un simple objeto de cuidado, un “paciente” que no es pensado por el analista, es un objeto de observación. Se ha pervertido el encuentro que se basa en el enigma que es la vida del deseo, del cuerpo del deseo. De tanto hablar de la cura por la palabra, nos hemos convertido en charlatanes y nos hemos olvidado del cuerpo, de la afección, de la imbricación entre la palabra y el sexo. Nos dirigimos a un cuerpo que guarda la vida libidinal como invisible, que no se da a ver, que desea sin saber bien qué y que se angustia. No nos dirigimos jamás al ciudadano, sino al sujeto de la angustia, un sujeto viviente, descentrado por la angustia radical. Pero la angustia, como decía Kierkegaard, es una posibilidad, como anhelo y como deseo. El cuerpo no nos pertenece, es desvalimiento y deseo. El deseo es lo que da vida a un cuerpo que sólo vive por ese modo particular de cada uno de querer vivir.

El inconsciente no es más que lo invisible que alienta la vida, no es una representación, es una impresión, por utilizar este término de Husserl, una huella, que diría Freud, o la marca que dicen los lingüistas que hace a un sujeto particular.

Ya cuando Freud habla de excitación endógena, se refiere a una excitación que no viene presidida por un exterior, es una insatisfacción endógena o pulsional que no se acopla o corresponde a una satisfacción externa, aunque no cabe sin el otro, como el deseo mismo. O sea, la excitación endógena va unida a una insatisfacción radical y a una angustia radical. No hay padecimiento de la pulsión, si no es porque hay un sujeto activo de la pulsión o de la angustia.

Ese es el hallazgo mayor, a mi parecer, de Freud, lo que liga pulsión y sujeto. Hay sujeto de la pulsión, pues sin sujeto la pulsión es una fuerza anónima, como diría Schopenhauer, o un mero instinto. La pulsión no es lo salvaje del sujeto o mejor dicho, del yo, que sería lo civilizado. No es así, el sujeto es límite del mundo, según la expresión de Wittgenstein, está en el mundo, pero no es del mundo que él mismo ha creado. El sujeto es ante todo sujeto de la pulsión, y la pulsión es un nombre de la vida de un sujeto viviente. La alteración pulsional es la subjetividad misma y esa subjetividad no es una entidad propia, sino un constante acontecer de la vida en cada instante de la angustia y del deseo. El instante, tal como lo entiende Kierkegaard, sería la vida como desafío, que tiene la constancia de lo que está por acontecer, porque el acontecer no está concluido, como sería en el ciclo animal, está sometido al deseo y a la demanda, pues la alteración pulsional es empuje al otro que falta, y en la medida en que falta ya no es sólo abismo o vacío, sino que la pulsión toma su estatuto de demanda y ese es su límite interno.

Ese dirigirse al otro y su articulación es un don, y es lo que llamo articulación de la demanda inconsciente. La demanda se dona, no es exigencia, ni mera queja, aunque ambas encierran una demanda. No quiero que se hagan mucho lío con esta formulación de que la demanda se dona. Es simple. La demanda se da a un sujeto, que tiene su propia demanda. Dar la demanda es incluir al otro, cosa que no es nada habitual, es incluir al otro como sujeto, en contraposición a la exigencia y a la esclavitud a la respuesta de los demás, o modo de no incluir al otro. Cuántos sujetos vemos que utilizan la demanda como carga para así quedar excluidos ellos mismos de su propia demanda, sin otro recurso u objetivo que la destructividad. La demanda como donación hace del otro una ausencia, una falta y un enigma, es no concluir la respuesta ni siquiera estar seguro de lo que se quiere del otro. Enigma es tanto el deseo del otro como el deseo propio.

La angustia como posibilidad, a la que se refiere Kierkegaard, es cuando el otro interno es un enigma, el otro es interno, pero es otro. Al que me dirijo es un otro que me falta, si no es así, es invasivo y la pulsión es pura angustia, que sin el límite interno del deseo se convierte en pasos al acto reactivos, o directamente agresivos, o en inhibición paralizante que melancoliza la vivencia misma del deseo y conlleva una hostilidad constante, aunque sea contra sí mismo. El dolor es sólo daño si no forma parte del vivir, si es tomado como obstáculo a una vida puramente ideal que así aniquila la real o concreta. Lo ideal y lo persecutorio van muy juntos y producen la impotencia, sea como exaltación agresiva o como debilidad psíquica o las diversas formas de insensibilidad. Cuando la insensibilidad se muestra bajo la modalidad de la pura agresividad es inmediatamente destructiva.

Espíritu es el nombre que tomo de Kierkegaard para enigma que es el cuerpo carnal, que no es un cuerpo-objeto, sino enigma de la vida del deseo, cuerpo invisible que alienta el deseo de vivir. No es el alma como entidad separada del cuerpo, es cuerpo animado y vivo, el cuerpo del deseo y de la sensibilidad inaprehensible. No podemos poseer el cuerpo del otro porque es enigma, es espíritu, se nos escapa en el momento mismo de la caricia o del afán de posesión. La pornografía es el intento de hacer visible el cuerpo del deseo, por eso aparece de inmediato la angustia, que precipita una satisfacción tediosa, cuando no agresiva. El cuerpo libidinal es espiritual e invisible por ser cuerpo. El sujeto de la pulsión es un cuerpo. Los “seres espirituales” de los teólogos, los ángeles, ni hablan ni sienten. El espíritu real de la carne es su carácter sexuado, donde se muestra el anhelo de vivir, de alcanzar la vida en el otro cuerpo. No somos inocentes, el deseo no es inocente. Tomar a un sujeto como objeto es una desazón que nos aparta de toda inocencia. La inocencia, repetía Kierkegaard, es ignorancia, es ignorancia del cuerpo libidinal y del deseo del otro, es mentira ligada al daño.

En la inocencia el otro como sujeto viviente no existe, es un fantasma construido como ideal o como persecutorio, agente de mi exclusión, cuando en realidad es el sujeto mismo el que no incluye al otro como sujeto del deseo. La típica queja neurótica suele ser sobre la exclusión, sin atender a que es el sujeto el que no incluye al otro. El miedo a no ser incluido es un modo de no incluir al otro.

La clínica del sujeto se juega en estos terrenos, que suelo resumir como articulación de la demanda inconsciente, de la falta y de la pérdida. Sin la falta, el vínculo con el otro es sólo de temor y de daño, es decir, destructivo, cuando no es abismo y pánico. Si digo demanda inconsciente es porque entiendo el inconsciente como inscripción (término freudiano) de la presencia del otro en el cuerpo, huellas de las primeras experiencias del otro que encierra a su vez una súplica de vida. Por eso, la experiencia del otro es la experiencia de su pérdida. En caso contrario, pondremos en su lugar a un sádico que te quita la vida y uno queda reducido al temor y al rencor.

Al otro se le incluye a partir de “su” pérdida y de su ausencia. Esta es la clínica del sujeto: hacer de la angustia una posibilidad del deseo, en el que la soledad del deseo no sea un abismo, sino falta que angustia, pero en la que vive el deseo de vivir, el anhelo del cuerpo libidinal que ansía otro cuerpo. Somos extraños en un extravío común.

Este es el terreno de la verdad. Pero el terreno de la verdad se mueve enredado con el intento de sentido para el sujeto, con la identidad del sujeto o con la demanda de seguridad o de pertenencia, etc. donde el otro radical, el otro que está en el corazón de la vida, se hace, sin embargo, inevitablemente presente, quiero decir incluso cuando se le quiere objetivar como protector-perseguidor. Los terrenos de la verdad son los mismos que los del engaño o la mentira, puesto que el engaño se da ante el otro, y no es el engaño, como dije antes, de los sentidos, del que hablaba Galileo, que es el terreno de la razón. Por qué el científico investiga, qué le mueve a entrar en el laboratorio, cómo siente la vida, como ha sido su elección, etc. es entrar en el terreno del sujeto, donde la verdad no tiene respuesta, si no es como encubrimiento de su extravío. La verdad es ante el otro y la razón es ante el objeto. La verdad está siempre por decirse, por  concluir, porque es la trabazón de logos y bios, entre pensamiento y vida, es vida que se da a pensar, y que vive dentro del engaño. Es un engaño que nunca consigue desprenderse de la verdad y viceversa, y esa verdad que vive dentro de la mentira es como entiendo el inconsciente.

Hay un problema en el origen del psicoanálisis a propósito de esto del inconsciente. Me refiero a la idea que tiene Freud de la consciencia. Dice, por ejemplo, que no tiene que explicarlo porque todo el mundo sabe lo que es la conciencia. Yo no entiendo de dónde saca eso. No es así. Es un prejuicio que proviene quizás de concebir la conciencia como relación biunívoca entre objeto y representación. Esto supone situar la conciencia como instancia yoica, exclusivamente por fuera del sujeto. Carl Schmitt intuyó muy bien este asunto de la conciencia cuando hablaba de la terrible angustia de Descartes ante la problematización de la conciencia. Esa problematización supone el abismo de la conciencia que se interroga sobre sí misma ante el otro interno. Esta podía ser una definición del inconsciente.

Sin embargo, para problematizar la conciencia, Freud tiene que recurrir al inconsciente. ¿Cómo otro sistema? ¿Qué es el inconsciente?, ¿otra conciencia?, ¿lo que aún no ha devenido consciente? ¿un sistema propio con su propia representación reprimida? Freud en Lecciones Introductorias al psicoanálisis dice que el psiquismo es un sistema general consciente/inconsciente. ¿Dos modos de conciencia?, ¿dos sub-sistemas?, ¿un campo u “objetividad” pendiente de ser descubierto?     

Este embrollo conduce a Freud a hablar por ejemplo de Umbewuste Gefühle, de sentimientos inconscientes, a la vez que dirá que los afectos son siempre conscientes, lo que no quita para que, a la vez, en el capítulo sobre la angustia diga literalmente que “la Affecktverwandlung, la transformación del afecto, constituye la parte más importante de la represión”, aunque para no caer en crasa contradicción, añade: “pero también la más difícil de dilucidar porque no podemos afirmar la existencia de afectos inconscientes en el mismo sentido que el de las representaciones inconscientes”. Freud no nos aclara tan peculiar sentido, de qué sentido habla. Pero apunta, sin embargo, con buen tino, que el afecto busca su representación, pero no coincide con ella, no hay pues correspondencia biunívoca afecto-representación. El afecto no es el “objeto” de la representación. No cabe hablar de buenas o malas, verdaderas o falsas representaciones. La representación, diré mejor, la palabra, porta una verdad que no representa. Por ejemplo, los “recuerdos encubridores”, no es que sean falsos, dicen una verdad. Muchos pacientes cuentan hechos de su vida, que pueden ser más o menos verdaderos, pero portan una verdad. Alguien puede hablar de un padre o una madre desde un abandono que puede que “objetivamente” no existiera, pero por qué sintió este sujeto ese abandono es la verdad que porta, no si es objetivamente falso o no. Lo que nos importa es la verdad, la verdad que dice esa “falsedad objetiva”, la verdad de la mentira.

El sentir la vida es ante el otro y ese otro, como quiebra de la identidad es para mí otro nombre del inconsciente. Es conciencia problematizada como sujeto ante el abismo del vacío de la falta de adecuación con la vida, vida desconcertada y confusa, que se juega ante el otro, que está en el seno de la vida misma, una vida alterada, es decir, la pulsión. El sujeto de la pulsión, el sujeto del inconsciente y el sujeto de la angustia es el mismo “sujeto”. El sujeto no puede ser objeto de observación ni de descripción, sino que es un sujeto alterado y cuestionado por el otro.

La elaboración, por tanto, no es una descripción o una información, es un darse a pensar como sujeto viviente que requiere al otro para poder darse. Es convocar un encuentro, es un acontecer creativo, el instante de una verdad que se deshace, pero que queda como huella de la experiencia del otro. Por eso este oficio se traba con la vida y es difícil de dejar aunque pasen los años. Pensar y ser pensado van a la par, y en eso consiste la escucha, como acontecer de la palabra que se interroga por el otro desconocido, ante el otro desconocido que es uno mismo. Por ejemplo, una madre no sabe qué le pasa a su hijo, lo escucha y así lo piensa y ese ser pensado es el acogimiento, sin el cual el empuje a vivir del niño se convierte en pura angustia.

En esta escueta y limitada incursión por lo que puedo entender por clínica del sujeto, pienso ante Vds. y con Vds. Esta es la posibilidad del encuentro, del desprendimiento de toda objetivación del saber. El sujeto es un objeto  imposible.

Cuando yo repito que “aprendo” de “mis” “pacientes”, no es un eslogan beato. Es así, es el espacio de encuentro que se da a pensar la invisibilidad de la vida, del deseo de vivir y del dolor de vivir, sin sentido exterior a esa vida, una inmanencia sin duda insuficiente. Es un modo de decir al sujeto. (No hay mayor sabiduría, por utilizar el término de Esquilo, que prestar atención a lo que llama memoria del dolor, no es el recuerdo, es el Urschmerz, como lo nombra Nietzsche, el dolor originario, la angustia originaria. Qué se hace con ella, cómo se vive y cómo la trata cada sujeto es su particularidad sintomática).

Como dije, esta es una incursión que es en realidad una propuesta de “debate”, espacio donde mostrar ante Vds. algunos apuntes de cómo entiendo la clínica del sujeto.

Pueden entender por qué elegí la idea del parresiastés para iniciar esta incursión, porque en definitiva la parresía no es la sinceridad como muchos lo han traducido. El espíritu maligno es para Descartes un otro que te engaña, pero ese otro es “uno mismo”, es la propia conciencia que se engaña a sí misma como el otro de sí misma, lo que Freud podría llamar Ichspaltung, escisión del yo.

La parresía no hay que traducirla por tanto como sinceridad, sino que consiste, a mi parecer, en cuestionarse ante el otro, es interrogarse por lo que se es, una particularidad sintomática, singular, que es cada sujeto en su existir ante otro, que abre un vacío y que hay que “construir”, por utilizar este término tan querido de Freud y de Benjamin, como falta, de la misma forma que el dolor de existir no hay que reducirlo al daño. Ninguna tarea más noble o digna que tomarse en serio, que no es darse importancia, sino dignidad, la del querer vivir y el dolor que conlleva. Believe your pain, decía el verso de Auden que tanto me gusta citar. Es lo que a veces digo a los “pacientes”. Quien acude a nosotros solicita un acogimiento que no se da sin que sea a la vez un cuestionamiento.

FRANCISCO PEREÑA

28 de septiembre de 20019

 

[1] Fenicias, 390. Polinices se queja a su madre de los males de su destierro, y dice: “Un hecho es el más duro. El desterrado no tiene libertad de palabra (parresia)”.

[2] La República III.  El mito de que por la sangre de los gobernantes corre oro, por la de los guerreros  palta y por la de los campesinos bronce, es false, pero es útil para el mante4nimiento de la República

[3] Cap. V: Las servidumbres del yo.